jueves, 16 de febrero de 2012

Urdangarín, plusmarquista.


Seguramente ya estemos todos un poco hartos del tema; será por sobreinformación, por acumulación de voces –gritos-, letras y videos. Aunque, ahora que lo pienso, si no lo hubiéramos oído una y otra vez, tampoco nos sorprendería. Al fin y al cabo, que la corona se queda con dinero público es algo que sale en el Boletín Oficial del Estado. Y, si consideran que decir eso es ser tendencioso, diré mejor que no todo el dinero público que se queda la corona sale en el BOE, tal vez lo prefieran así. Eso sí, no estoy hablando de los réditos de Urdangarín, sino de las residencias habituales de la Familia Real, que forman parte de Patrimonio Nacional, o de los gastos de personal, servicio, viajes, recepciones, seguridad y la Guardia Real, que tampoco les cobramos. Si lo hiciésemos, los míseros ocho millones y medio de euros –calderilla, vea usted- pasarían a casi sesenta, lo que no figura en el BOE como parte del montante monárquico. Si acaso lo podremos ver en unos pocos sorteos de los Euromillones.

En España, la monarquía se presenta como una Institución imprescindible. Y, claro, cualquier cosa que se tilde de “institución” lo parece. Lo que no sabe nadie muy bien es por qué es imprescindible. Y menos aún por qué existe. No es necesario entrar en que al rey lo puso Franco, o en que la Constitución del 78 lo desnudó de poderes. Eso poco importa. Tampoco importa mucho que la Constitución no haya sido votada por el 66% de los españoles, porque no éramos mayores de edad o ni siquiera existíamos. Lo realmente importante es por qué está ahí Urdangarín.

El interesado –no vean doble sentido en el término- lo verá de otra manera, porque cualquier español de a pie puede asumir que un político sea un ladrón, de hecho va siendo costumbre. Lo que ese ciudadano no se podrá explicar es por qué un individuo que no ha sido elegido por nadie, al que nadie votó en ninguna constitución y que carece de funciones políticas no sólo recibe dinero público, sino que además utiliza su posición para sacarse un sobresueldo.  ¿Y su posición cuál es? Pues consorte, lo que viene a ser como un florero humano, un florero gigante, caro y con mucha más ambición que cualquier florero al que estemos acostumbrados.

Así se explica que un día se cansase de ser florero y quisiera ser maceta. Y así salió a buscarse las flores y encontró el campo lleno. Será porque llevaba el escudo de la realeza en la frente y todos sabemos lo que genera la monarquía: pleitesía, súbditos. Y más en los políticos, que son seres advenedizos, que son monarcas frustrados aunque refrendados por la democracia y que darían su vida por rozar la chaqueta del Rey. No quiero pues ni pensar lo que darían por un chascarrillo real, de eso nacidos del campechanismo más siniestro. Bueno, a lo mejor sí. Puede que le regalasen un yate a medias con su dinero, a medías con 400 millones de pesetas de los ciudadanos baleares, que también le pagan las vacaciones. Es fácil invitar a cuenta de los demás.

Si me permiten la frivolidad, esto ha pasado por meternos tanto con Marichalar. Miren que a mí, por muy republicano que sea, le supe ver su encanto, tan personal, con sus pashminas y su nueva cojera, tan aristocrático, con esa cara de rancio abolengo, sea eso lo que sea. Con su pasado de buena familia, sus altos cargos en marcas de lujo –hay que ser consecuente-, su mujer –la infanta menos agraciada- y sus hijos feuchos. Eso sí es la realeza, sin aspiraciones, porque ya lo tienen todo y un poco tocados por la endogamia. Sin embargo, Urdangarín, tan venido a más, con tan buena pinta, con unos hijos tan guapos y su mujer, que no es tan complicada de ver como la otra infanta –infanta naranja, infanta limón-… Ahora que lo veo correr delante de la prensa se me vienen dos pensamientos. Uno exculpatorio: “Yo también correría si viniese Telecinco”. Otro no tanto: “No lleva chándal, no tiene prisa, ¿por qué corre?”.

Claro, que no es la primera vez que la monarquía tiene que salir corriendo.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Pienso, luego existo.


Desde hace unos días vengo luchando contra una disyuntiva que me trae de cabeza. Siempre me he presentado ante el mundo como un ser radicalmente racional, pétreo casi de tan tangible y terrenal. Sin embargo, la propia racionalidad y, más concretamente, el pensamiento me ha planteado un gran problema en su propia condición de inmaterial. Me explicaré mejor: todo vino de una conversación en apariencia metafísica, pero ya casi mundana de tan manida, cuyo objeto no era otro que la existencia de una inteligencia desligada del cuerpo.

Como ustedes podrán suponer, mi postura fue la que siempre ha sido, que no. Que nuestro ser más inmaterial necesita de la base física para poder funcionar, que el cerebro, con sus impulsos eléctricos alimentados por nuestra energía, es el que genera el pensamiento. Que todo viene de la manzana, el filete o el whisky que nos tomemos, si me permiten el efectismo. Que nuestra alma no es más que el procesamiento del mundo que nos rodea, cosa que no deja de ser mágica y apasionante.

No obstante, no es un argumento que suela convencer a los más espirituales. Yo, que tengo vergonzosas debilidades poéticas, apenas me puedo erigir como adalid de la ciencia. Al contrario, soy un hombre de letras, pero tampoco olvido que el conocimiento científico nació del filosófico y el filosófico del simple diálogo trascendental con uno mismo. Por eso me paro a escuchar y pongo en duda no sólo lo espiritual, sino sobre todo lo material, lo que creemos conocer. Porque lo más cercano es lo menos cuestionado. Y, de entre lo más cercano, lo más familiar y desconocido somos nosotros mismos.

Y es que, entre tanta materialidad que tanto me tranquiliza, entre tantos átomos, células, nervios y órganos, nace algo absolutamente inmaterial. Nuestro pensamiento. No dudo del proceso mediante el cual transformamos nuestro alrededor en energía, no dudo de los instrumentos físicos que lo posibilitan, pero me quedo desarmado ante el momento en que consiguen crear de la nada algo que no existe físicamente, algo que no reside en ningún domicilio fisiológico, algo que nos define más aun que nuestro físico.

De momento sigo pensando en la necesidad de lo físico. No creo en la trascendencia del alma más allá del apagón vital, pero me pregunto por la trascendencia del pensamiento una vez liberado de sus ataduras corpóreas. Esa energía, ya formada, con una personalidad y unos rasgos definitorios, ¿cómo se deshace? ¿en qué se transforma? Si fuese sólo electricidad, probablemente nos quedaríamos en una toma de tierra un poco más mística que el calambrazo de un cable pelado. Pero, si sólo fuese electricidad, el pensamiento podría cuantificarse, podría medirse, y además podría reproducirse fuera del cuerpo, fuera del cerebro, en un aparato que tendría la misma categoría que una persona. Nadie podría negarle su legitimidad, pues es el pensamiento lo que nos define.

Sea como fuere, me resisto a aceptar que el pensamiento sólo está compuesto por energía. Algo que va en contra de todo mi sistema de creencias me dice que nuestra expresión inmaterial es mucho más que el resultado de un proceso celular. No me refiero a nada religioso o espiritual en el sentido clásico de los términos, sino más bien a algo que todavía no se ha descubierto, algo emocionante: el momento en el que nuestro ser tangible, dependa o no de lo material, se torna intangible . Y, sin embargo, sigue existiendo.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Todavía sigue siendo magia.

A I ván.

Como ya les conté, la semana pasada pude disfrutar de unos días de asueto en Alicante. Pues bien, uno de mis entretenimientos preferidos desde la infancia consiste en registrar una y otra vez cualquier cajón que se me cruce en el camino. Da igual que lo haya abierto mil veces, poco importa que conozca su contenido de memoria, porque de vez en cuando–cada vez menos- encuentro algo que creía perdido. En este caso, el protagonista del hallazgo fue un libro, pero no un libro cualquiera, sino uno de los libros que más he disfrutado. El título, Todo sobre fantasmas. ¡Qué más se puede pedir!

Todavía recuerdo perfectamente el día que lo compré, un atardecer nublado en plena feria del libro. Debía de tener unos doce años y andaba holgazaneando por la ciudad con mi amigo Iván. Cuando lo vimos, apilado junto a otros en un puesto tan idéntico a otro como todos los demás, no pudimos resistirnos. No teníamos dinero suficiente, así que nos tocó ir a nuestras respectivas casas a coger la cantidad precisa –no recuerdo cuántas pesetas- y bajar con el corazón en un puño, con el miedo galopando en las sienes por si alguien había adquirido milagrosamente los veinte ejemplares. Pero, contra todo pronóstico, ahí seguían, listos para forjar leyendas indelebles en nuestras breves existencias, así, sin pretensiones ni dramatismo.

No me lo creía cuando lo recuperé, al fondo del armario del escritorio, impecable, impoluto, como la Biblia que nunca tuve. En la portada, el título, una fila de monjes fantasmales y una somera enumeración de los temas tratados. El mundo se quedó en silencio. La ruidosa casa de mis padres se convirtió en la cripta de una catedral desierta y yo abrí mi libro como la primera vez, como cada vez que abro un cajón, o como cada vez que me despierto, con la absoluta certeza de que lo cotidiano esconde secretos maravillosos. Y así fue. Nada más volver la página, se me vinieron a la cabeza decenas de imágenes, cómo la tarde que compramos el libro, cuando nos sentamos en un banco a bucear en sus increíbles historias. Pero sobre todo aquella primera noche, cuando me quedé a solas con mi ejemplar en la habitación, con todo en silencio y empecé a revisar las fotos de los fantasmas, los relatos sobre casas encantadas o buques errantes y, más que nada, el capítulo titulado “Cazador de fantasmas”.

Ahora, con mi visión algo desengañada, miro con una mezcla de condescendencia y ternura en pretendido aspecto profesional de la publicación. Pero, en su momento, a pesar de identificarlo como un libro juvenil, por no decir infantil, todo aquello encajaba a las mil maravillas en mi realidad. Porque, aunque soy ateo de nacimiento y carezco por completo de conciencia religiosa, siempre me han fascinado las historias de fantasmas. No lo puedo evitar, va contra toda mi racionalidad y, desde luego, no quebranta mi escepticismo. Sin embargo me gustan, me resulta adictivo el cosquilleo del miedo en la nuca, o el escalofrío que primero hiela y luego reconforta. Será que aunque no crea en el más allá, el más acá me ha influido sin remedio. No es algo que oculte. En cierta forma, creo que hace juego con el resto de mis gustos frívolos, pero me quedo sin argumentos cuando alguien me señala lo incongruente de mi pasión: “Si no crees lo más mínimo, no puede tener gracia”. En esas ocasiones, replico que sí la tiene. Porque creo a muchas personas que dicen haber visto un fantasma, porque yo mismo lo he visto. Pero no creo en el fantasma, creo en los engaños del cerebro, en la sugestión, en esa increíble experiencia que transgrede las leyes de lo racional, como el amor, la ira o la poesía. Sólo por eso ya merece la pena.

Y sólo por eso, una tarde, poco después de comprar los libros, Iván y yo salimos a cazar fantasmas. En el capítulo al que me referí antes recomendaban una cámara con película de infrarrojos. A nosotros nos bastó mi vieja cámara y una lámina trasparente de plástico rojo y un montón de casas abandonadas en la playa de San Juan, fruto de planes parciales y expropiaciones múltiples. Cogimos dos bicis y recorrimos cada casa haciendo fotos, fotos que luego fueros rojas, fotos con nubes blancas que salían por las ventanas y se introducían por las puertas. Cuando las recogimos del revelado no podíamos creerlo. Habíamos fotografiado formaciones fantasmales. Ni se nos pasó por la cabeza que la lámina de plástico rojo delante del objetivo debía reflejar y deformar hasta el más mínimo rayo de luz. Y qué importa, si fue una de las tardes más increíbles que recuerdo, con el consiguiente debate, la posterior investigación y anotación de los resultados, ya documentados, en un cuaderno de campo. Aquello no tiene precio.

Así que, a día de hoy, seguiré investigando el mundo con esa misma mirada. Abriré todos los cajones que se me crucen en el camino y me entusiasmaré como entonces cuando las cosas parezcan salir bien. El mundo es cuestión de percepción y más en estos tiempos en que nos hipotecan la felicidad, en que los ladrones dan gracias a dios por su absolución y en que la justicia cree que puede seguir siéndolo sin mirar al pasado. Yo prefiero ilusionarme con lo más banal y no me importará descubrir la trampa años después, porque en su momento no fue un truco, y eso hace que todavía siga siendo magia.