martes, 24 de noviembre de 2009

Puntos de vista.

El punto de vista siempre es el referente básico de nuestra posición ante la realidad –a tientas, o no-. Es el que nos da las coordenadas de nuestra situación y en referencia a él nos movemos o actuamos de determinada manera. El punto de vista más importante es el mío, es decir, el de cada uno. Sin embargo, se dan ciertas situaciones en la que cedemos esa posición de autoridad en favor de otros puntos de vista, siempre que nos convengan, ayuden o dirijan hacia un objetivo apetecible.

Tal sería el caso de preguntar qué ropa nos ponemos para determinada cita. En este ejemplo concreto, el hombre suele hacer prevalecer su propia opinión y no acepta consejo alguno, ya que está seguro de su gusto estético y, si no estuviera acertado, defendería su intención de crear tendencia. A veces es difícil distinguir la audacia de la imprudencia.

Pero, volviendo al tema, si esa determinada cita nos gusta de verdad, sí pondremos en duda nuestro punto de vista, o por lo menos lo dejaremos aparcado en doble fila durante un rato. Porque en todo momento intentaremos vernos desde sus ojos. Empezando por el tiempo siempre excesivo y poco productivo que pasaremos frente al espejo, hasta ensayar alguna frase “ingeniosa” –catástrofe- con la que saludar y dar el “golpe de efecto” –en nuestra nuca-.

Esto se debe a nuestra intención de agradar. Y se da en distintas situaciones, aunque con menos fuerza, véase una entrevista de trabajo, asistir a determinado acto en el que se tendrá cierto protagonismo, preparar un discurso, etc. No sé si es bueno o no, ya que, por mucho que adoptemos un punto de vista distinto del nuestro, tampoco sabemos si es acertado o se asemeja en algo al que la otra persona tiene de nosotros. Pero sí es un ejercicio de autocrítica; una especie de viaje astral en el que salimos de nuestro cuerpo y nos vemos con otros ojos.

En ese ejercicio de autocrítica solemos ser bastante severos –salvo autocomplacientes excepciones- y nos vemos igualmente distorsionados. Recurrentemente he pensado en cómo me vería yo desde fuera. Y no me refiero a adoptar otro punto de vista, sino a conocerme físicamente desde otro cuerpo. Teniendo en cuenta mi poca paciencia y mi susceptibilidad –prefiero “sensibilidad”-, he llegado a la conclusión de que me caería bastante mal, me sacaría cien mil defectos físicos y seguramente me diría alguna inconveniencia para minar mi propio ánimo y bajarme un poquito los humos –para poder ver por debajo de los hombros-.

Asimismo, no he podido evitar pensar en la existencia de un punto de vista universal, lo que es una contradicción ya desde su planteamiento. Sin embargo, cuando he escrito ficción, mi punto de vista era universal para la trama, los sentimientos y las decisiones. Y, aun así, cada personaje tenía su propia forma de entender la situación. Recuerdo haber puesto a determinado personaje en la tesitura de verse siempre desde los ojos de otra persona, por supuesto de manera equivocada. Y esa presunta percepción lo llevaba a comportarse de una forma errática y estúpida que, aparte de repeler a la interesada, hacía imposible que el personaje se aceptara y pudiese actuar de acuerdo con su propia personalidad.

Y ahí estaba mi punto de vista universal; acertado siempre, porque era yo el que tenía una visión nítida y cierta del concepto que cada personaje tenía de sí mismo. Pero iba más allá, también sabía la imagen de sí mismos que los personajes creían dar y, aún más, mi propia visión sobre su mundo. Pero entonces pienso que, para que eso pasase en verdad, debería existir un ser capaz de asumir mi posición en la ficción, lo que igualaría nuestra realidad a la que yo hice de letras.

En consecuencia, si existe un dios –Dios no lo quiera- y no soy yo, podríamos estar en manos de un lunático con mucho tiempo libre. Entonces me vuelve a la cabeza la idea de un punto de vista universal; el de un presunto dios, claro, y pienso en el concepto que podría tener de mí. Sí, lo sé, asumo el punto de vista de Dios –uno es modesto- y me quedo con el mío. No me gusta nada lo que ese señor podría pensar de mí si sabe lo que yo pienso de él.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una noche envolvente.

Una noche envolvente, oscura, densa me rodea dinámica. Fluye por mis cuatro puntos cardinales, abraza mis brazos y me besa la cara sin detenerse ni un segundo, como si estuviera hecha de tiempo. Me tiemblan las rodillas, inquietas en las piernas que apenas me sostienen. Tengo todo el mundo por delante, enorme, vasto. Lo siento, pero no lo veo. Sólo negro.

Por alguna extraña razón sé que debería moverme. Y la velocidad de la noche me dice que lo hago, aunque sé que no. Que falla algo, que todo es estático y permanente, aunque me vaya deshaciendo sin deshacerme. Me miro los dedos. Tengo las manos muertas y no llego a verme los pies, del vacío oscuro. La noche que casi me atraviesa se lleva los pigmentos de color que tiñen mis dedos y los veo irse, dejando una estela corpórea en este alrededor pasajero que no es aire.

Trato de explorar, de ver. Pero decido esperar y pienso. Pienso en ti, en ti y luego en ti. Y todas son Ella. Y me dueles de una forma física mientras la brisa me decolora. Pero ahora está claro, no es brisa. Es una corriente. Una corriente de agua. Lo noto porque no respiro y porque me pesan los pulmones. No sé si moverme, no sé si puedo. Extiendo los brazos y me crucifico sin cruz, quedando blanco en el espacio acuático. Noto la corriente, constante, permanente pero incesante, desdibujando mis contornos. Sigo dejando esa estela de color y la veo alejarse sin mirar atrás. Me quedo poco a poco en blanco y negro.

Por fin, advierto un cambio de luminosidad. Escucho el silencio y, aun con los brazos en cruz, miro hacia el cielo. Pero no hay cielo, porque el cielo está tapado por mi cielo. Y mi cielo es extraño. Comienza a ser violáceo y parece tener un grosor mínimo. Es un cielo con superficie y en esa superficie se abren heridas de un rojo sangrante que se cierran inmediatamente. Son como la brisa-corriente. Se acompasan entre sí, como una laceración causada a voluntad y desde dentro. Como si la sangre quisiera respirar y salirse del cuerpo. Yo ya no sé si tengo sangre.

Decido bajar un brazo y veo que tengo una uña enorme en mi mano blanca. La acerco a mi otra muñeca y la hundo en mi carne. Corta como un cuchillo malo, me desgarra y libera la sangre. Sí, todavía tengo sangre. Y es roja entre tanto blanco y entre tanto negro. La veo huir con la corriente y ascender hacía el cielo herido. Es como el humo de un cigarrillo que se desangra. Sonrío mientras escuchó cómo se mueve el suelo.

Entonces decido moverme. Ya hay más luz y me puedo ver los pies desnudos. Pisan un suelo de madera. Hay una barandilla delante de mí. Me sujeto a ella mientras la nube de sangre se disuelve a mi alrededor. La luz se intensifica y comprendo lo que es el cielo. Es la primera vez que lo veo así. Porque ese cielo había sido mi suelo muchas veces. Lo había surcado con brisas en mis brazos, brisas que no eran corrientes y que no se llevaban mi sangre ni mi color.

Estoy en la proa del barco. Es un barco enorme y terrible. Tan terrible como cualquier barco hundido. Siento como el mar respira a mi alrededor y toma aliento mientras el sol lo atraviesa con espadas de luz que irisan la sangre que me envuelve. Camino por la cubierta e imagino mi cadáver flotando, tan blanco como yo, tan absurdamente flotando en mi camarote. Las sillas no flotan, los muebles están clavados al suelo. Y el agua es trasparente, casi parece aire. Abandono el cielo con olas, que ya no son rojas sino blancas y me interno en los pasillos, hasta llegar a mi camarote.

Ahí estoy. Tal y como imaginaba. Blanco, hinchado. Absurdo. Flotando en una habitación donde todo permanece pegado al suelo. Parezco un globo con los ojos cristalizados. Me miro fijamente y veo la herida de mi muñeca. Igual que la mía, pero sin sangre. Es una herida irregular, irreal. Y me enfado, porque no sé qué fue antes. No sé si me mate antes de hundirme o me hundí sin darme cuenta de que me mataba.

martes, 10 de noviembre de 2009

Che, qué cosas.

Hace unos días excedí por mucho mi dosis indispensable de un café al día. Ese maravilloso momento de placer cafetero que sucede a la comida y mezcla su aroma con el sol de la sobremesa se repitió dos veces más durante la tarde. Ello me llevó a un estado de euforia considerable que se prolongó más de lo deseado. Así que, tras pasarme toda la tarde y parte de la noche pataleando y tamborileando con los dedos sobre la mesa, el mando a distancia, un vaso, el sofá, etc., deseché la posibilidad de dormirme a una hora decente. Y encendí la televisión.

En vista de que los canales habituales ofrecían una programación deplorable –concursos para timar televidentes insomnes-, me aventuré en la jungla de la TDT. Yo soy nuevo en estas lides. Apenas llevo tres semanas con el decodificador y, en consecuencia, el atractivo de lo desconocido fue bien acogido por mi cafeínico ánimo. Pasé cadena tras cadena, sin enredarme con ninguna, hasta llegar a una en donde un señor rapado y agresivo te ponía prácticamente de tonto si decidías no comprar su producto: El último grito en “alargadores de pene por tracción”.

A mí sólo de escuchar el nombre se me pusieron los pelos de punta. Mis nociones de física son muy básicas y, al escuchar la palabra “tracción”, se me vino a la cabeza un todoterreno enorme “ayudando” al interesando con su complejo genital. Sí, tal vez sea una imagen, digamos, potente. Pero la realidad tampoco era mucho mejor, pues entre las maravillas del producto se destacaba su capacidad para traccionar hasta dos mil gramos, con el consiguiente acortamiento del tratamiento y alargamiento del objetivo.

El caso es que ya había visto otro anuncio similar, en el que una simpática señorita afirmaba sonriente: “Yo no sé a otras, pero a mí me gustan grandes”. Pero en este vi algo que me fascinó y me hizo atragantarme de risa. (Sé que a estas alturas la frivolidad del presente artículo parece demasiada hasta para mí, pero permítanme seguir, que todo esto lleva a una reflexión interesante). En este anuncio también tenemos una simpática señorita. Pero con más texto. Y sin desperdicio:

-¿Qué por qué un hombre debe agrandar su pene? Yo le daría la vuelta y diría “¿por qué no?”. Ya está visto que nosotras, para estar mejor, agrandamos nuestros pechos, nuestros labios, y a todo el mundo le parece bien. ¿Por qué no va a ser igual para vosotros? Sin pelos en la lengua; si vuestro pene es más grande, todo son ventajas. Seréis mejores amantes, porque nos llenaréis más y estaremos deseando hacerlo y nos dolerá menos la cabeza.

Bien, querido lector. Si no ha sonreído es porque se ha quedado en shock. Ambas reacciones son comprensibles y dependen de nuestra sensibilidad para escuchar barbaridades. Vamos a analizar brevemente este pequeño monólogo que, en mi opinión, es ya un momento cumbre de las artes escénicas.

En primer lugar, la simpática señorita comienza con un alegato de resentimiento en el que razona el paralelismo entre las operaciones de estética, mayoritariamente femeninas, y el alargamiento del pene. En un principio, podría parecer hasta feminista. Algo así como: Por fin han encontrado las mujeres un instrumento de tortura masculina con el que resarcirse de todas las operaciones de pechos.

Sin embargo, cualquier feminista, o persona con un gramo de sentido común, defendería que tales operaciones no deben de orientarse a satisfacer los anhelos eróticos de nuestras parejas –que deben querernos tal y como somos-, sino a solventar posibles inseguridades psicológicas. Y esto siempre que sólo la cirugía sea capaz de resolverlas, pues hay muchos más cauces para aceptarse y convivir con nuestras particularidades.

Pero la simpática señorita no podía quedarse en esta especie de resentimiento de feminismo mal entendido. No, ella tenía que poner la guinda. Resulta que una mujer necesita un pene gigantesco que “la llene” y le quite el dolor de cabeza. Según esto un pene enorme es la panacea para cualquier fémina. Aunque diga lo contrario.

Sí, querido lector, si a su pareja le duele la cabeza, es que tiene un pene ridículo. Y usted, querida lectora, si además de dolerle la cabeza se siente vacía, no se tome un cola cao y una aspirina. Hágame caso, cambie de pareja.

Che, qué cosas.

martes, 3 de noviembre de 2009

Odio a los padres.

Sitúense. Sin lugar a dudas esta es su noche. Se han puesto guapos, han pasado más tiempo del conveniente delante del espejo, colocando cada cabello como si fuera la pieza clave del entramado que sostiene su autoconfianza. Tras esto, han mirado el reloj también más de lo conveniente. Puede que incluso hayan dudado de su precisión y hayan acudido prestos a contrastar la hora con la de cualquier otro dispositivo doméstico. Después de la intensa espera intentando no arrugar ni un milímetro de su indumentaria, ha llegado el momento. Ahora, su espectacular y ansiada cita llegará y juntos acudirán a un restaurante nocivo para su cuenta corriente, y lo harán con una sonrisa en los labios.

De acuerdo, todo va genial. Su pareja está tan espectacular como habían previsto. Se lo han hecho saber y han sido correspondidos por su parte con una observación similar. Caminan por la calle, henchidos de orgullo, porque cualquier pareja, además de una persona, es también un bello complemento –y perdonen mi frivolidad-. Durante el transcurso, se cogen del brazo y ahogan un suspiro de alegría. Además, en contra de sus temores, no se han bloqueado en la interactuación. Es más, su conversación es ágil, relajada, ingeniosa. Puede que hasta cómplice en algunos momentos.

Entonces llegan al restaurante. Un sitio elegante, sin duda, de líneas minimalistas y modernas, pero sin la “insaciante” comida minimalista y moderna que se podía esperar (o al menos eso le ha dicho el amigo que se lo ha aconsejado). Así pues, entran y son atendidos inmediatamente por un tipo de porcelana y gomina que los conduce hasta la estupenda mesa que habían reservado el día anterior. Ahí están, un tanto nerviosos, porque es su primera cita seria, los dos solos, pero se sienten a gusto, pues es evidente su atracción mutua. La expectativa es máxima.

Eligen el vino y esperan la comida. Sería difícil mejorar en algún sentido la situación. Parece que nada puede salir mal, pero entonces llega una familia con dos niños. Todos van impolutamente vestidos, excesivamente repeinados y hablan demasiado alto. Con terror, observan cómo se sientan en una mesa muy próxima a la suya. Están esperando a otra pareja, igual de impolutamente vestida e igualmente “bendecida” con dos adorables querubines.

Al poco de sentarse, las parejas comienzan a hablar entre sí y los niños se aburren. Su animada conversación con la deslumbrante persona que tienen delante empieza a resentirse por las faltas de atención, resultado del inicio de la rebelión infantil. Los padres permanecen absortos en sus conversaciones, mientras los niños se levantan y empiezan a pasear libremente por el comedor. Usted, convencido de su Karma, intenta concentrarse en seducir a su cita, pero de improviso se encuentra con una de las demoniacas criaturas mirándole fijamente a escasos treinta centímetros de su rostro. Usted lo fulmina con una mirada que lo hace retroceder, pero esto es sólo el comienzo.

El niño vuelve, mientras dos más corren ya entre las mesas. Pide disculpas a su pareja y se levanta, para advertir educadamente a los padres del “descuido” que han tenido con sus hijos. Ellos responden con una especie de ofendida educación y llaman, voz en grito, a sus dobles pequeños. Pero la calma dura poco tiempo, vuelven las carreras. Esta vez llama al camarero y le pregunta por el teléfono de Herodes. El camarero, ya con un niño estirándole de la chaqueta, capta la sutil indirecta y habla con un superior para que informe a los padres de la fascinante capacidad de sus hijos para importunar comensales.

De nuevo, la ofendida educación y unos minutos de calma. Y cuando ya parecía que podría retomar el control de su prometedora cita, uno de los niños le tira un vaso de Coca Cola por encima. Ya es demasiado. Tenía que pasar. Como dice Rajoy, que de eso sabe: “Santo Job sólo hay uno”. Fuera de sí, usted se levanta, coge al niño por el pescuezo y le hunde la cara en la cubitera de la bebida, ante la horrorizada mirada de su acompañante. No puede evitar lanzar una escalofriante carcajada y la expresión de su rostro se torna maléfica mientras saca al pequeño medio ahogado y le dice: “Ahora reprodúcete si tienes huevos, maldito gremlin”.

Lo siguiente que ve, después perder la consciencia a consecuencia de un certero botellazo en la nuca, es el techo de un calabozo de la comisaría. Y lo primero que piensa es que nunca tendrá hijos, porque no quiere matar a nadie, ni quiere ser un padre de ofendida educación. Además, visto lo visto, su deslumbrante acompañante ya no lo verá como el padre/madre ideal. Eso desde luego.

Iba a decir que odio a los niños. Pero sólo los odio por ser una envilecida versión de bolsillo de sus impresentables progenitores.