miércoles, 25 de enero de 2012

El alma atragantada.

Hoy vuelvo a escribir sobre la misma mesa que más horas me ha visto escribir. También sobre el mismo teclado del mismo ordenador. Y me da miedo dar tanto poder a las cosas, creer que influyen sobre mi estado de ánimo, sobre mi creatividad –sea eso lo que sea-, o sobre mi agilidad de juntaletras. Aquí encima, en esta misma posición, rodeado de cientos de trastos acumulados durante la infancia y la adolescencia, escribí esa novela que no me atrevo a revisar. Pero también estudié, garabateé mis primeros poemas y dibujé con plastidecor casas en las que quería vivir de mayor. Ahora lo veo bien; esto es un santuario. Y perdonen si me pongo místico, pero los lugares son lo que en ellos se ha vivido. No digo que se impregnen de ningún tipo de energía psíquica, sino que las personas están inseparablemente unidas a sus entornos, y cuanto más íntimos, más profunda es la unión. Prestamos alma a lo inerte.

Por eso aquí se me viene la vida encima. No la vida que me queda, sino la que fue, que es la que importa, la que me hace ser quien soy, la que me ha traído hasta aquí de nuevo. Y vengo reconciliándome con todo como si lo palpase con los ojos, como si lo viese con la piel, o lo escuchase con la boca y saborease sus sonidos –el eco de las teclas sabe a café-. Nada ha cambiado prácticamente, y sin embargo yo soy distinto. Serán esos brotes de filósofo presocrático que de vez en cuando asaltan mi tranquila indiferencia, pues me vuelvo intenso, me pongo estupendo y escupo trascendencias, inmanencias y mudanzas. Se me atraganta el alma en la garganta para escapar de mi cuerpo cambiante y empadronarse en el mundo de las ideas. Allí Platón sortea pisos de protección oficial. Da igual la hipoteca, ¿qué son unos euros a cambio de ser la esencia de las demás cosas?

Pero yo trago saliva, cuando no café o whisky, y bajo el alma hasta su sitio-el alma vive en el estómago-. Se me rebela y carraspeo para amonestarla, o para hacerle cosquillas y que me sonría y se desarme ante mis zalamerías. Intento ligármela, me pongo seductor y platónico. Le explico que no tiene por qué aspirar a ser una idea de mí mismo, porque todavía está inconclusa. Se lo toma mal, me dice que ella me hace ser quien soy y que pasa de la experiencia. Yo la invito a una copa y le digo es inmanente y que puede aprovecharse de mí. Eso le gusta, me sigue el juego. Y yo lanzo los dados en forma de órdago. Le susurro al oído que el mundo de las ideas es nuestro, porque tenemos las palabras, que yo la necesito para que sean más que objetos y que ella me quiere para enseñarle lo material, para hacerla vibrar con los sentidos, para colmar de placer cada párrafo de mi vida. Para escribirla y hacerla eterna.

Mi alma no es la mía, pero se deja querer y yo la quiero. No la vendería; ya regalé la mía a quien me dio la suya.



miércoles, 18 de enero de 2012

Una agonía médica.

Cuando pienso cosas como la siguiente me siento un poco testigo de Jehová o un naturópata desquiciado: ¿Hasta qué punto la medicina va contra natura?¿Dónde está el límite entre el tratamiento y la agonía médica? No se alarmen, mi racionalismo está fuera de toda duda y, también en este caso, me alejo asqueado ante chamanismos y supersticiones estúpidas. Es más, suelo ser de la opinión de que el ser humano no puede crear nada que sea contra natura, porque hasta el más terrible veneno y la más agresiva radioactividad están compuestos de las mismas partículas que nosotros. Sólo es cuestión de orden.

Sin embargo, por motivos personales, en los últimos días he visto que también es una cuestión de uso. Me explico: sigo de acuerdo con la premisa de que todo lo humano es natural, por más químico y artificial que sea, pero no así su utilización. De hecho, en ciertas circunstancias, luchamos contra el orden de las cosas con un empeño suicida, hasta dejarnos la dignidad en el camino con tal de vencer nuestra suerte.

No se puede preservar la vida a toda costa.Tal vez les parezca incompatible con mis creencias racionales y seguramente me echen en cara un doble rasero, pero el tema es más complejo y va más allá de dobles y triples raseros, como si quieren ser cien. Es más, habrá tantos raseros como personas y casos concretos. Yo jamás me opondría a salvar la vida de una persona que, al recuperarse, pueda disfrutar plenamente de su existencia. Y, por ello, tampoco entenderé esa obcecación maliciosa por mantener un corazón latiendo cuando el resto de la persona ha dejado de latir. Somos mucho más que una maquina. Digan lo que digan y lo llamen como lo llamen, tenemos alma. No creo que sea algo trascendente, pero sé que mientras vivimos existe y que, cuando el alma muere, el cuerpo sólo es un montón de carne. Prefiero no pensar en la cantidad de cuerpos sin alma que siguen funcionando, aunque sólo sea como entidades materiales, como una planta, o aún menos.

Y luego están los familiares y el egoísmo, cosa que puedo entender. La pérdida de un ser querido es el trance más doloroso por el que puede pasar una persona. Porque los demás son parte de nosotros mismos. El problema viene cuando no podemos asumir que seguirán siéndolo, en nuestros recuerdos y en aquello que aprendimos de ellos, o cuando necesitamos aferrarnos a una imagen tangible, una imagen que no tiene nada que ver con la que rememoramos y que terminará por sustituirla. Una imagen grotesca y desconcertante.

Creo en el derecho a la vida sobre cualquier otra cosa, y en consecuencia creo en el derecho a la muerte. La vida de un hombre sólo le pertenece a él y sólo él debe decidir cuándo poner el punto y final. Sin embargo, son muchos los casos en los que el enfermo no puede decidir por sí mismo y entonces deberá ser la familia y los médicos quienes se armen de valor y de sentido común. De lo contrario habrán salvado un cuerpo, pero no habrán devuelto la vida a nadie, porque la muerte es parte de la vida. La medicina nos ayuda a esquivar el final mientras queramos y podamos, pero no a costa de crear una ilusión de vivir. O una vida en la que preferiríamos estar muertos.

miércoles, 4 de enero de 2012

Algo más cierto que la propia verdad.

Después de cuatro meses sin ver el mar, lo encontré enorme. Yo lo recordaba más pequeño, menos desértico, más profundo. Pero estaba aplastado, liso, asténico, si eso es posible. Parecía que le hubieran quitado las burbujas que lo hacen hervir, o las rocas a las que tiene que adaptarse a golpe de ola y hasta las corrientes que lo tejen en franjas de distintos azules. No sé qué le encontré, que lo miré con ojos de extraño después de toda una vida juntos. Anduve buscando esa mueca de espuma que siempre reconocía, o aquella curva de cadera en su orilla, o la lengua de agua trasparente sobre la arena que viene, limpia y se va, que borra las huellas una y otra vez. Y no estaba.

Algo desconcertado miré al cielo -que es lo que hacen los humanos cuando no saben explicar las cosas- y vi un lienzo de nubes perfectamente recortado y delimitado. Me pareció el borde de un blando edredón nórdico. Si hubiera sido lo suficientemente alto, habría intentado tirar de él y cubrirme, o echarlo al mar, a ver si se convertía en temporal. Todo muy extraño, muy ajeno. Pensé que sería debido a aquello que dicen de tomar distancia para ver las cosas con perspectiva. Y no hay mayor distancia que la del tiempo. Cinco minutos son mucho más que cinco metros, pero yo siempre he preferido la cercanía, hasta de lo malo, quizás para poder controlarlo, o al menos intentarlo.

Será por eso que me sentí extraño en mi tierra, o mejor; que sentí mi tierra extraña. Caminé unos pasos por la orilla. Me descalcé para reconocerla con el tacto, casi como dos amantes ciegos que se saben de memoria. Encontré la arena fría y mojada y paseé por la orilla sin rumbo definido. Cuando empecé a sentir más frío de la cuenta, di la vuelta y, sin previo aviso, todo volvió a ser como siempre. La arena de la orilla no tiene memoria. Mis pasos habían desaparecido y, una vez más, me vi en mitad de la playa sin un solo indicio de cómo había llegado hasta allí.

No existía el pasado. No existía ningún recorrido, como si hubiese llegado volando, como si hubiese caminado sobre el mar plomizo y plano de aquel día. De pronto, una ráfaga de viento y una ola inadvertidas habían bajado el telón de la irrealidad y habían disuelto mis días de ausencia. Volví entonces sobre mis pasos borrados, sintiendo que ya no me pertenecían, y pensando que la memoria tiene esas cosas. Nuestra realidad es cambiante y los recuerdos la reflejan en sus miles de combinaciones, hasta el punto de distorsionar la verdad para convertirla en algo aun más cierto. Por eso, al ver sólo una cara más, un momento detenido en un día cualquiera, la imagen no concuerda y la memoria parece falsa.

Tan sólo hay que esperar un tiempo, dejar que corra el día para que la luz ilumine de otra forma, o las olas rompan de una manera determinada, o el viento sople de donde toca, o que ella vaya de mi mano. Entonces nuestro pasado se pondrá en marcha y empezaremos a relacionar matices con otros del presente. Aunque sean momentos distintos, sentiremos que el mundo late de nuevo con nosotros. Porque el devenir, por sí sólo, sin conexiones previas, es magia; magia sin trucos. Un decorado que no sabemos explicar, o una explicación que solemos decorar.