miércoles, 26 de enero de 2011

La rebelión de las musas.

Queridos lectores:

Hoy su escritor favorito no ha podido acudir a la cita que tenía con ustedes. No ha sido capricho, créanme. Sé de buena tinta que ha intentado sobreponerse a los virus –fisiológicos e informáticos, que de todo hay-. Con un hercúleo esfuerzo se ha incorporado sobre los almohadones de la cama, apartando a su paso los kleenex usados y reptando a lo largo del colchón para alcanzar el portátil y cumplir con el deber. Pero ha sido en vano.

No se ha tratado de un problema de voluntad o disposición porque nuestro escritor favorito voluntarioso es un rato. Y dispuesto. Y resuelto. Y tozudo. Y guapo también. Pero a lo que iba, que se me enredan los epítetos. El motivo por el cual nuestro escritor favorito no ha podido actualizar hoy este blog no ha sido su congestión nasal o su desgana.

Ha sido mi ausencia.

Permítanme que me presente. Soy su musa inspiradora. La musa de mi escritor favorito. Y el de ustedes aunque aún no lo sepan. No crean que ser musa es una tarea fácil ni empresa de pequeña envergadura. Ser musa inspiradora es un trabajo a jornada completa, que digo, ¡un trabajo de 24 horas!. Nuestro escritor favorito me mira, se complace e hilvana letras en versos o pespuntea las frases que luego guarda celosamente, porque están contagiadas de emoción, poemas de mirada única (la de mis ojos). No quiere que ustedes le descubran, no vaya a ser que crean que tiene sentimientos.

En vez de eso, para escribir un artículo no me mira sino que dice “¡Musa, habla!” y yo obedezco, claro. Parloteo durante un rato y de esa chachara saca las ideas que luego leen ustedes semanalmente. Es agotador. Hoy políticos, mañana curas, pasado recuerdos de la infancia y al otro lentejas.

Y yo le digo “Escritor favorito, escritor favorito ¿por qué no escribes hoy sobre ti, sobre nosotros, sobre la vida?”. Pero no responde. Me mira ceñudo y piensa “¡Musa, calla!” (no me lo dice porque entonces podría denunciarle al sindicato). Y yo callo.

Dado que ya hay confianza entre nosotros voy a tutearles. Mi escritor favorito no puede. Debe mantener las formas. Yo no. Él tampoco habla casi nunca de sus cosas, de lo que siente, lo que le preocupa. No cree que sea relevante ni que pueda entreteneros lo suficiente. Mi opinión es otra pero no voy a aprovechar su enfermedad y mi rebelión para airear sus más profundos deseos. No son tan interesantes.

Así que aquí me tienen. Sublevada contra la objetividad subjetiva de mi escritor. Levantada en letras contra la asepsia, la carencia de emoción en general. ¡Arriba la República de los versos recién horneados! ¡Que vivan las musas y sus incorrecciones sintácticas!

Como estoy en las alturas poca cosa puedo contaros sobre los cuatro millones de parados que no sepáis o mi escritor favorito no haya dicho. Sin embargo conozco otro tipo de paradas, las cardiacas, que son aquellas que me sobrevienen cuando él posa sus manos sobre mis caderas.

Apenas sé nada sobre la liga de futbol, quien pierde, quien gana. Tengo vagas nociones de política, actualidad, famoseo, corazón. Suplo tanta carencia conociendo cada detalle de mi escritor favorito. Su geografía. Las mesetas de sus estados de ánimo, los picos de sus sonrisas, lagunas de los sueños que no recuerda. Tengo un conocimiento del medio tan exacto que podría describiros con exactitud el color impreciso de sus ojos. Matemáticamente hablando estoy al tanto de los ángulos de su rostro, de que la suma de ambos no es dos sino uno, raíz cuadrada de escritor por musa, principio general de la simetría. La Teoría de la Relatividad me resbala casi tanto como su saliva por el cuello y puedo afirmar que tiene las manos más cálidas del mundo (no se ha demostrado lo contrario). Talento le sobraba antes de conocernos pero es que ahora le desborda, nos inunda como si de un río australiano se tratase. Y en las antípodas de su entrópico humor se enlazan los verbos, los sustantivos, mis complementos de invierno o verano, depende.

Hoy mi escritor favorito no ha podido ejercer su oficio, no le he dejado. La semana que viene acudirá puntualmente a la cita (que para eso tiene un Rolex). Sé que podréis disculpar su ausencia. Él no ha tenido intención de fallaros y vosotros sois gente comprensiva.

En cambio yo solo soy una musa rebelde y a punto de ser despedida. ¿Alguien necesita inspiración?.



(Con Mdemusa y de Mayte ;-)

miércoles, 19 de enero de 2011

La lengua de los políticos.

Esta semana no se va a hablar de otra cosa. El Senado –ese gran desconocido- ha contratado a unos cuantos traductores y ha comprado otros tantos auriculares para hacer frente a las necesidades lingüísticas de sus señorías. No puedo obviar el tema que siempre sale en estas circunstancias; el famoso “España se rompe”, que tanto gusta a la derecha. En cualquier caso, prefiero reflexionar acerca de su pertinencia económica en época de crisis.

De lo primero, del famoso tema territorial, queda poco que decir y nada en lo que llegar a un consenso, por lo menos en lo esencial. Todos sabemos que nuestro país es un territorio que cuenta con numerosas realidades idiomáticas en régimen de co-oficialidad con el Castellano. Esto se traduce en que en las comunidades con esta particularidad se puede hablar indistintamente en cualquiera de los dos idiomas sin perjuicio para el otro. Es decir, ambos juegan en la misma liga.

No obstante, esa co-oficialidad se pierde al salir del territorio autonómico. Se trata de un caso de lógica. Sería absurdo, estarán conmigo, en que un andaluz tuviera que saber defenderse en Español, Valenciano, Catalán, Gallego, Euskera, Bable y, si me apuran, Guanche. Para eso está el Castellano, para que todos nos entendamos –y podamos discutir sin llegar a ningún entendimiento-. Sin embargo, el Senado es una cámara territorial. Esta condición facilita el resquicio normativo para justificar el derecho de los senadores a manifestarse en su lengua materna. Eso no lo voy a discutir, aunque me parezca poco práctico de cara al debate político –yo no querría que mis ideas pasasen por el tamiz del traductor-.

En consecuencia, una vez asumido que quizás no sea un sinsentido, sí deberíamos atender a lo que los ciudadanos ven mal. Siempre me ha parecido que el ciudadano de un país democrático se define por su derecho a indignarse por cualquier cosa de manera pública. De haberse producido este acontecimiento antes de la crisis, el debate hubiera sido de cariz nacionalista. Pero ahora, en mitad del bache, gastar 350.000 euros en traducir idiomas co-oficiales al Castellano parece cuanto menos pintoresco. Spain is different, que se decía.

Desde la Administración se disculpa la medida afirmando que no supone más que el uno por ciento del presupuesto anual del Senado. No es una justificación muy inteligente afirmar que es un pequeño despilfarro bajo el auspicio de un despilfarro de magnas proporciones. No creo que eso calme los ánimos, pero nuestra clase política no se define por su capacidad de empatía. El Partido Popular, por su parte, se rasga las vestiduras. Eso se le da muy bien, apenas sobreactúan. Se les da casi tan bien como olvidar que desde 1994 se han venido utilizando las lenguas co-oficiales en las comunicaciones escritas y que, en 2005, gracias su apoyo, se extendió la medida a todas las sesiones de la Comisión de Comunidades Autónomas. Pero, claro, entonces no les pareció mal. Se ve que todavía les quedaba el remanente de cuando hablaban catalán en la intimidad.

A mi entender, no era el momento de tirar la torre de Babel en mitad de la cámara alta. No es pertinente y menos en mitad de un debate sobre el gasto que supone el Estado de las Autonomías. No es práctico desde el punto de vista funcional. Y es que este capricho llega en un momento en el que se defiende el recorte del gasto público. Pero lo realmente grave es que han confundido “gasto público” con “gasto social”. Porque no hay problema en cerrar recursos sociales, en cancelar ayudas y en dejar a la gente en la estacada cuando más lo necesita. En cambio, para las necesidades accesorias y superficiales - simbólicas, en el peor sentido de la palabra- de los políticos siempre hay algo. Por ejemplo, un uno por ciento… de treinta y cinco millones de euros.

miércoles, 12 de enero de 2011

La damisela en apuros.

Hace unos días escuché en la radio que se hablaba sobre el mito de “la damisela en apuros”. Por un lado me quedé más tranquilo y, por otro, seguí igual de inquieto que hasta entonces. El encuentro de sentimientos viene porque era una de mis fantasías infantiles más recurrentes y, hasta la fecha, me avergonzaba de mi sadismo en secreto. Daba igual de qué tratase el juego o cuál fuera la niña que me gustase en ese momento. Mi único interés parecía ser salvarla de alguna desgracia terrible.

Hay que decir que por aquel entonces yo contaba con siete u ocho años. Todavía jugaba con cochecitos. Y el juego solía consistir en que secuestraban a una pobre y atractiva desdichada y, tras una trepidante persecución por la alfombra, conseguía sacar el coche de la carretera y rescatar a mi amada. El planteamiento me sigue resultando bastante preocupante, pero si continúo pensando la cosa se complica.

Lo anterior era sólo un juego, de acuerdo. Sin embargo, las desgraciadas protagonistas pasaron a ser compañeras de clase hacia las que me sentía atraído. En la espera de que me llegase el sueño, imaginaba autobuses volcados al borde de un precipicio infinito. Me veía entrando a contracorriente, mientras todos huían, y salvando a mi amiga atrapada en el último momento. Esto se repetía en casi cualquier medio de locomoción que puedan imaginar y bajo el auspicio de cualquier cataclismo que estimase oportuno. Lo único que importaba era la incondicional gratitud de la persona salvada y su favor afectivo. En definitiva, todo bastante siniestro.

Por suerte, con los años y las hormonas, fui dejando olvidadas las fantasías heroicas y encaucé mi planes de conquista hacía métodos más ortodoxos. No obstante, de vez en cuando lo recordaba y no podía evitar esbozar una media sonrisa. “Pero qué bestia era”, solía pensar. Asimismo, me pregunté qué sentido tenía someter a la enamorada a infinitas desgracias con tal de lograr su atracción. La disculpa era siempre la misma: “cosas de niños”.

Lo cierto es que sí fueron cosas de niños, pero, al volver a escucharlo, recuperé mi interés por aquellos pensamientos. Ahora con un enfoque más general, menos centrado en mi persona, reconozco que se me pasó un poco la vergüenza inconfesada y me sentí más tranquilo. (Nunca entenderé por qué nos tranquiliza que los demás hagan o piensen las mismas barbaridades que nosotros, pero ese es otro tema). Así que reflexioné sobre el ideal de héroe romántico, aquel que se nos inculca desde la cuna en forma de cuentos de caballeros y princesas: siempre la misma figura majestuosa, lidiando con enormes peligros y salvando a la chica. De hecho, si nos fijamos, encontraremos que ese patrón se repite una y otra vez. Incluso en la actualidad.

Al tratar el tema con frialdad, se me antojó tremendamente machista. No sé hasta qué punto ellas fantasearían con ser la protagonista de un peligro terrible para que las salvé un tipo en quien no se habían fijado. Tampoco creo que sueñen con ser salvadoras de algún macho alfa desvalido y en peligro. También es interesante pensar por qué una cosa nos parece heroica y la otra resulta humillante. Supongo que no es más que una necesidad masculina de reafirmarse como parte fuerte de la pareja, un golpe de efecto para hacerse imprescindible y demostrar que, sin él, ella está perdida.

En resumen: por salud mental, he decidido echarle la culpa a la naturaleza humana y a la sociedad, cosa que me satisface por lo menos a un nivel irónico. En cualquier caso, ahora prefiero prevenir antes que entrar en autobuses que oscilan al borde del precipicio. Me estoy haciendo mayor.

miércoles, 5 de enero de 2011

Vivir en technicolor.

Hace algún tiempo, cuando vivía solo, siempre había una ventana abierta en casa. Bueno, tal vez no siempre, pero sí casi todas las noches. Esa ventana daba directamente al cine clásico norteamericano de los años cuarenta, cincuenta y sesenta. No lo podía evitar, necesitaba vivir sus vidas con más ahínco que la mía y sentía una asombrosa debilidad por las películas en blanco y negro.

En aquella época vivía más de noche que de día. No es algo extraño para mí, pues ya desde pequeño la oscuridad producía un efecto magnético sobre mi imaginación. Con el tiempo, la espera para ir a dormir se fue alargando, a la vez que crecía la hora en el despertador. Noche tras noche vi cientos de películas. Fui un mujeriego empedernido. Pasé veladas encantadoras junto a Audrey Hepburn, Verónica Lake, Joan Fontaine o Ingrid Bergman. Y, como era de esperar, todas me dieron calabazas. Cada vez que eso ocurría, solía irme de copas con Humphrey Bogart. Sólo él me comprendía.

De alguna manera, se convirtió en un hábito. Me gustaba ver el salón iluminado por el gris acerado de la pantalla. Me gustaban los cruces de miradas, el doblaje antiguo, los sombreros y los sofisticados clubes al otro lado del cristal. Disfrutaba tomando un gin-tonic mientras James Stewart investigaba un asesinato en plena fiesta hitchcockniana. Poco a poco y sin darme cuenta empecé a necesitarlo. Empecé a sentirme parte de aquella realidad alternativa y a experimentar un poco de aprehensión hacia el mundo en color que me aguardaba a la mañana siguiente. Empecé a vivir en blanco y negro.

Y pensé que no sólo vivía en blanco y negro en sentido figurado, sino también en el real. Se me ocurrió que, de noche, ciertamente percibimos nuestro mundo en blanco y negro y deduje que de ahí venía mi amor por el cine clásico. Es un hecho que todo parece distinto entrada la madrugada, que se excitan los sentidos y los pensamientos se tornan agudos, inspirados y, en cierto modo, mágicos. A mí siempre me había gustado pasear en plena noche, bajo la luz mortecina de la luna. Quizás fuera el preludio de mi refugio cinematográfico. Tal vez, sólo hacía que pasearme por la pantalla de un viejo cine cerrado. En soledad, pero a gusto, ajeno al desierto de butacas vacías del otro lado.

Por supuesto que de vez en cuando me daba mis baños de luz. Sobre todo en el mar. Aunque también es cierto que prefería pasear por la orilla bajo las estrellas. Ahora me veo desde una de esas butacas polvorientas, con el cañón de luz atravesando el polvo en suspensión de la sala, y soy consciente de que vivía en una película. La única ventaja es que tan sólo yo era el protagonista.

Sin embargo, una noche, hace casi un año, salí de casa. Me vestí como lo hacían mis referentes. Elegí para la cita un abrigo gris cruzado –cómo no- de anchas solapas. Me puse guantes, cogí un paraguas y deseché el sombrero por considerarlo extravagante en exceso. Llegué pronto a mi destino y seguí contemplándome desde fuera. Pensé que tal vez ella no se presentaría y me dije que podría solucionarlo revolcándome en mi atractivo cinismo. Humphrey tenía respuestas para cualquier contingencia.

Dando vueltas al posible plantón, esperé unos minutos con mi cuerpo enmarcado en la puerta del edificio Metrópolis. Me imagine en formato panorámico –qué menos- y, en pleno travelling de aproximación, llegó ella. Con sus ojos se hizo la luz. Madrid se iluminó en plena noche y me coloreé al caminar a su lado. Bebimos un vino tinto de un rubí intenso. Las luces de las farolas eran amarillas. La llevé a caminar ante el mar más azul del mundo. Y descubrí en su mirada que no sólo había matices de gris.

Desde hace un año vivo en technicolor.