martes, 25 de agosto de 2009

Las cajas.

Querido lector, si ahora alza usted la mirada de la pantalla, es muy probable que tenga alguna caja a la vista. También es muy probable que jamás se haya parado a reflexionar sobre algo tan aparentemente cotidiano, pero es que yo tengo mucho tiempo libre y ya no me apetece mirarme al espejo tanto como años atrás.

El concepto de la caja es algo que va más allá de su propia definición, algo mucho más profundo que un continente para guardar algo indeterminado. Una caja es un espacio lleno de vacío, lo que resulta bastante inquietante. Y por ello nos vemos impelidos a llenarlo con cualquier objeto que tengamos a mano. Además, nos convenceremos de que esa caja concreta ha sido diseñada precisamente para tal uso.

Esta estrechez de miras es la que hace que yo no pueda guardar mi guitarra en un gigantesco ataúd negro forrando de satén blanco, cosa que me fastidia sobremanera. Con el toque de clase y distinción que daría al salón de mi casa, por no hablar de lo encantado que estaría al responder preguntas a las siempre interrogantes visitas.

-Dios mío- diría una guapa invitada con los ojos (preciosos ojos) muy abiertos- Eso… Eso es un ataúd.
- No, es la funda de mi guitarra- respondería yo cargado de razón.
- Qué no, de verdad –insistiría ella inquieta- Eso es para guardar muertos.
- Querida –reiría yo, condescendiente-, cuando saque la guitarra y empiece a cantar, querrás estar muerta.

Y es que siempre he sido muy considerado con las visitas y su comodidad es una obsesión para mí. Así pues, no puedo más que ceder a su gusto por guardar muertos en ataúdes y guitarras en fundas de guitarras. Porque al fin y al cabo y aunque no me guste reconocerlo yo también actúo así. Elijo la caja adecuada para la cosa adecuada, unas veces por instinto y otras por aburrida practicidad. Aun así, la verdadera misión de estos objetos es servir de custodio de todo lo que no queremos ver, o de lo que no queremos que vean. Son más un escondite que una protección. No protegen tanto las cosas como nos protegen a nosotros de ellas.

Por supuesto, hay distintos tipos de cajas, pero las más terribles son las cajas de cartón. No me sirven las cajas de mudanza, ni los embalajes de los electrodomésticos. Esas sólo son abrigos temporales, pero no ocultan nada a nuestra vista. Únicamente lo preservan el lapso determinado. Las cajas de cartón parecen inocuas, pero la cosa cambia cuando se utilizan para olvidar. Y es que estas cajas siniestras suelen guardar recuerdos que queremos alejar de nosotros, al menos por un tiempo.

En esas ocasiones, nos convencemos de que la desaparición de todos los recuerdos físicos que pertenecían a una persona querida atenuará los recuerdos de la memoria. Entonces, con una frialdad pasmosa o con un llanto entrecortado por la tarea, guardamos cada cosa de forma que encaje en el interior, con cuidado, con reverencia casi. Con la firme intención de que descansen lo mejor posible y se adormezcan en su sepultura injusta e inútil. Pues la sola visión de las cajas nos llenará la cabeza de las imágenes repudiadas.

En el otro lado estarían las cajas cuyo contenido ignoramos. Todos hemos sentido los nervios y la incontestable curiosidad ante la posibilidad –a veces furtiva- de abrir una caja desconocida. El morbo y tentación de conocer el secreto que encierra, además de la posibilidad de ser descubiertos, acrecienta aun más la excitación de nuestro ánimo de cazatesoros de andar por casa.
A veces, no hay nada que valga la pena, o que nosotros sepamos apreciar. Pero el desconcierto más punzante es el que sobreviene al encontrar la caja vacía –llena de nada- porque supone ir en contra de la naturaleza de una caja. Sin embargo, normalmente nuestros dedos rescatan pequeños objetos sin valor aparente y cargados con todo el valor de lo personal.

Por ejemplo, aquella vieja caja de nuestra abuela, llena de fotos que tal vez ya no quiera ver, porque no quiere verse. Suele ser una caja repleta de rostros jóvenes, cuyo futuro se ha ido amontonando hasta hacerse pasado. Y ese pasado se ha hecho recuerdo y, como es costumbre, ese recuerdo ha sido privado de luz y oxígeno para intentar adormecerlo –todas las cajas son ataúdes-.

Y sin embargo seguirá sonriéndonos cuando abramos la tapa.

martes, 18 de agosto de 2009

Razones para escribir: Vidas que no he vivido.

Hace dos o tres semanas, publiqué un artículo titulado "Nostalgia". No era nada excesivamente extraño ni retorcido. Sin embargo, en los comentarios, una lectora me preguntaba la razón por la cual escribo. En aquel momento le respondí que escribo porque es lo único que sé hacer sin caerme de ningún sitio. Y porque lo necesito. Pero se me olvidó remitirla a otro artículo en el que se abordaban en profundidad las motivaciones más determinantes.

Supongo que mi querida lectora -en verdad es querida- no leyó "Cosas que no vienen a cuento", pues en aquel sí se daban razones y se reflexionaba con cierta intensidad sobre el tema. Pero, por si me equivoco y se da el caso de que leyó el artículo referido y, aun así, le quedaron dudas, he rebuscado en el cajón de los textos breves.

Allí, entre un montón de archivos de word, había un pequeño escrito en el que, por primera vez, tuve la necesidad de explicar por qué hago lo que hago. No se trata de una cuestión de "ego de artista" -que también-, sino de una autojustificación, de una manera de convencerme de que hay una razón para gastar mi tiempo tecleando o garabateando letras en una superficie limpia, vacía y blanca.


Vidas que no he vivido


Resulta muy curioso el uso que hacemos de los sentimientos. Durante mucho tiempo, pensé que eran ellos los que hacían uso de nosotros. Pero he llegado a la conclusión de que somos tan hipócritas y de que tenemos una capacidad tan asombrosa de engañarnos a nosotros mismos, que de manera inconsciente utilizamos nuestros propios sueños o temores. Dependiendo del estado de ánimo que tengamos, buscamos en la memoria retazos de vida pasada que ayude a reafirmar nuestra posición. Esto se da con mayor incidencia en los casos de desamor. Siempre estaremos recordando tal o cual momento en el que se quebró nuestro corazón. El recordar esas vivencias hará que nos revolquemos en nuestra propia autocompasión, hasta creer que somos objeto de un misterioso complot del amor -que además debe de ser una horterada-. Sin embargo, hay muchos más ejemplos de la utilización interesada de sentimientos. Cuando estamos tremendamente alegres, nos atiborramos de sensaciones placenteras para conseguir mantener el chute de serotonina.

Quizás yo sea culpable de utilización ilícita de sentimientos y sensaciones. No sólo por hacer uso de ellos, sino por obtener beneficios. Utilizo mis sentimientos, mis recuerdos. Los desmadejo, los exprimo, los rebobino y los ordeño hasta dejarlos carentes de sentido. Hasta ser incapaz de distinguir lo que rememoro de lo que imagino. Después, con premeditación y alevosía, cojo todo el zumo y lo derramo sobre papeles vacíos y expectantes. Ellos me miran mientras el líquido de emociones los empapa. Primero forma una mancha uniforme que amenaza con hacer pulpa la hoja. Después, muy poquito a poco, el líquido se evapora dejando sólo algunas marcas. Cuando ya se ha secado por completo, lo tomo en mi mano. Ha adquirido más consistencia que antes de arrojarle el contenido de mi historia. Lo acaricio entre el índice y el pulgar y lo acerco a mis ojos para mirar las marcas más de cerca. Son miles de letras, cientos de palabras, decenas de frases agrupadas para contar una historia que me pertenece, pero que jamás reconoceré haber vivido.

Por eso me siento indigno de mis recuerdos. Por eso trato de abarcar todo el acontecer; de aprehenderlo y hacerlo especial. Necesito grabar cada sensación en mi mente porque desconozco si servirá para dar vida a alguien que no existe más que dentro de mi. Alguien que vive al lado de esos retales de vida, pero que jamás accedería a ellos, si yo no abriera la puerta. Ese alguien se convierte en muchos más y cada uno de ellos se apropia de mis recuerdos y los usa para ser mejor que yo. Los utiliza para hacer las cosas que yo no me atreví. Los atesora para permitirme vivir todas las vidas que no he vivido.

martes, 11 de agosto de 2009

El tipo de los escenarios.

Hoy me van a tener que perdonar, pues quizás venga en exceso filosófico, o tal vez apesadumbrado, que viene a ser lo mismo. Intentaré no ser aburrido ni profundo ni excesivo en nada de lo que diga. De hecho, intentaré ser vulgar porque he visto que mis intentos de ser extraordinario han sido, cuanto menos, insuficientes.

Sólo quería hablarles y de manera muy breve de “las localizaciones de nuestra vida”. Al igual que los actores en el cine, nosotros mismos nos movemos a través de una serie de escenarios que nos son más o menos familiares, pero a los que no solemos prestar gran atención. Sin embargo, en mi costumbre de tomar el tedio por entretenimiento, he intentado fijarme en todos los detalles que nos dejamos olvidados. Bajo los pies, tras alguna esquina o quizás frente a nuestros ojos, o rozándolos con las yemas de los dedos.

En esta tarea de hombre ocioso, me he entretenido en observar la eficiencia del tipo que diseña los escenarios. Es una persona laboriosa, casi científica en su proceder, que no obstante suele guardar un punto de humor negro. A veces es simplemente poético, como en el caso de poner una clínica de reproducción asistida lindando con un prostíbulo.

Pero, dejando de lado las casualidades sospechosas, hay que reconocer que de vez en cuando sabe hacer bien las cosas. Por ejemplo: ¿Qué hacer cuando te encuentras con un torrente contenido de sentimientos y eres capaz de decirlos como si no te importase lo más mínimo? Podemos pensar que el tipo en cuestión dejaría que la propia sordidez y contención del momento sirviese de attrezzo, pero no. Resulta que ese día anda inspirado y hace uso de sus poderes infinitos para construir una tormenta sobre el mar, que roza la punta de los dedos.

Todo se electrifica, como las miradas torpes de los personajes. Los sentimientos que se dicen con una mezcla de cinismo y derrota se agolpan en los ojos. Se pueden intuir unas lágrimas que nunca aflorarán. Mientras tanto, la tormenta del tipo permanece quieta, igual de extrañamente contenida, sin una gota, con sus relámpagos lejanos flotando sobre el mar. No puede percibirse siquiera un trueno. Su voz es queda, derrotada, toda la fuerza de la tormenta explota con discreción. Apenas se percibe. Jamás pensé en una tormenta cabizbaja. Pero tampoco en un hombre mirando su reflejo en el cielo. Y no el reflejo físico, sino el reflejo de su actitud.

Después ambos desaparecen también sin hacer ruido. Justo tras haber estallado sin parecerlo. Tras haberse quebrado sin llegar a partirse. Y luego, la calma. Una calma falsa y poco reconfortante, una calma sin verdadera tempestad. Y por dentro todo tirante, como antes. Entonces el tipo se siente realizado. Mira su trabajo aun destellando en el cielo y más tarde echa un vistazo a tu alma –porque es así de chulo- y ríe a carcajadas en cada enorme ola del mar, que ya no roza la punta de los dedos.

Esta historia era para presentarles al tipo que hace lo que ven a su alrededor. Yo una vez lo fui, hice ese trabajo mientras escribía una pequeña novela que pretendía ser un regalo. Hice de tipo de los escenarios y no fui benévolo tampoco. Fui paradójico también. Fui cínico, quise ser gracioso; fui cruel, quise ser poético; fui excesivo porque quise ser realista.

Y es que el tipo de los escenarios, aparte de ser un cachondo, es un exagerado con muy poco sentido de la mesura. Y le da igual que no te fijes más que de vez en cuando. Pero le importa que un tanatorio se llame La siempreviva. Y le importa porque es su trabajo y porque tal vez esa sea la única manera que tiene de reír, de emocionarse o de fastidiar a la gente. Si nos fijamos –en nuestros propios recuerdos-, veremos que se ocupa de nosotros. Da verosimilitud con sus exageraciones a este teatro constante que vivimos. Y, desde luego, no es Dios. Ni tampoco el destino. Si acaso, un decorador.

martes, 4 de agosto de 2009

La casa abandonada.

Desde mi infancia más temprana he sentido una poderosa atracción por las casas abandonadas. Una atracción carente de toda lógica y dominada por una fascinación casi enfermiza, como todas las fascinaciones que merecen la pena. No en vano, cerca del chalé de mis abuelos –al que ya me referí en artículos anteriores- había numerosas viviendas, cuyos habitantes habían desaparecido, dejando ecos apagados.

Aquel era un sitio salvaje, salvaje según el modo de vida actual, un sitio donde las puertas de las casas se dejaban abiertas y las calles carecían de asfalto y se debatían en una débil frontera con los descampados. Todos ellos sembrados de arbustos secos copados de caracoles. El sol era amarillo y penetraba en el suelo, dejando la tierra caliente horas después del ocaso.

En ese sitio salvaje ya existían muchos edificios de apartamentos, pero nada que ver con los modernos monstruos revestidos de monocapa blanco. Abundaban los pequeños edificios de cuatro alturas, cuyas ventanas eran más bien puertas de terrazas que rodeaban todo el apartamento. Solían estar construidos de ladrillo claro y la ausencia de ascensor era una de sus señas de identidad.

Sin embargo, no lejos de estos pequeños núcleos de vida, existía y existe lo que fue un espléndido chalé. Para mí siempre fue La casa abandonada, así, con el artículo determinado, como si no pudiera existir otra porque ella es mi referente del concepto. En el centro de una gran parcela, frente a la cual crecen enormes pinos que rodean una piscina de formas circulares, se levantó una bonita casa de una planta, de diseño moderno y gran calidad de materiales.

Yo ya la conocí vacía –llevaba así desde finales de los 60-. Con ese sol amarillo entrando por las ventanas sin cristales como una cuchilla de luz. Recuerdo mis pies sobre el rectángulo perfecto que se formaba en el suelo y me recuerdo a mí mismo, diminuto en la inmensidad de la gran sala, internándome en las distintas dependencias con un escalofrío permanente recorriéndome la espalda.

No podía evitar imaginar cómo habría sido aquel chalé en sus años de esplendor. Podía ver el salón decorado con muebles de diseño de formas rectas y vanguardistas para su época. Casi escuchaba los gritos de los niños en la piscina –ahora llena de basura y extrañamente profunda- y no me costaba dibujar en mi cabeza a unos padres, tomando el aperitivo bajo los inmensos pinos, sobre un empedrado cuidadosamente trabajado y con una tranquila sonrisa en los labios.

Sin embargo, después de tanto almíbar, tenía que llegar el drama. Y era entonces cuando imaginaba la gran tragedia que había dejado aquel lugar ya no deshabitado, sino abandonado –sólo se abandona a un ser consciente de su abandono-. Me sentaba en el borde de la piscina con los pies colgando sobre los escombros del fondo y veía a al hijo del matrimonio resbalando mientras saludaba a sus felices padres. Su cabeza se estrellaba sin remedio contra una de las aristas de la piedra en la que yo me había sentado. El cuerpo del pequeño se quebraba en una de esas posturas que sólo tienen los cuerpos y no las personas.

Tal vez un hilo de sangre había fluido hasta las aguas, aun agitadas, y se había diluido en el azul, tornando rojas las irisaciones que la luz trazaba sobre los azulejos. La cara de la madre se transformaba, mientras su mano seguía saludando en una inercia inconsciente de lo que ya sabían los ojos. Fue el padre el primero en levantarse y recorrer los pocos metros que lo separaban de la piscina. Se arrodilló junto al cuerpo, lacerándose las rodillas y uniendo su sangre con la de su hijo. A los pocos segundos llegaba la madre, histérica, fuera de sí, exigiéndole a su marido que salvase la vida del niño. Quizás incluso pegándole en la espalda con unos puños sin fuerza y perdiendo la voz en favor del llanto.

Pero el padre no reaccionaba. No había nada que hacer más allá de sostener el cuerpo vacío. La mancha de sangre se había extendido silenciosa dentro del agua fresca. Y las habitaciones de la casa y el jardín entero se habían impregnado del momento terrible. Desde entonces, las paredes parecían enlucidas de una emulsión fotográfica que sólo recordaba lo acontecido aquel día de verano.

Por eso el matrimonio no pudo seguir más allí. Y no quiso saber nada del precioso chalé que abandonaron en la costa mediterránea. La casa perdió su función, fue deshabitada y, por tanto, despojada de los únicos que pueden darle vida. Pasaron los años y la intimidad de las habitaciones impolutas fue violada. Sufrió el saqueo y el vandalismo y nada consiguió empañar el esplendor vivido. Por lo menos yo lo veía, mientras me sentía como una fantasma del futuro en un tiempo pasado, viendo la escena sin ser visto. Y viendo la casa como ella desearía ser vista.

Las casas abandonadas son folios en blanco. Pero folios prestados que, mirados al trasluz, cuentan historias mejores que las que podríamos escribir.