No resulta fácil tomar prestados a la memoria ciertos recuerdos más o menos traumáticos, pero a veces son necesarios para ilustrar un sentimiento incomprensible sin el ejemplo concreto. En este caso, el ejemplo concreto se sitúa en una mañana indeterminada de un verano en el que mi edad debía de moverse entre los siete y los diez años, tal vez más cerca de los siete.
Por aquel entonces yo era un niño bastante asilvestrado que pasaba los veranos en bañador en el chalet de sus abuelos en Campello (Alicante). Tenía algunos amigos, de los cuales apenas me acuerdo, que vivían en apartamentos cercanos y con los que pasaba algunas mañanas y todas las tardes. Pues bien, una de esas mañanas, llegó a nuestros oídos la noticia de que había habido un accidente de moto en la carretera de la playa y, como es lógico –en la lógica de un niño-, no pudimos evitar acercarnos y echar un vistazo.
Cuando uno es pequeño jamás se para a pensar en las consecuencias de los actos, simplemente se mueve por morbosidad, por pura apetencia curiosa. Nada más pisar la tira de asfalto bordeada de arena, ya pudimos observar un reguero de piezas mecánicas imposibles de identificar en su conjunto. Lo seguimos con nuestras miradas, con los ojos inocentes entornados por el sol estival; aquí un estribo, allí una pinza de freno, más allá un tubo de la horquilla, pequeñas tuercas y la sangre. La sangre como un borrón en la carretera, como la tachadura de un error imposible de subsanar.
A nuestros ojos les siguieron nuestros pies y sus sandalias de plástico. Recorrimos el arcén, pasando inadvertidos entre una multitud indolente que apartaba la vista –justo lo que yo haría ahora-. En algún momento debimos cruzar la calzada sembrada de piezas, porque en mi cabeza la perspectiva cambia. Al otro lado yacía lo que quedaba de la motocicleta empotrada en el capó de un coche rojo –quizás eso ayudaba a no ver la sangre sobre el coche-. Me pareció que el tiempo se había detenido, que la unión de aquellos dos vehículos no era natural. Era como sumergirse en una fotografía hecha en el preciso instante del choque. No me hubiera extrañado ver uno de los dos cuerpos detenido, ingrávido, a dos metros del suelo, incapaz de asumir la caída.
Pero, lamentablemente, los cuerpos no se abrazan al aire para no caer y, después del coche, nos esperaban los viajeros, uno sobre el asfalto y el otro apoyado en un coche aparcado, llorando. Nosotros caminábamos entre una multitud de personas cuyas caras nunca guardé, pero cuyo aspecto sí, por lo discordante. Eran veraneantes, que habían abandonado sus esterillas y sus toallas a pocos metros sobre la arena ardiente. Por aquel entonces, uno no bajaba a la playa a lucir modelito y el aspecto de algunos era realmente grotesco. Imagínense las indescriptibles camisas de los noventa con bañadores minúsculos. Era como si una cohorte de payasos asistiese a una función terrible.
Nuestra presencia permanecía encubierta cuando pasamos por al lado del chico al que la suerte mantenía respirando –respirando para poder llorar-, así que nos acercamos al cadáver. Recuerdo poco, quizás porque mi memoria lo ha querido borrar, pero sí veo una melena rubia teñida de sangre, la piel lacerada por el asfalto y la extraña postura que adquieren los cuerpos al ser lanzados. La postura que nunca tendrían estando vivos, porque dolería.
Cada vez estábamos más cerca y entonces nos descubrieron. Una señora enorme, con un bañador negro, gritó: “Los niños, la cara, ¡la cara!, tapadle la cara”. Y un señor en forma de rayo salió del coro informe de espectadores y tapó la cara de la chica con su toalla, una toalla con anclas que ya nunca podría usar. Porque estaría impregnada de sangre y habría recogido la mirada que no ve. Enseguida nos sacaron de allí como se saca a los niños: Un bosque de manos morenas y arenosas nos abría paso y nos empujaba lejos de la cara que cubría la toalla.
Yo sé que vi aquella cara, pero no la recuerdo. Sin embargo sí recuerdo el grito desesperado de la señora del bañador negro (la cara, ¡la cara!). Daba igual que viéramos las profundas laceraciones de las piernas o el pelo teñido de sangre. Daba igual que viéramos partes de su cuerpo donde la ropa había cedido a la caída, partes que pertenecían a la intimidad de la chica cuando estaba viva. En ese momento sólo importaba el rostro y ahora, por un injustificado sentimiento de certeza, sé que no debía verle la cara.
Desde entonces, me ha sorprendido el empeño por cubrir la cabeza de los muertos. No importa que sea un cadáver enteramente desnudo, mientras un pañuelo cubra sus facciones. Y creo que todo esto tiene algo que ver con el espejo que los demás suponen para nosotros. El rostro de las personas con las que convivimos nos refleja en forma de gestos sobre sus rasgos. Una cara siempre expresa algo y, por regla general-por puro egocentrismo-, nos sentimos destinatarios de ese lenguaje no verbal. ¿Qué pasaría si reconociéramos la expresión de la muerte y cruzásemos su mirada con la nuestra?
Seguramente asumiríamos sin remedio nuestro papel de persona que sólo puede contestar con vida. Con una vida que se enfrenta al vacío por respuesta. No es cuestión de no querer ver, sino de no querer ser visto.
Por aquel entonces yo era un niño bastante asilvestrado que pasaba los veranos en bañador en el chalet de sus abuelos en Campello (Alicante). Tenía algunos amigos, de los cuales apenas me acuerdo, que vivían en apartamentos cercanos y con los que pasaba algunas mañanas y todas las tardes. Pues bien, una de esas mañanas, llegó a nuestros oídos la noticia de que había habido un accidente de moto en la carretera de la playa y, como es lógico –en la lógica de un niño-, no pudimos evitar acercarnos y echar un vistazo.
Cuando uno es pequeño jamás se para a pensar en las consecuencias de los actos, simplemente se mueve por morbosidad, por pura apetencia curiosa. Nada más pisar la tira de asfalto bordeada de arena, ya pudimos observar un reguero de piezas mecánicas imposibles de identificar en su conjunto. Lo seguimos con nuestras miradas, con los ojos inocentes entornados por el sol estival; aquí un estribo, allí una pinza de freno, más allá un tubo de la horquilla, pequeñas tuercas y la sangre. La sangre como un borrón en la carretera, como la tachadura de un error imposible de subsanar.
A nuestros ojos les siguieron nuestros pies y sus sandalias de plástico. Recorrimos el arcén, pasando inadvertidos entre una multitud indolente que apartaba la vista –justo lo que yo haría ahora-. En algún momento debimos cruzar la calzada sembrada de piezas, porque en mi cabeza la perspectiva cambia. Al otro lado yacía lo que quedaba de la motocicleta empotrada en el capó de un coche rojo –quizás eso ayudaba a no ver la sangre sobre el coche-. Me pareció que el tiempo se había detenido, que la unión de aquellos dos vehículos no era natural. Era como sumergirse en una fotografía hecha en el preciso instante del choque. No me hubiera extrañado ver uno de los dos cuerpos detenido, ingrávido, a dos metros del suelo, incapaz de asumir la caída.
Pero, lamentablemente, los cuerpos no se abrazan al aire para no caer y, después del coche, nos esperaban los viajeros, uno sobre el asfalto y el otro apoyado en un coche aparcado, llorando. Nosotros caminábamos entre una multitud de personas cuyas caras nunca guardé, pero cuyo aspecto sí, por lo discordante. Eran veraneantes, que habían abandonado sus esterillas y sus toallas a pocos metros sobre la arena ardiente. Por aquel entonces, uno no bajaba a la playa a lucir modelito y el aspecto de algunos era realmente grotesco. Imagínense las indescriptibles camisas de los noventa con bañadores minúsculos. Era como si una cohorte de payasos asistiese a una función terrible.
Nuestra presencia permanecía encubierta cuando pasamos por al lado del chico al que la suerte mantenía respirando –respirando para poder llorar-, así que nos acercamos al cadáver. Recuerdo poco, quizás porque mi memoria lo ha querido borrar, pero sí veo una melena rubia teñida de sangre, la piel lacerada por el asfalto y la extraña postura que adquieren los cuerpos al ser lanzados. La postura que nunca tendrían estando vivos, porque dolería.
Cada vez estábamos más cerca y entonces nos descubrieron. Una señora enorme, con un bañador negro, gritó: “Los niños, la cara, ¡la cara!, tapadle la cara”. Y un señor en forma de rayo salió del coro informe de espectadores y tapó la cara de la chica con su toalla, una toalla con anclas que ya nunca podría usar. Porque estaría impregnada de sangre y habría recogido la mirada que no ve. Enseguida nos sacaron de allí como se saca a los niños: Un bosque de manos morenas y arenosas nos abría paso y nos empujaba lejos de la cara que cubría la toalla.
Yo sé que vi aquella cara, pero no la recuerdo. Sin embargo sí recuerdo el grito desesperado de la señora del bañador negro (la cara, ¡la cara!). Daba igual que viéramos las profundas laceraciones de las piernas o el pelo teñido de sangre. Daba igual que viéramos partes de su cuerpo donde la ropa había cedido a la caída, partes que pertenecían a la intimidad de la chica cuando estaba viva. En ese momento sólo importaba el rostro y ahora, por un injustificado sentimiento de certeza, sé que no debía verle la cara.
Desde entonces, me ha sorprendido el empeño por cubrir la cabeza de los muertos. No importa que sea un cadáver enteramente desnudo, mientras un pañuelo cubra sus facciones. Y creo que todo esto tiene algo que ver con el espejo que los demás suponen para nosotros. El rostro de las personas con las que convivimos nos refleja en forma de gestos sobre sus rasgos. Una cara siempre expresa algo y, por regla general-por puro egocentrismo-, nos sentimos destinatarios de ese lenguaje no verbal. ¿Qué pasaría si reconociéramos la expresión de la muerte y cruzásemos su mirada con la nuestra?
Seguramente asumiríamos sin remedio nuestro papel de persona que sólo puede contestar con vida. Con una vida que se enfrenta al vacío por respuesta. No es cuestión de no querer ver, sino de no querer ser visto.