miércoles, 26 de octubre de 2011

Nuestros coches funcionan con sangre.

Sé que hablo a toro pasado, con el tema enterrado –literalmente-, pero tal vez sea mejor que en el mismo momento, con tanta sangre. Porque así lo vimos todos; cubierto de sangre en mitad de una turba. Una turba que ahora llaman Consejo de Transición. Y no se equivoquen, no es que Gadafi me importe lo más mínimo. Más bien al contrario; soy de la opinión de que hay vidas más valiosas que otras, pero me pueden las formas. Llámenme frívolo o superficial, si quieren, y aun así seguiré diciendo que las formas definen el contenido.

Porque yo no vi democracia por ninguna parte. Si acaso un puñado de exaltados violentos y sucios torturando a un desgraciado. Que este desgraciado en concreto sea un malnacido no es la cuestión, la cuestión es que el desgraciado era el Jefe del Estado y, como tal, tendría que haber sido juzgado. Muchos de ustedes dirán que era un genocida, un prepotente y un fantasmón de gran calibre, y tendrán razón, pero tampoco podrán negar que murió como vivió; con el beneplácito de la comunidad internacional. La única diferencia estriba en que antes era él quien tenía el petróleo y ahora lo gestiona el bando rebelde, probablemente a mejor precio.

Ir más allá de lo económico para buscar una justificación a la guerra libia sería un brillante ejercicio de cinismo. Porque, siguiendo con los toros pasados, a las revoluciones de Túnez, Egipto y Siria asistimos desde la barrera. Puede que pidiéramos alguna oreja, pero nunca el toro entero. Y aquí sí. En mitad de una crisis que nos tiene al borde del rescate, decidimos mandar unos cuantos aviones, barquitos y soldados para jugar a la guerra. Los demás países también, con bochornosa actuación, por cierto. Si no hubiera petróleo de por medio, diría que fueron una especie de maniobras realistas, por si toca entrar en Irán pasado mañana.

Sea como fuere, la masacre que todos calificaron de intervención y que iba a durar quince días todavía no ha terminado. Después de que la OTAN se cargase a unos cuantos civiles cobijada por una campaña de desinformación total, los muertos entre el bando rebelde oscilan entre los 10.000 y los 20.000. En el otro bando, como suele suceder cuando unos ganan y otros pierden, ni se sabe. Pero no pasa nada, queda lejos. No somos conscientes de que ya llenamos el depósito del coche con sangre. Es más, ya lo hacíamos cuando nuestros políticos se daban codazos por hacerse fotos con Gadafi -no le niego cierto atractivo bizarro-, cuando Gallardón le entregaba la llave de oro de Madrid, cuando le reían las gracias y, más aun, cuando se silenciaba su política de represión y tortura. Pero ahora será peor.

Será peor porque hemos apoyado a una jauría de extremistas militarizados. Será peor porque se impondrá un control religioso sobre la política y una represión bestial contra los que fueron partidarios del ex dictador. Será peor porque los habremos aupado nosotros desde el principio y tendremos que tragarnos todo lo que venga, con sus verdades incómodas y sus muertos a cuestas. Pero, sobre todo, será peor porque no podremos decir que no se veía venir. No podremos negar que asesinaron a Gadafi porque tenía información sobre sus enemigos, información vergonzosa de cuando lo traicionaron estando a sus órdenes. En definitiva, no podremos asegurar que una democracia era posible sin justicia.

Y no nos engañemos, esto no va a ser una transición, sino un cambio de poderes. Yo no soy partidario de que los criminales de guerra mueran plácidamente en la impunidad de sus hogares. Eso ya lo hicimos en España y todavía siguen las heridas abiertas, todavía siguen los odios vigentes. La sed de venganza es comprensible y la justicia es necesaria, para los agraviados y para los asesinos, para poder construir un país desde cero. También lo es para dejar bien claro lo que se puede y lo que no se puede hacer, para consolidar la fuerza de las instituciones y para demostrar que el Estado siempre está por encima de sus dirigentes. Pero en este caso no ha habido ningún juicio; los nuevos mandamases libios han enseñado a su pueblo que la justicia es una muchedumbre y un buen linchamiento.

Bien mirado, no me parece tan mal. Que se atengan a las consecuencias cuando oigan los gritos tras la puerta de su casa. Y cuando vean el flamear de las antorchas y escuchen el silbido de las balas, que no pidan ayuda a la OTAN. Porque ya estaremos ayudando a los de fuera, a los que gritan, a los que torturan, a los que nos venden el petróleo un poquito más barato.

miércoles, 19 de octubre de 2011

A la cuarta, va la vencida.

Debía de tener cinco años la primera vez que soñé con aquel patio interior. Era el de la casa de mis padres, en Madrid. En el sueño, me acercaba poco a poco a la enorme ventana y me dejaba bañar por la claridad del amanecer. Era una luz acerada que hasta parecía oler a metal. A través de los cristales se veía la persiana cerrada de la ventana de enfrente, enmarcada por el muro de ladrillo ocre. Estaba en el quinto y último piso, no necesitaba asomarme para ver el cielo. Pero me asomé.

Abrí con cuidado la ventana y me subí a un taburete de plástico azul que existió, pero que nunca estuvo en aquel dormitorio. Nada más auparme, me puse de puntillas y apoyé el pecho sombre el alfeizar. Enseguida pude levantarme a pulso sobre los brazos y subir las piernas, hasta quedar completamente sentado, de medio lado, sobre el hueco de la ventana. El abismo comenzaba donde terminaban los dedos de mi mano.

Durante aquellos minutos interminables, la luz no cambio tan rápidamente como suele ocurrir. No había viento, ni voces o ruidos, tan sólo una calma densa y fría, con el tiempo detenido en un presente continuo. Entonces miré hacia abajo y vi el fondo del patio, con las losas de cerámica roja y unas pocas plantas moribundas que todavía siguen muriéndose hoy en día. Y salté.

La aceleración fue brutal. Mi cuerpo caía sin dejarme tomar aire. Creo que no llegué a gritar cuando me di cuenta de que, a pesar de la caída, el suelo permanecía a la misma distancia. Y, de pronto, nada más haberlo pensado, el pavimento pareció subir hacia mí a la misma velocidad con la que yo descendía. Sé que el suelo no podía acercarse, es más; ni siquiera en el sueño era posible. En ese momento sí grité y me desperté, incorporándome bruscamente en la cama. Era verano y estaba en Campello, en el chalet de mis abuelos. Aquel fue el primer sueño cuya verosimilitud me sorprendió. Después lo soñé otra vez más, muchos años después, ya en la casa de Alicante, que no tenía ningún patio interior. En aquella ocasión, los detalles fueron los mismos y la realidad percibida también. Desde entonces no he vuelto a soñarlo.

En eso pensaba esta misma mañana, cuando me he despertado sin saber muy bien si anoche soñé o viví otro extraño episodio en ese mismo patio. En estas circunstancias, siempre me planteo la autocensura, hasta que descubro que mis comportamientos son tan censurables como los de la mayoría. No tengo perversiones sofisticadas, ni siquiera especialmente reprobables o repugnantes. Soy un tipo sencillo y, cómo tal, me pierde la curiosidad. Además, no es la primera vez que les hablo de mis vecinos; un vecino es un ser molesto por definición, pero también es un arquetipo, un desconocido aséptico cuyos ruidos se nos presentan para dar cuenta de su intimidad más oculta. Y eso me puede, si no, no habría estudiado periodismo, claro.

En cualquier caso hoy no hablaré de mis vecinos de enfrente. A ellos es más fácil verlos como en una película, casi como un simple fotograma –uno por ventana-, unas veces nítido y otras velado. Pero los vecinos de al lado se sienten como algo próximo, hasta propio si me apuran. Son un contexto palpable, cercano, y por eso son más íntimos que el cine. Son como la radio o cómo un cómic. Sus sonidos en la noche llegan a nuestros oídos como si portáramos cascos y sus ventanas en el patio interior semejan viñetas hiperrealistas. Aunque no lo queramos, nos pertenecen y les pertenecemos. Por más que lo neguemos y pese a que nunca lleguemos a cruzar una palabra, nos pertenecemos. Nuestra relación es mutua y nuestra aparente indiferencia, también.

Desde hace unos meses, cerca de la medianoche, me desvelaban unos sonidos muy característicos. Se trataba de cuatro golpes espaciados, ni más ni menos. Cuatro caídas del mismo objeto, o de objetos similares, algo hueco y de plástico duro. Al principio me exasperaba, pero con el tiempo fui acostumbrándome a su presencia en mitad de la negrura. Incluso empecé a agudizar el oído, a contar su número y a aventurar el por qué de su reiteración.

Pues bien, ayer estaba levantado cuando escuché el primer golpe. Sabía que luego llegarían los demás, así que saque la cabeza por la rendija que dejaba la persiana –una guillotina sobre mi cuello- y examiné las luces encendidas. Eran pocas, por lo que no me costó encontrar lo que buscaba: dos pisos por debajo del mí, tras los ventanales de una cocina, un anciano se tambaleaba apoyándose en la encimera. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se dirigió hacia el extremo más alejado de la cocina, junto a la puerta de entrada. Allí me era imposible ver su cabeza, sólo sus piernas, su cuerpo y sus brazos y, en su mano, un bote de plástico blanco.

Sin previo aviso, comenzó a balancear el brazo del bote, adelante y atrás, suavemente, hasta que alcanzó la inercia precisa. Después lanzó el objeto hasta una papelera previamente destapada que se encontraba próxima a mi posición. Y no encestó. Tampoco pareció molestarse por su falta de pericia, al fin y al cabo no era más que el segundo intento. “El segundo intento”, pensé. Siempre eran cuatro, sin variación posible. Se me antojó extraño, pero sólo me quedaba esperar para confirmar mi teoría. De nuevo, lo vi tambalearse hasta la papelera, recoger el bote y regresar al sitio de lanzamiento. Lo vi lanzar y fallar una vez más y lo vi repetir el proceso y acertar. A la cuarta, claro.

Ese hecho, tan esperado como sorpresivo, me hizo cuestionarme hasta qué punto los fallos eran tales. Parecía más bien un ritual cuidadosamente practicado y de gran precisión –es difícil acertar-. No dejaba de ser extraño que siempre errase los tres primeros intentos y que siempre acertara a la cuarta. Tenía que ser intencionado, pero al mismo tiempo tenía que ser fruto de años de ensayo. Un ensayo según el cual eran necesarios tres errores para conseguir el éxito.

Imaginen que por una vez, un día cualquiera, fallase el cuarto intento. ¿Cuál sería su reacción?

miércoles, 12 de octubre de 2011

La magia del cine.

La memoria es toda una sala de cine a nuestro alcance. Podemos sentarnos solos en una de los centenares de butacas vacías. Podemos sentir el terciopelo usado de la tapicería, posar nuestros brazos sobre los del sillón y esperar a que se encienda la pantalla. Y ya, por poder, podemos escuchar el sonido del proyector en el silencio negro y ver las partículas de polvo en suspensión, al ser heridas por el haz de nuestros recuerdos. Podemos hacerlo todo, podemos acomodarnos en nuestra imaginación y dejarnos llevar sin saber qué parte es memoria y cuál invención.

En mitad de esta sala es posible sentir corrientes de aire frio en los tobillos. Son fugaces, leves, pero reiteradas. Al principio cuesta apercibirse, pero, una vez sentidas, se reconocen sin dudar. Como también se reconoce esa sensación de ser observado. Al fin y al cabo estamos rodeados de penumbra y asientos vacíos. Y hay pocas cosas más inquietantes que un asiento vacío, porque va contra su propia naturaleza, que es la de estar ocupado. Los hay que piensan en monstruos grotescos de ojos rojos. Yo, sinceramente, no veo a semejantes bichejos sucios plácidamente sentados, sólo esperando. Sólo para inquietar.

En mi sala, los monstruos que me acompañan son mi posibles “yos”. Todos aquellos Nachos que pudieron ser y no fueron. Los mismos que, por una decisión aparentemente banal o por otra realmente importante, dejaron de ser posibles. Ellos sí saben esperar, pues es lo que llevan haciendo desde que pudieron ser y es lo que harán hasta que yo muera. Entonces estarán a la altura de mi yo real, porque dejaré de ser y ya no podré existir. Quizá entonces se cobren su venganza y vengan a exigirme explicaciones. Puede que también a robarme las experiencias que fueron vitales, a despojarme de lo que me hizo ser más real que ellos. Pero, hasta entonces, tendrán que ver la película pacientemente. En cualquier caso, a ellos no les importa qué parte es imaginación y cuál recuerdo. A mí, cada vez menos.

(Bien mirado son mejores compañeros que los monstruos hediondos y horribles. Seguro que aquellos devoran palomitas con la boca abierta –su boca llena de sarro-).

De nuevo vuelvo a sentir la ráfaga de aire y no puedo evitar girarme para encontrarme con nadie. Butacas vacías y esa corriente fría en los tobillos. Un escalofrío me sube por la nuca y un pensamiento me revela el miedo real a mis dobles imposibles: no soportaría que alguno de ellos fuese mejor que yo. Uno siempre espera ser la mejor opción. Sería terrible reconocer un triunfo o una felicidad mayor en otro cuyo tiempo ya pasó. No creo que pudiera aguantarle la mirada; su reproche. Su legitimidad frente a mi existencia sería incontestable.

Menos mal que ya empieza esa ridícula cuenta atrás sobre la pantalla blanca. Al principio se hace necesario entornar los ojos y, al llegar al cero, no hay trailers. Tampoco principio ni final, sólo un instante perdido en mi pasado. En este cine se pueden oler las tostadas y el zumo de naranja de una mañana estival. También puede sentirse el sol a través de la ropa y el frio o la humedad de unas sábanas de invierno. El doblaje es genial: mis abuelos hablan como mis abuelos y mis amigos se imitan perfectamente. Su actuación es impecable. Puede ser un recuerdo, sin duda. Pero, sin duda, puede no serlo.

La sensación se acrecienta cuanto más perdido sea el recuerdo. Golpea su rotundidad, su certeza, aunque no podamos saber qué pasó antes ni después. Entonces parece un cuadro en movimiento y la intensidad de sus sonidos, olores y colores es abrumadora. En ese instante de ese momento antiguo me giro y veo la sala llena. Cientos de personas. Y mi cara en todas ellas y mis manos junto a mis manos en las butacas contiguas. No me prestan atención. La luz parece hipnotizarles. Cada uno en su edad: muchos tienen la misma, otros distinta. Hay bebés, niños, adolescentes, hombres... Incluso ancianos. Sus ropas son dispares, sus peinados, hasta las arrugas de los mayores parecen difererir en su recorrido. No se mueven, intentan encontrarse en mis recuerdos, experimentar lo que pudo ser suyo o atrapar el momento en el que su existencia se hizo imposible. Intentan vivir, como lo intentamos todos, hasta que se funde la pantalla. Si mi memoria se apaga, ellos dejan de existir. Es la magia del cine.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Puro ritmo.


A veces empiezo a escribir atendiendo tan sólo a la lenta cadencia de las palabras –puro ritmo-. Es como tomar el diccionario con las dos manos, sujetarlo por encima de la cabeza y agitarlo con fuerza, con mucha fuerza. Luego, con un viejo cortaplumas cromado, heriremos la tapa y empezarán a derramarse letras. El secreto está en contener la hemorragia, en no dejar que se desborden el “amor”, el “placer” o la “belleza”, pues siempre tienden a eso, a desbordarse. Pero tampoco descuidar los malditos adverbios acabados en “mente”, ni la “idiosincrasia”, ni el “consenso”, ni el “género”, ni la “crisis”, ni todas esas palabras de moda. Esas palabras que, de tanto oírlas, empezamos a repetirlas hasta cuando no vienen a cuento. Porque al fin y al cabo todo acaba siendo un cuento.

Por eso parece mejor el ritmo, la musicalidad. No se le presupone sentido. Poco importa que todo el texto sea un absurdo mayor, tanto mejor en efecto. Por lo menos se podrá leer en voz alta sin que sobrevenga la náusea habitual. Porque desde hace un tiempo, tengo la impresión que el miedo a hablar en público no nace de la inseguridad y los nervios, sino de la absoluta certeza de que se va a hablar en vano. De que todo cuanto se dirá será vacío, el paraíso de los lugares comunes, el infierno más común a todos los lugares. Así y todo, no se preocupen, la audiencia ya está acostumbrada. Es más, serán compresivos, sobre todo aquellos que ya hablaron una vez y que desde entonces siguen hablando sin decir nada. Incluso puede que se acerquen a felicitarles tras su intervención –la palmadita en el hombro-. A cambio sólo les pedirán su alma y que su discurso siga yermo de sentido.

Porque todo se basa en la convención. Hasta el mismísimo diccionario que sigue desangrándose sobre mi escritorio –cuánta tinta y qué negra-. Somos así, vulgares, homogéneos y aburridos. Nos da tranquilidad la rutina y estabilidad la inactividad. No somos conscientes de que el equilibrio está en el movimiento, en la tensión y hasta en el vértigo. Si no, jamás existirían las cosas más maravillosas; las bicicletas, las motos, el sexo, el amor, el vino y hasta el universo. Por más que nos lo quieran ocultar, nosotros mismos somos movimiento. Por más que se nos olvide, fue tan importante aprender a andar como aprender a hablar. Por más que lo obviemos, hasta parados somos movimiento. Nuestro corazón también orbita alrededor del sol. Somos parte de todo y todo se mueve, se tensa y da vértigo.

Y  casi todo lo que da vértigo termina por ser adictivo, desde enamorarse hasta saltar de un acantilado. Porque el vértigo es una de las formas de la curiosidad, es una manera fisiológica de advertir del peligro y es, en definitiva, otra forma más de sentirnos vivos. Ustedes ya serán libres de decidir si quieren seguir adelante, si quieren apuñalar diccionarios y hacer un sacrificio rítmico –quizá den a luz un poema-. No se preocupen por el sentido, porque la tinta va buscando su cauce y las palabras terminan por ordenarse. Poco a poco dejaran de depender de la aliteración y la homofonía y se entregarán a la lujuria de la rima, que al final es lo más resultón. No se atormenten, las apariencias también son importantes, aunque en la tele se empeñen en decir que no y siempre lo diga gente guapa. Hagan pues un bello texto con la sangre de su idioma y luego búsquense en ese sinsentido que ha emborronado el folio. Seguramente, en mitad del absurdo, les guiñe un ojo aquella persona que siempre quisieron ser. Porque sigue dentro de cada uno de ustedes, esperando, latiendo, tamborileando con los dedos en las paredes de sus cráneos. Sólo espera a que la dejen salir. En realidad es algo más que puro ritmo.