miércoles, 23 de febrero de 2011

La boina celestial.

En Madrid, como buenos chulapos, siempre salimos a la calle con boina. Nadie se libra, porque no hay manera. Y, ahora que lo pienso, “boina” me parece un término demasiado elegante. Un señor decía el otro día por la radio que el cielo estaba “lleno de mierda”. Quizás sea un comentario más mundano, aunque hablemos de territorio divino, pero también es más certero. Admito que me hubiera gustado que el señor en cuestión hablase de religión. Pues, entonces, podría divagar sobre los presuntos aspirantes a ciudadanos celestiales y su doble moral religiosa. Pero no, no hay dobles sentidos. No hay aspiraciones metafísicas. En verdad el cielo está lleno de mierda.

¿Y qué hacemos por evitarlo? Pues bien, hay varias medidas. La más inteligente la llevó a cabo Ana Botella -¿peras, manzanas… melones?- y consiste en trasladar los medidores de contaminación. Como vio que los datos en plena Gran Vía daban bastante miedo, decidió hacer las mediciones en los parques. (Por todos es sabido que los madrileños realizan el noventa por ciento de sus trayectos a través de los parques). En cualquier caso, no me meteré con ella. Su solución me parece muy española y hay que ser patriota. (Supongo).

Sin embargo, ni en los parques se obtienen datos medianamente aceptables. Así que llega Gallardón y aconseja utilizar el trasporte público. Él es así. Es más, es una de sus frases preferidas. “Cortes en el centro, utilice el trasporte público”. “Evento deportivo, utilice el trasporte público”. “Desfile del orgullo gay, utilice el trasporte publico” –aquí empiezo a no entender el consejo-. Y, próximamente, “Ataque nuclear, utilice el transporte público”. “Gripe A, utilice el transporte público”. Incluso: “Huelga de transportes, utilice el trasporte público”.

Tiene que ser genial haber encontrado la solución para todo. Es el sueño de cualquier político. Claro, que no cuenta con que el trasporte público trasforma trayectos de media hora en odiseas de dos. Tampoco se le ocurre que, lo que en coche –a pesar de la gasolina-, te cuesta un euro, al tercer cambio de Metro a Cercanías, anda por los siete. Luego está la comodidad, que no tiene precio. Aun así, hay un fallo en el razonamiento del alcalde; si tanto le gusta el trasporte público y le encantaría que los madrileños vendiesen el coche, ¿qué haría con el servicio de estacionamiento regulado? Sin las multas de los que no ponen ticket y las cuotas de los que pagan por aparcar en la calle no podría pagar el coche oficial…. ¡Y tendría que coger el trasporte público! No sé si lo habrá tenido en cuenta.

A lo mejor es que echo de menos mi Vespa, que se queda en Alicante. O es que me parece más cómodo poder ir andando a todas partes. Porque, admitámoslo, el trasporte público es algo insufrible. Algo que elige el que no puede ir en coche o en moto a dónde tenga que ir, sea por el motivo que sea. En realidad, contra la contaminación se impone un modelo de ciudad racional, de dimensiones contenidas y servicios adecuados. La masificación es incómoda y muchas veces la incomodidad se lleva mejor contaminando. Concienciar a la población es difícil si no se le ofrece una contrapartida a la altura de su sacrificio. No se lo digan a nadie, pero, de vez en cuando, echo de menos salir a la calle sin boina. Que me llegue el sol limpio. Lo dice un madrileño de nacimiento y alicantino de corazón.

(Del trasporte público en Alicante, ya hablaré otro día).

miércoles, 16 de febrero de 2011

Sin clase (política).

A la clase política se le presuponen unos adjetivos bastante sonrojantes. Si ustedes no tienen otra cosa que hacer, pueden preguntar por la calle a los ciudadanos de uno y otro color político. Ambos les dirán que los contrarios a sus preferencias son unos auténticos canallas. Si gustan de este tipo de experimentos y quieren profundizar –el masoquismo es libre-, pueden darles pie a que sigan con los calificativos. Entonces llegará la lista de chorizos, mangantes, corruptos, puteros, etc. Si me permiten elegir, prefiero la definición que escuché a una señora hace poco en la panadería: “Los políticos son como los funcionarios, pero sin oposición”.

El problema no es que los políticos sean impresentables, el problema es que sean políticos. Si Platón resucitase, quemaría “La república” y se replantearía aquello del gobierno de los más sabios. Los filósofos están dando clase a energúmenos indolentes en los institutos, no en el poder de ninguna nación. Será por eso que “utopía” también es de origen griego.

Lo grave del asunto es que a los políticos los eligen los ciudadanos. Esto es así. Y, si es usted un cínico, puede decirme, “¿Qué voy a hacer si sólo se presentan sinvergüenzas?”. No le faltará razón. Pero, así las cosas, todavía podrá decidir no votar al sinvergüenza de turno. Es decir, no dar apoyo suficiente a cualquier inconsciente para que haga lo que Aznar en su segunda legislatura. Hagámosles difícil gobernar. Obliguémosles a pactar, a entenderse a la fuerza. Y, si no son capaces, ya llegarán otros.

No podemos votar para que no gane el contrario. Esto no es fútbol, ni religión. La política no es cuestión de exaltados ni de fé. Es cuestión de sentido común. O por lo menos debería de serlo. Así pues, tenemos cierto poder y debemos utilizarlo. Debemos mostrar nuestro descontento, no dar por hecho que nos gobierna una panda de maleantes y decir “es lo que hay”. Si lo dejamos así, es lo que habrá. Lo queramos o no, nos lo habremos ganado nosotros. Estarán legitimados por nuestros votos.

Por eso, cuando veo a Berlusconi en las portadas y sobre su foto leo: “Prostitución de menores y cohecho”, no puedo dejar de asombrarme. ¿Cómo ha podido mantenerse tanto tiempo en el poder? Y la respuesta me asusta: “porque le han votado”. Y seguirán votándole.

Todo esto da qué pensar. A lo mejor quienes le votan quieren ser como él. Es posible que quieran acostarse con menores y mentir como bellacos. Puede que sus votantes entiendan que eso es vivir a lo grande. Tal vez esa sea su imagen del triunfo. Una vez más, los políticos no tienen la culpa.

Aquí, en España, de momento somos menos festivos. Tan sólo sale Camps de vez en cuando, a decir que se queda, que le mola su vida y que no se avergüenza de nada. Sabe que volverá a ganar con holgura. Porque estar imputado y presidir un territorio parece compatible –y hasta conveniente- desde hace un tiempo. Nos hemos acostumbrado a una clase política que no se avergüenza de sí misma, pero de la que deberíamos avergonzarnos todos los ciudadanos.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Perversiones estéticas.

Los que me conocen saben que peco de frívolo. Lo puedo decir sin ruborizarme porque, hoy en día, la frivolidad está tremendamente sobrevalorada y se confunde con otras cosas, como el gusto por lo bello. A nadie le escandalizaría que una persona prefiera lo bonito a lo feo, por lo menos a nadie con un mínimo de sentido común. Por supuesto hay muchas preferencias, pero la mayoría pertenecen a las perversiones sexuales de cada cual y prefiero no saberlas.

En consecuencia, cuando aludo a la necesidad de crear unos Tribunales de Salud Estética, no soy irónico por completo. Tal vez sólo sea un comentario más o menos ingenioso propio de una persona frívola como yo, pero no se escandalicen. Les adelanto que no voy a hablar de personas –aunque nadie quiera una pareja fea, por lo menos a priori-. La naturaleza es aleatoria y cada uno tiene el físico que tiene, por suerte o por desgracia. Y, al final, sólo es eso; físico, que no tiene nada que ver con lo que nos hace ser personas.

Sin embargo, como seres humanos, tenemos una percepción de lo bello y de lo armónico y, como tales, cometemos perversiones estéticas mucho más sonrojantes que las sexuales. Cuando estudié semiótica aprendí que el contexto es una parte muy importante del mensaje y que, de no concordar, se crean “monstruos” comunicativos. Pues bien, en el último viaje a mi ciudad, pensé en las casas de la playa.

Los alicantinos tenemos una costumbre que llama mucho la atención a los foráneos. Nos gusta veranear a once quilómetros de Alicante. Para ello tenemos la playa de San Juan, El Campello, Los Arenales del Sol, etc. Los madrileños, por ejemplo, nos dicen: “Pero si tenéis la playa en la ciudad”. Y nosotros solemos contestar: “Ya, pero no es lo mismo”. Y, efecto, no es lo mismo. A raíz de este gusto, cada vez más prohibitivo, nacieron las segundas viviendas. Y con ellas el desastre decorativo.

No hablo de las segundas viviendas de la gente rica, sino de aquellos apartamentos que nuestros padres y nuestros abuelos pudieron permitirse sin ser millonarios. Representan en nuestros recuerdos los días amarillos de verano, la playa y la sal, las siestas, las paellas, las primeras cervezas y las noches interminables. Pero nunca nos hemos parado a mirarlas bien, sin el cristal del cariño que les guardamos.

Precisamente por ser segundas viviendas de familias normales y corrientes –si es que eso existe-, el presupuesto se reduce notablemente frente a la vivienda principal. Ello hace que la premisa decorativa sea: “Lo que sobra en casa, para el apartamento/chalet”. El resultado es tremendo. Muchas veces los muebles originales son los que había en la casa principal, que se renovaron convenientemente. En otras ocasiones, los muebles son de la época, con frecuencia de los años sesenta, que no fueron un prodigio de diseño precisamente. Al estado primigenio tenemos que sumar decenas de adornos absurdos de comuniones, bautizos, bodas y, en casos glamurosos, entierros.

Podemos encontrar estanterías repletas de coleccionables junto al viejo tocadiscos que nadie sabe si funciona –porque tiraron los vinilos-. Los recuerdos de varios restaurantes –típico cacharro de barro- se juntan con la vajilla más horrenda del mundo, comprada cuando Carrefour era Pryca. Pero, si algo define a un apartamento de verano, es la terraza. Me encantan las terrazas de las primeras construcciones playeras, con sus amplios aleros y sus ventanales del suelo al techo. Las que construyen ahora parecen casas de protección oficial. Son edificaciones discordantes y tristes –y carísimas-.

En una de esas enormes terrazas vi lo que me faltaba por ver en materia de decoración veraniega. En clase de semiótica se hubieran llevado las manos a la cabeza. Me explico: imagínense el sol de mediodía iluminando una fachada de ladrillo amarillo frente a un mar que destellaba en mil reflejos. Sobre la pared, reluciendo ante el Mediterráneo, se alzaban orgullosas las cornamentas de seis o siete bichos variados. El efecto era increíble, desde luego.

No me costó trabajo imaginar la cara del pobre cazador –asesino de bichos variados- cuando quiso colgar sus trofeos en el salón de casa. “Llévalos al apartamento… Ni se te ocurra colgarlos dentro. En la terraza, si quieres. Y gracias que no los tiro”. Y, así, sin quererlo, se encaja una pieza más en el intrincado proceso decorativo de una segunda vivienda. No obstante, les confieso que disfruto con estos despropósitos. Tienen su encanto, por espontáneos. Disfruto de una manera casi morbosa de estos improvisados museos de los horrores. No sé si seré un frívolo por ello. Con un poco de suerte a lo mejor me ascienden a la categoría de persona extravagante, que siempre me ha parecido más aristocrática.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Hace cuatro meses estuve en El Cairo.

Hace cuatro meses estuve en El Cairo. Desde luego, como corresponsal no sirvo. Ni siquiera es una situación excepcional o que no hayan vivido miles de españoles todos los años. Pero, por alguna razón, sí lo es a nivel personal. Porque fue una ciudad que me impresionó de una forma extraña e irresistible y porque nada parecía delatar semejante movilización. La ciudad era un gigantesco caos, sin más. Un fascinante desastre que se mantenía en equilibrio por las múltiples fuerzas opuestas que la recorrían. Claro, que eso lo sé ahora.

Entonces sólo me quedé en el paisaje, por mucho que quisiera escaparme del recorrido turístico. Caminé ciego entre lo que estaba a punto de saltar. No era calma precisamente lo que sugería el panorama. No había termino medio entre la miseria y el lujo. Tan sólo una carretera separaba los bloques de pisos descarnados de las mansiones pertenecientes a la jerarquía política. Esa carretera era la misma que comunica la ciudad con el aeropuerto. Recuerdo que pensé lo adecuada que era para que los políticos huyesen cuando la gente se cansase de soportarlos. Pero, no, no soy ningún visionario. No fue más que un comentario ácido para hacerme el estupendo. Yo, desde luego, no lo vi venir.

Muchos dirán que sí. Que ellos ya lo sabían, que era evidente. Incluso los posmodernos, siempre resacosos, aludirán al paralelismo entre la imprenta, internet, la revolución francesa y esta pseudorevolución oriental. Y se comerán la cabeza creyéndose muy listos, mientras se excitan escuchando el sonido de su propia voz. Pero lo harán de cara a la galería, como todo lo que hacen, porque simplemente no les importa. Porque se quedan en lo superficial. Tal vez para ellos fuera una crisis evidente, por eso sólo han sabido ver los detalles evidentes.

Lo realmente grave es lo que subyace de todo el conflicto. Lo preocupante es el resultado. Que morirá gente se da por sentado; ya han encendido el contador. Que el país se verá al borde de la guerra civil es probable. Hasta ahora las manifestaciones habían sido relativamente pacíficas. Los enfrentamientos eran entre los ciudadanos y las fuerzas del orden. Pero ya han entrado escena los partidarios de Mubarak y, en este momento, los altercados se dan entre civiles, entre ciudadanos.

Y, para colmo, aparece Obama, premio Nobel de la paz (!!!), y dice que, como esto siga así, mandará al ejército. A estas alturas los diplomáticos de todo el mundo ya deberían de haberse suicidado, sino se han muerto de impotencia. La paz es asunto de militares. Qué cosas.

Por otro lado, está el peso cultural de Egipto. ¿Hasta que punto pertenece al mundo un país? ¿Sería más independiente si no tuviera semejante patrimonio? ¿Tenemos derecho a intervenir en los asuntos nacionales de otra nación? Es un asunto muy complejo. Podría decirse que su legado es patrimonio de la humanidad, pero tampoco se puede negar que sea propiedad del estado Egipcio.

La cultura, en todas sus manifestaciones, es la primera libertad que se suspende, porque a nadie le interesa. Porque genera un sentimiento de unidad, porque es el referente de un pasado común y de una identidad propia en la que cimentar el futuro. Los egipcios son conscientes de su riqueza, pero el Islam es iconoclasta y, desde los sectores más radicales –como en cualquier religión-, siempre se ha pretendido destruir la iconografía faraónica. No obstante, ni todos los egipcios son extremistas, ni todos son islámicos. También existe una importante minoría copta que ya sufrió un atentando las pasadas navidades en una iglesia de Alejandría.

Estos son los ingredientes. Si empezamos a pensar, todo resulta más complicado de lo que a simple vista percibimos. Sólo espero volver a decir algún día la frase con la que empezaba esta pequeña reflexión. “Hace cuatro meses estuve en El Cairo”. Y espero decirla con la misma fascinación que sentí en su momento.