miércoles, 31 de agosto de 2011

Al otro lado de la cara.

Siempre me han atraído las cosas inacabadas. Recuerdo un cuadro colgado en casa de mis abuelos. Quizá por su condición de obra sin terminar ocupa un discreto rincón del recibidor. Se trata de una pequeña acuarela sobre un papel tosco y amarillento rodeada por un sencillo marco de madera de haya. Supongo que no hay nada de extraordinario en ella. Tan sólo una figura humana ocupa el centro de la lámina: es un hombre, un labrador o tal vez un pastor, con pantalones verdes y chaleco ocre. Se le ve de pie, entero, y, mientras que las prendas están perfectamente definidas, las partes visibles de su cuerpo son apenas un trazo. A decir verdad parece un fantasma con ropa.

Es posible que esta última frase desvirtúe el efecto descriptivo, o por lo menos le reste seriedad y dramatismo. Pero es lo que se me ocurrió cuando tenía cinco años y es lo que sigo pensando cada vez que lo veo. Porque, hasta hace muy poco, me quedaba mirándolo durante minutos. Me perdía observando la pequeña pintura desde todos los ángulos posibles, desde todas las distancias. Es más, puede que hasta me mesase una inexistente barba, como un gafapasta en el Reina Sofía. No obstante, no estaba apreciando la fluidez del trazo, ni maravillándome por la necesaria precisión de la acuarela. Ni siquiera desentrañaba si el autor quiso retratar la desolación del medio rural en los años cuarenta y utilizarlo como metáfora y denuncia del desarrollismo venidero (!). No, no pensaba en chorradas de modernos, pensaba en mis chorradas, más concretamente en por qué no se llegó a terminar aquel cuadro. En si realmente sólo se quiso pintar la ropa y nada más sugerir el cuerpo. Y en si el retratado existió o sólo fue el fantasma que parece ser.

Por todo ello, hace unos meses me decidí a descolgarlo y, con cuidado, lo extraje del marco. Esperaba encontrar una anotación o el fragmento de otro dibujo en el envés del papel. Y, cuando conseguí sacar la lámina de su domicilio habitual, ante mí apareció la respuesta… Aunque todavía no consigo saber si tiene algún sentido. Porque sí había algo al otro lado de la pintura. Algo que no esperaba. Seguramente hubiera preferido un nombre, una fecha, o simplemente un tranquilizador espacio en blanco. Pero no fue eso lo que vi y, desde luego, no tuvo nada de tranquilizador.

Al otro lado de la cara que siempre había visto existía otra cara. Pero también otros pies y otras manos que, en este caso, carecían de vestimenta. Tan sólo flotaban en la misma posición que sus tenues gemelas, suspendidas en el papel, sin cuerpo desnudo o vestido que las uniera. Y, al contrario que las otras, estas extremidades estaban dibujadas con detalle. No había rastro de pintura, pero sí un dibujo complejo e intrincado que parecía dotar de volumen a cada parte. El rostro era el de un hombre de edad indefinida, esa edad que da la intemperie a los rasgos. Se podían distinguir perfectamente las arrugas, hasta las cicatrices, de la piel que cubría su mandíbula cuadrada, sus labios crueles o su nariz aguileña. Los ojos eran dos agujeros profundos, hundidos pero expresivos. Y las manos eran huesudas, delgadas y con las uñas demasiado largas. En cuanto a los pies, eran decepcionantemente normales –y menos mal-.

Creo que el tiempo que pasé observando la parte oculta del cuadro fue mayor que todo el que había pasado mirando la conocida. De hecho transcurrieron dos horas hasta que aparté mi vista del papel. Sé que puede parecer absurdo, pero sentí que aquel otro rostro, aquellas manos y aquellos pies no pertenecían al pastor o al labrador del otro lado. Además no era lo mismo mirar el cuadro colgado que tocar el papel con las yemas de los dedos. La experiencia provocaba desasosiego.

Aun así, sólo solté el papel cuando sentí que el latido de mi corazón era lo único audible en toda la casa. Me senté en el sofá y miré por la ventana el atardecer, con la luz del sol casi perpendicular a los cristales. Me hería los ojos, pero era mejor que mirar la cara del fantasma. Entonces se me ocurrió algo: tomé el papel de nuevo y caminé hacia la ventana. Después, lo puse sobre el cristal con el lado conocido hacia mí y enseguida la luz hizo el resto. Al iluminar el envés de la hoja, la cara, las manos y los pies huérfanos aparecieron en su sitio, se vistieron con la ropa de acuarela y cubrieron los débiles trazos de siempre. Muchos años después de enmarcarlo, aquel cuadro fue por fin terminado.

Nunca sabré si el autor lo creó así a propósito. Mi parte racional me dice que no, que simplemente son bocetos de estudio y que, quizás coloreó la ropa por un lado y luego, siguiendo la marca de la pintura, dibujó el resto por el otro. Es posible que quisiera practicar las prendas y las extremidades por separado. En cambio, mi parte irracional –una gran parte de mí- me dice otra cosa. Me dice que aquella pintura fue pensada para ser vista a contraluz.

Puedo imaginarme al pintor al saber que su cuadro nunca había sido visto como él quiso. Y se me ocurre que quizás existan miles de objetos familiares que ocultan su verdadero significado. De nada sirve intentar saber hasta qué punto está terminada cualquier cosa. Es posible que ninguna lo esté, pues nada suele colmar las expectativas de cuando la pensamos. Por eso siempre queda algo por hacer, esperando la perspectiva adecuada o la luz precisa.

De momento el cuadro continúa donde siempre, con su cabeza, pies y manos sólo sugeridos. (Y sin embargo latentes).

miércoles, 24 de agosto de 2011

Una forma muy cobarde de no reconocer la valentía.

La juventud es un estado estúpidamente reconfortante. Mientras uno la vive no duda en realizar una serie interminable de aseveraciones ufanas, de afirmaciones con vistas a la eternidad, que terminarán siendo lo único que pueden ser: temporales. También transitorias, eventuales, pasajeras, provisionales y todos los etcéteras que quieran. Porque está visto que, cuando uno es joven, cree que lo será para toda la vida. Y la única manera de conseguirlo es morirse cuanto antes.

Por motivos que no vienen al caso, desde hace cerca de un mes visito con regularidad un edificio público. Su función principal consiste en hospedar a ancianos que no pueden valerse por sí mismos. Lo curioso surge cuando ese honorable cometido se disfraza con cientos de eufemismos que se me antojan innecesarios. Porque no creo que estén haciendo nada malo, más bien todo lo contrario. Ni tratan con delincuentes, ni los torturan –por lo menos no abiertamente-, ni siquiera tienen un trabajo con una percepción social negativa. El problema es el tema en sí.

Me refiero a que los llaman “mayores”, no ancianos, lo que resulta bastante confuso. A mí mismo me regalaron una tarjeta que ponía “Enhorabuena, ya eres mayor” cuando cumplí los dieciocho. ¿Debería por tanto preocuparme? Además, siguiendo con el eufemismo, el sitio en cuestión no es un asilo, es un “centro de mayores”, claro. Y así con todo cuanto se les ocurra.

La razón para utilizar eufemismos es tomar distancia con la realidad. La razón para tomar distancia con la realidad es que muchos llegaremos a vivirla. El ser humano tiene esos métodos de autodefensa absurdos. Qué le vamos a hacer. Seguramente al utilizar ese otro término más amable –de puro confuso- llegamos a creer que las cosas serán mejores de lo que parecen. Porque al final todo trata de eso; de creer. De creer primero que siempre serás joven, de creer luego que no eres un anciano, sino una persona mayor y de creer al final que vivirás eternamente Dios sabe dónde –Él sabrá-. Tres idioteces.

Y no son tres idioteces porque nos las creamos, sino porque son ideas tan estúpidas que dudamos de las tres. La primera es de la que menos se duda, la segunda se va desmoronando y la tercera es quizás la que más dudas ha planteado al ser humano en toda su historia. No somos buenos ni siquiera para fabricarnos chorradas reconfortantes que sean lo suficientemente verosímiles. Así pasamos los años muertos de miedo por lo que vendrá, en lugar de disfrutar de lo que viene. Y cuando ya ha ocurrido, nos aferramos al pasado hasta que se nos rompen las uñas y dejamos la memoria rasgada al intentar llevárnosla con nosotros.

La vida es una cuenta atrás contada hacia adelante. Cuando llegamos al final sólo nos queda lo que hemos sido. Y no pasa nada si lo que hemos sido nos deja la conciencia tranquila, si nos hace sonreír o sentirnos orgullosos. No deberíamos fabricar eufemismos para el futuro, dándolo por malo sólo por su cercanía a la muerte. El deterioro y no la muerte es el problema, por eso cada uno debería de ser libre para morir cuando considerase oportuno. Si se quiere luchar, que se luche. Pero si alguien quiere rendirse, que no lo llamen rendirse, que lo llamen descansar. Porque esos momentos terribles que le obligarán a vivir también serán parte de él, una parte para la que sí serán necesarios los eufemismos.

Y es que al final la vida es lo único que nos queda. Y cuando ni la vida nos queda, todavía tenemos la muerte. Somos dueños de las dos, no Dios ni el estado de turno, sino nosotros mismos. Cada uno de nosotros. No debemos pensar en juicios finales, sino en juicios personales. No por no llamar a las cosas por su nombre cambiamos su esencia. La medicina paliativa no sana, pero sí cura. Y no pasa nada por ser anciano, no hace falta desproveernos de nuestra condición para exigir el respeto que merecemos. Llamar a las cosas por su nombre es una buena forma de enfrentarnos a ellas y salir airosos.

El resto es ceguera inducida. Una forma muy cobarde de no reconocer la valentía.

miércoles, 17 de agosto de 2011

El Parque del Perdón.

¿Qué opinarían de alguien que les hace sentir culpables por llevar a cabo actos que no hacen daño a nadie y que además les proporcionan felicidad? Seguramente no querrían tener nada que ver con este señor o señora tan desagradable, chantajista y amargado. Y nadie les culparía. Es más, probablemente cualquier amigo que les quiera bien, no dudaría en decirles: “No te preocupes, hombre, si has hecho lo que debías, peor para él”. Eso si no optaba por el “Demasiado has aguantado ya, que se joda y se busque a otro”. Es lo lógico, lo natural. Pues bien, si ustedes también piensan así, deberían advertir a sus amigos creyentes de que Dios no les conviene.

Yo nací ateo y no soy quien para recomendar o dejar de recomendar compañías que desconozco, pero sí sé discernir entre el bien y el mal. Y muchas de las cosas que la Iglesia considera reprobables son intrínsecas a la naturaleza del ser humano. Y no sólo eso, sino que tratar de reprimirlas o de negarlas puede resultar tremendamente perjudicial, aparte de absurdo, estúpido y sectario. Uno no puede ir a África y decir que Dios no quiere que usen el preservativo. No, claro que no, lo que Dios quiere es que copuléis como locos, os contagiéis el sida y la hepatitis y tengáis hijos seropositivos. Debe ser que Dios se siente muy sólo ahí arriba y necesita compañía, porque, si no, no se entiende.

Y esto es sólo un ejemplo, por no hablar de la homosexualidad. Está claro que la Iglesia ya no consigue que muchos homosexuales culpabilizados elijan la casta vida sacerdotal para salvar su alma. Quizás porque no han hecho nada malo, o porque no es su alma la que está podrida. Quizás porque sea mucho más moral vivir de acuerdo a uno mismo que malvivir escondido negando tu propia identidad. Pero hay que tener en cuenta que hasta hace bien poco la moral era potestad de las religiones. Y era una moral muy rara. Más si cabe teniendo en cuenta la cantidad de curas homosexuales cuyas conductas fueron silenciadas durante décadas por la alta jerarquía vaticana.

Ahora, no se preocupen ustedes. La salvación está al alcance de todos, sólo hay que pasar por el aro. Porque, aunque no lo crean, la Iglesia consiguió domesticar -¿castrar sería muy fuerte?- al mismísimo Dios del Antiguo Testamento, al de las siete plagas, al que se cargaba a los primogénitos y al que ahogo a la humanidad menos a Noe, familia y mascotas. Y convirtió a ese Dios tan marchoso en un jubilado venerable y bondadoso, como quien convierte a Chuck Norris en James Stewart. Si lo hicieron con su jefe, qué no harían con nosotros. Por eso poca gente entiende que ese dios tan bueno mate gente inocente en cantidades desproporcionadas, gente de todas las edades, con hijos, padres, pareja y responsabilidades. Gente que merecería vivir. Da igual, ellos lo arreglan con: “Forma parte del plan de Dios, sus caminos son inescrutables”. De tan inescrutables que son, hay quien diría que no tiene muchas luces.

Porque quieren que creamos en un Dios que no es el lógico. Yo no creo, de acuerdo, pero puedo entender la necesidad de un ente superior que dé sentido a todo lo inexplicable. Igualmente entiendo que, precisamente por ser inexplicable, la Iglesia carece de la verdad absoluta. Pues esa es la magia de lo espiritual; su espíritu, que sólo puede pertenecer a cada uno. No es justo que se monopolice desde fuera. El perdón, la paz y la limpieza de conciencia están en cada persona. No hay que preocuparse si se sabe distinguir el bien del mal y no hay cuentas que rendir con uno mismo. Los demás, los que se sientan culpables por ser humanos y quieran formar parte del rebaño, tienen un montón de hierba en el Parque del Retiro –ahora Parque del Perdón-, bajo la madera de doscientos confesionarios ocupados por doscientos curas. Entre las ofertas destacadas, esta semana –la semana fantástica- está gratis el aborto, pero sólo esta semana, no pierdan la ocasión.

miércoles, 10 de agosto de 2011

De Madrid al Cielo.

Imaginen que llega a su ciudad una estrella mediática de primera fila. Es un tipo excéntrico, con extraños estilismos, gustos carísimos y, probablemente, el mayor patrimonio artístico y económico del mundo. Mueve a mucha gente, aunque no a toda la que le gustaría y no tanta como en otras épocas. Pero no hay duda; es un tipo ofensivamente rico que se cree en posesión de la verdad absoluta y actúa en consecuencia. La revista Esquire lo eligió como uno de los hombres con más estilo del planeta y sus zapatos rojos de Prada causaron sensación. En resumen, la típica megaestrella.

Ahora, si les quedan ganas, imaginen que el tipo en cuestión les importa un bledo. Incluso es posible que sientan hacia él cierta animadversión, mezcla de hastío y rechazo. Además, por culpa de su actuación, la ciudad en la que ustedes viven sufrirá continuos cortes de tráfico, cuando no el uso y el abuso de espacios públicos por parte del aludido y sus enfervorecidos fans. Porque esa es otra; miles de fanáticos ávidos de su ídolo particular inundarán las tranquilas calles estivales. Todos ellos ataviados con las camisetas y los símbolos del evento colapsarán el transporte público y sus bares y restaurantes favoritos. Asimismo, al igual que su admirado personaje, también se creen en posesión de la verdad absoluta. Algunos, los más redundantes, lo llama la Verdadera Verdad. Y lo escriben así, con mayúscula. No tienen mesura.

Pero sigamos imaginando. Imaginemos que el tipo no paga un duro a nadie. Es más, su presencia requiere escenarios de diseño en los lugares más representativos de una gran capital europea. Pero a él le sale gratis, es el Estado quien paga. Bueno, a decir verdad el Estado paga la mitad, porque el tipo tiene patrocinadores. Patrocinadores importantes, como Telefónica, Bankia o el Corte Inglés. Pero no son tontos, claro, porque los beneficios fiscales podrían llegar al 80% de su aportación. Es decir, esta gira que, no sólo les importa un bledo sino que incluso les molesta, la pagan ustedes, quieran asistir a las actuaciones o no. Eso es igual. Y, por si fuera poco, a los todos fans se les rebaja un 50% el billete de metro. A ustedes, que pagan la fiesta, no. Y si es usted turista, pero no fan del tipo, el abono que a ellos les cuesta diez euros le saldrá por cincuenta. Cosas del favor divino… Porque saben de sobra de quien hablo. No, no es Lady Gaga.

En efecto, se trata del vicario de Dios en la tierra. La única persona que no puede equivocarse, literalmente, desde 1870, cuando decidieron que era infalible. Ya quisieran muchos políticos, como también quisieran una finca privada en pleno centro de Roma, toda ella llena de obras de arte, metales preciosos y edificios patrimonio de la humanidad. Ni Berlusconi, oigan, y miren que lo ha intentado. Pues bien, se ve que la crisis no entiende de espiritualidad. Entiende de recursos sociales cancelados, de obras públicas paralizadas y de servicios deficientes. Entiende de muchas cosas, pero con la vida eterna no se juega. La crisis tampoco entiende del voto de pobreza, no ya en el Vaticano, sino en el ayuntamiento más endeudado de España.

En fin, supongo que muchas personas son conscientes de la imposibilidad de comprar una casa, al menos en esta vida, y están asegurándose una parcelita en el Cielo. Me parece lícito. Hagan méritos, señores, Ratzinger proveerá. Vaya usted a saber qué, pero proveerá.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Las elecciones del humor.

Adoro el sentido del humor. No me importa reconocer que lo valoro muy por encima del sentido común, que suele ser mucho más aburrido. Así me reconcilio con la vida, el mundo y hasta la política, porque la fecha de las elecciones generales me parece la mayor genialidad en la historia de la democracia. Me imagino a los socialistas reunidos, con Rubalcaba a la cabeza, ya ansioso por el sillón del presidente. Tal vez se sentó encima de él al entrar, obviando a su ocupante: “Perdona, José Luís, casi te aplasto, de verdad que no te había visto”.

Después del incidente, la reunión trascurrió con normalidad. Zapatero intentó hablar, pero Rubalcaba habló más fuerte. No pudieron evitar hacer algún que otro chiste con Camps, pues siempre mola recrearse en el ridículo ajeno. Y con las risas y el ambiente distendido debió surgir la idea: “¿Al final vamos a convocar elecciones anticipadas?”. “Sí, total va a dar igual…”. ¿Y en qué día caen los domingos?

Entonces a alguien se le encendió la bombillita: “Pues el 20 de noviembre cae en domingo”. Un silencio denso cubrió a los asistentes como un alud de nieve. Unos cuantos, los más cobardes, se refugiaron tras los papeles que tenían sobre la mesa sin leer nada, otros se miraron entre sí, a los más cercanos o a los más alejados. Y entre ellos empezaron a surgir ligeras sonrisas apenas perceptibles. Nadie era capaz de pronunciarse al respecto, porque nadie sabía si se trataba de una broma o de una sugerencia seria. Ni siquiera el que lo sugirió.

Se produjo un tenso conflicto entre el sentido común y el sentido del humor. Esos segundos se alargaron como horas y las sonrientes comisuras labiales empezaron a temblar por la espera. Se escuchó el aire acondicionado y luego un carraspeo. El carraspeo fue definitivo -siempre lo es- porque los demás lo vieron como una preparación para tomar la palabra y todos quisieron hablar en primer lugar. Así pues, fuera o no un carraspeo preparatorio, otro se lanzó con un comentario prudente y poco comprometedor –todavía no estaba claro-: “Podría ser interesante”. Y lo disfrazó de sentido común: “¿Cómo creéis que influiría esa fecha en los votantes?” Después ya no hubo marcha atrás.

Me gustaría pensar que ocurrió así. Aunque, bien mirado, me asusta que los compañeros del Presidente del Gobierno elijan esa fecha para perder de vista a su jefe. Es de mal gusto, pero muy divertido. Por otro lado, yo también me pregunto qué efecto tendrá la fecha sobre el resultado. A priori diría que ninguno, porque la derecha vota compulsivamente. Da igual quién esté, da igual lo que diga; los votantes del PP votan aunque el candidato sea Copito de Nieve –que en paz descanse- y esté imputado por tropecientos delitos. Eso se llama lealtad, por no decir otra cosa. En cambio, los votantes de izquierda son variopintos; unos votan, otros no, otros votan a partidos minoritarios, otros –muchos- están de resaca y los que quedan tienen verdadera conciencia política y no se sienten representados por nadie –ni por un Copito corrupto ni por otro menos simiesco y más honrado-.

Sea como fuere, mi carácter frívolo agradece la fecha: Murió Franco y, aunque me pese, morirá el socialismo el mismo día. “Hay que tener cojones”, decía un señor en la cola del supermercado. Estoy de acuerdo, aunque no sé si es valentía o imprudencia. Por lo menos no es un homenaje, más bien es cachondeo, que para eso estamos en España.