martes, 29 de diciembre de 2009

La sombra de Pablo Neruda.

Creo haber hablado con anterioridad de la dualidad de todo cuanto nos rodea y de mi curiosidad –por llamarlo de alguna manera- por ella. Porque sigo pensando que todos somos duales, que tenemos una doble cara, una luz y una sombra. Pero hasta ahora no se me había ocurrido que alguien pudiera ser sólo sombra de otra. Me explicaré:

Probablemente muchos de ustedes hayan oído la frecuente estupidez del “alma gemela”, aquella persona que comparte nuestros intereses y desvelos y que se oculta en algún sitio remoto–se ve que tienen la molesta manía de esconderse-. Todos la deseamos en nuestra vida y si existe la posibilidad de que sea nuestra pareja todavía parece ser más apetecible. Se dice que “nos complementa”.

Sin embargo, es difícil que nos complemente alguien igual a nosotros. Alguien que tiene las mismas inquietudes, la misma cara y la misma cruz que nosotros. Definitivamente sólo haríamos que sumarnos las cualidades hasta anularlas de puro predecibles. No, no puede ser así. No es el alma gemela la que nos complementa, sino más bien todo lo contrario.

Por decirlo de una manera gráfica y prosaica; si sólo somos luz, necesitaremos una sombra, o terminaremos por quemarnos. Y así caminamos –así camino- cegados de tanta luz, o a oscuras de tanta sombra. Esperando la luz que nos descubra nuestro alrededor o la sombra que nos permita ver tras el blanco cegador que hiere nuestros ojos.

Los intereses comunes son la posibilidad de compartirse mutuamente. La necesidad de saber el uno de otro, de conocer aquello que apasiona a nuestra pareja más allá de todo prejuicio. Los intereses comunes hay que buscarlos en el propio interés que suscitamos y que nos suscitan. Los intereses comunes son los nexos, las conexiones, y suelen empezar con besos y terminar con manos entrelazadas que ya no saben caminar solas.

En la dualidad que tanto me gusta, paseo naufragando en un mar de soledad, como viene siendo costumbre. Y es que mantengo una relación curiosa con la soledad. Cuando no la tengo, la persigo y, cuando la consigo, la desprecio. La necesito y necesito tener el poder de alejarme de ella. Porque, ahora que la soledad no es buscada, casi anhelo la compañía forzosa.

Recuerdo una escena de la película El cartero y Pablo Neruda en la que el pobre cartero –ese entrañable Mario Ruoppolo- observa al poeta y a su mujer bailando un tango (tal vez Madreselva, cantado por Gardel) en la terraza de la pequeña casa encalada que acoge su exilio. Recuerdo o quiero recordar las risas de ella entre los brazos de Neruda y me veo como su contraportada.

Al igual que él, me encuentro en una casa encalada frente al Mediterráneo. Al igual que él, ando exiliado de algún modo. Al igual que él, escucho la voz metálica de una vieja grabación de Carlos Gardel. Al igual que él, me dedico a jugar con palabras. Pero es de noche, no hay sol cálido que inunde el porche. No hay nadie dejándose llevar por mis brazos y ni siquiera sé bailar. Y, definitivamente, no puedo encontrar las palabras para decir lo que él diría sin esfuerzo. No puedo jugar con el significado ni hablar con las imágenes.

Me siento como la cruz, como el reverso o el envés de esa escena. Compartiendo una copa de vino con nadie y bailando tangos con un teclado cansado de mi insistencia, cansado de dibujar vidas que no he vivido y que nunca viviré. Vidas en las que los poemas son como los del poeta, en las que el amor no habla de ser imposible y no hay necesidad de incluirlo en una ficción construida para colmar las frustraciones. Sí, quizás ande siempre pensando en protagonizar aquella escena llena de luz que se grabó en mí como si yo fuese la emulsión de una película vieja. Tanta luz fuera y yo encerrado dentro de la cámara, con el único consuelo de haber sido alguna noche la sombra de Pablo Neruda.

martes, 22 de diciembre de 2009

Madrid y silencio.

Es tarde, no tanto como para ser pronto, pero tarde en cualquier caso. Mis pasos resuenan en una calle desierta y me delatan como único caminante en varios metros a la redonda. La acera parece molesta de que ni de noche la dejen descansar y se resiste a mantener mis huellas mucho tiempo sobre la superficie. Las baldosas brillan en cientos de cristales de sal que reflejan la luz amarilla de las farolas. Siempre me ha gustado esta luz taciturna que contagia de ictericia a todo cuanto pasa por debajo.

Me entretengo mirando el brillo surrealista de la sal y avanzo sin darme cuenta y sin ningún rumbo definido. Tengo la mente en blanco por primera vez en todo el día. Tan sólo se me ocurre pensar: “Qué lejos está esta sal del mar”, pero no creo que sea un pensamiento poético ni interesante -quizá ando demasiado preocupado por “interesar”, sea eso lo que sea-. Y de nuevo la mente en blanco y el aire de la sierra cortándome los labios y sellándolos, como si no tuvieran ya bastante silencio.

Cuando llego a Príncipe de Vergara la calle se abre y, aunque sigo sin ver a nadie, me percato del baile de taxis que se despliega sobre el asfalto. Todos ellos, blancos como la nieve que empieza a caer y con la luz verde encendida, parecen impedir que cualquier otro vehículo circule. De hecho, conforme voy subiendo hacía el Auditorio Nacional, veo los demás coches, huérfanos, como amontonados por una enorme escoba invisible contra las aceras. Se me ocurre que todavía no me he cruzado con nadie y que no me he fijado en si los taxis llevaban conductor.

El ambiente es tan extraño que por un momento me planteo la posibilidad de estar soñando, pero no. No es así, porque recuerdo que he salido de casa con la cabeza embotada y revuelta de pensamientos. He salido huyendo del silencio y ahora me encuentro rodeado de un vacío abrumador. En mi casa el silencio estaba encerrado entre paredes, pero aquí parece llenarlo todo: ni siquiera llueve, nieva. La nieve no hace ningún ruido, se posa silenciosa sobre todo y decide si se funde o se queda corpórea.

De las alcantarillas sube un vapor denso que asciende por entre los copos hasta deshilacharse y desaparecer. Ya no hay taxis fantasmas, que no recuerdo si hacían ruido. Mis pasos ya no resuenan porque estoy parado. Es un silencio físico e irreal que me oprime los pulmones. Camino sin saberlo de espaldas hasta chocar con la valla de un enorme edificio de oficinas. Me sobresalto y miro hacia arriba. La vasta pared de cristal se extiende a lo largo de toda la fachada principal, encuadrada en un pequeño marco de hormigón blanco. Toda la cristalera está oscura, no hay ni una sola luz y me parece caerme hacia ella.

Es como si hubieran enmarcado un pedazo de noche y lo hubiesen puesto perpendicular al suelo. El mundo parece torcerse en mis oídos vacíos y bajo los coches amontonados y abandonados. Ya no hay viento, sólo nieve, que poco a poco empieza a quedarse sobre los coches y las plantas, como si quisiera ahogarlas por si pudieran emitir alguna clase de sonido. Como la sutil almohada asesina de un telefilm vespertino.

Mi desorientación ha dejado de preocuparme porque estoy empezando a perder el sentido de la realidad. Entonces, unas palabras que parecen venir del vacío de cristales oscuros me devuelven al mundo real: “Oiga, joven. Dígame, ¿la ha encontrado ya?”.

Miro hacia abajo y, detrás de la valla, en pie sobre los cartones que lo guarecen del frío, hay un hombre anciano. Su rostro está surcado de profundas arrugas, pero sus ojos son de un azul intenso. Son ojos limpios. Sin pensarlo mucho y sin sentir ningún miedo ni inquietud, respondo: “No, supongo que no”. El hombre me mira y asiente con tristeza. No hace falta despedida. Él se da la vuelta y se vuelve sepultar entre mantas y cajas y yo sigo mi camino.

martes, 15 de diciembre de 2009

Desasosiego.

Siento el aire en mi cara y el olor a salitre. Puedo notar la sensación de velocidad, aunque no sé cómo he llegado a estar sentado al volante de este coche. Sólo sé que soy feliz y que me encuentro tremendamente ilusionado. El sol es el sol amarillo tan familiar del Mediterráneo y puedo percibir su calor acariciando la piel de mis manos, que se apoyan en un volante de pasta blanca. Sobre mi cabeza no hay ningún techo, sino aire, cielo azul y las copas de unos cuantos pinos que se estiran en un fugaz borrón verde al pasar por debajo.


Definitivamente no es mi coche, pero tampoco lo siento ajeno. En ese momento sé que conduzco un Alfa Romeo Giulietta del que me siento profundamente orgulloso. El tiempo durante el que voy tomando consciencia de mi situación es de segundos, pero lo siento eterno. Es como si fuera una bobina en un viejo proyector al que le cuesta empezar a girar. Sin embargo, progresivamente, me viene el sonido del motor y certezas que advierto imprescindibles para que la proyección alcance la velocidad adecuada.

Levanto la vista del velocímetro y, a su vez, el pie del acelerador y sé que lo hago a petición de un reproche de alguien que me acompaña. Un reproche cariñoso hecho antes de mi toma de consciencia. Lo primero que veo es una carretera que baja serpenteando por la ladera de una montaña árida. Al fondo, en un horizonte muy cercano, se extiende el mar, reflejando el sol en destellos dorados que parecen flotar sobre la superficie. A mi derecha, hay un precipicio del que nos separa –porque sé que hay alguien conmigo- una serie de bloques de piedra que delimitan la calzada.

Me miro en el retrovisor y me reconozco. Soy yo, aunque más pulcramente afeitado de lo que acostumbro y con un corte de pelo que se me hace extraño. Como si yo fuera un mero espectador de mí mismo, mis labios se abren y pronuncio: “¿Así te quedas más tranquila, querida? Entiende mi impaciencia, quiero enseñarte algo muy importante”. Aprovecho que la carretera ha dejado de serpentear ladera abajo y se ha hecho más llana y recta y giro mi cabeza hacia mi acompañante. La reconozco de inmediato y sé que es mi mujer. Veo una alianza y un solitario en su mano y algo en su aspecto tampoco me cuadra. Desde el pañuelo que cubre su cabello negro –algunos mechones se escapan y se dejan mover por el viento- hasta su falda y su blusa.

Yo la conozco y ni ella es así, ni yo estoy casado con ella, ni ese es mi coche. Todo es antiguo, pero esta nuevo. Brillante. Mientras pienso esto, he tomado un camino de tierra que se interna entre tierras de cultivo y se acerca al mar. También reconozco el lugar, pero está desierto. No hay enormes edificios de apartamentos, ni asfalto. Tan sólo algunos chalets recién construidos, de líneas rectas, aspecto antiguo y, sin embargo, todavía deshabitados. Con la cal de las paredes deslumbrando y reflejando la luz polvorienta de esta tierra inhóspita y familiar.


De repente, noto que me pongo nervioso a medida que nos acercamos a una valla alta y blanca jalonada de refuerzos más altos cada diez metros, más o menos. Detengo el coche frente a una puerta que es una enorme plancha de acero galvanizado encuadrada en un pequeño porche. Me giro hacia mi mujer y le desanudo el pañuelo. Me mira nerviosa, me dice cosas que no recuerdo, sonríe mientras yo pliego el pañuelo y le cubro los ojos. Salgo del precioso Alfa Romeo rojo y la ayudo a bajar, la tomo de la mano y empujo la puerta. Sin esfuerzo, la pesada plancha se desliza en silencio sobre un riel y queda oculta tras la valla. Y, poco a poco, como un telón que se retira, me deja ver una preciosa casa que se alza ante mí en un promontorio frente al mar. Se trata de un chalet que parece salido de la Bauhaus, con amplias cornisas sobre las ventanas corridas, formas rectangulares abajo y curvas en el piso superior. Las ventanas están protegidas por contraventanas catalanas blancas y la parcela se encuentra vacía y estéril, como si acabasen de plantar la casa allí. Y en verdad debe de ser así.

Vuelvo a coger la mano de mi mujer –evito decir su nombre, pues se trata de una amiga mía- y la encamino a la fachada principal, que se extiende a lo largo del lateral de la parcela orientado al mar. Me pongo detrás de ella y levanto el pañuelo de sus ojos. La abrazo por la espalda y le beso suavemente el cuello. Ella me aprieta las muñecas y se emociona al contemplar el edificio. Se da la vuelta, me besa y nos abrazamos. Esa casa es nuestra y es increíblemente perfecta. Tan perfecta como el resto del día, como el coche, como mi preciosa pareja, como el mar, como el sol. Todo tan perfecto y tan irreal. Tan antiguo y tan nuevo.

Entonces me despierto inquieto, de una sacudida, con una sensación de caída como si me hubiera precipitado del sueño a la cama. Abro los ojos con la sensación de haber vuelto de otro lugar y, sobre todo, de otro tiempo. Sé que aquel era yo, sé quién es ella y sé dónde estábamos. Conozco sus ojos, sus manos, sus labios que conozco y desconozco a la vez. Y conozco mis deseos estúpidos e intento no dejarme llevar por ellos. Lo único que puedo pensar nada más incorporarme y encender la luz es que de alguna manera yo ya había estado allí en aquel momento. De acuerdo que son sitios que conozco –excepto la casa, que fue lo que más reconocí-, pero todo me era tan familiar que me cuesta teñirlo de irrealidad.


De hecho, en el sueño no ocurría nada fuera de lo normal, nada que case con los consabidos despropósitos oníricos. Excepto que el sueño en sí mismo es un despropósito. Sigo inquieto, con una sensación de vacío, añoranza y tristeza que no puedo explicar. Me levanto a beber agua y, cuando regreso, abro un cuaderno y dibujo la casa. “Antes de que se me olvide”, pienso. Y mi mente, aun ensoñada, me corrige: “Antes de que se te vuelva a olvidar, pues sólo has hecho que recordar”. Mi mano traza segura cada línea de la casa como si la hubiese visto durante toda mi vida. Estoy seguro de la imagen. Sé que no hay error. Y lo que veo tiene una extraña fuerza evocadora.

Soy una persona racional. No creo en la vida después de la muerte. No creo en la reencarnación. Por eso no puedo asumir que mis sentimientos, mi gusto por los objetos y la arquitectura de esa época puedan tener alguna relación con una existencia anterior. Me niego a aceptar que pude vivir una vida perfecta y que ahora intente recuperarla inconsciente por medio de todos los trastos que acumulo, de las mujeres que me enamoran, de la ropa que me gustaría vestir, de los modales que me gusta practicar o del tipo de coche que elegí. En cualquier caso, sería terrible descubrir que todas mis expectativas se basan en recuperar aquella vida perfecta. Y más terrible es ver cómo voy fracasando.

Y sin embargo no lo puedo evitar; miro una y otra vez el dibujo y me inunda un sentimiento de desasosiego que me encoje el alma. ¿Sentirá lo mismo mi amiga al ver el dibujo? ¿Recordará?

martes, 8 de diciembre de 2009

El desgaste del silencio.

A veces estoy escribiendo y me engaño a mí mismo. Intento que mis dedos sigan tecleando, que mis ojos vean teñirse la pantalla de garabatos con significado y sin alma. Pero acabo abandonando, me distraigo y me pongo a mirar el desgaste de las teclas y me pregunto cuánta de la superficie pulida a fuerza de golpearla ha merecido el brillo de la insistencia. Supongo que se trata de una forma muy gráfica de preguntarse si es oro todo lo que reluce.

He recuperado una costumbre de hace años que consiste en poner piezas de piano mientras escribo. Así que, mientras giro la cabeza para ver mejor el reflejo de la pantalla en las teclas más utilizadas, suena Listz y parece que no tenga sentido, parece falso, porque yo no pulso ninguna tecla. La primera vez que puse la música lo hice sin pensar, pero al poco de comenzar me di cuenta de lo cinematográfico de la imagen. Mis dedos tocando letras que parecen encerrarse en la pantalla y sin embargo se tornan notas libres en el aire.

Por eso ahora parece que falla algo. En realidad esa música no tiene nada que ver conmigo, pero, al parar yo, la encuentro absurda. Quizá porque mientras escribo me olvido de que suena y la asocio sin remedio a mis pulsaciones –teclas y latidos-. Quizá porque en mi papel de pianista frustrado, mientras escribo, estoy interpretando la música y traduciéndola de alguna manera sobre este folio falso que brilla anulando el resto de la habitación.

Al mirar el increíble desgaste de la barra espaciadora en relación al alfabeto, pienso que he callado más de lo que he dicho. El espacio siempre es silencioso, excepto por esta absurda música que nadie toca. Cuántas veces habré presionado el espacio para erosionarlo de esta manera. Es cierto que la a, la ese, la e, la erre, la e, la ce y la o también han hablado mucho. Pero parece que el silencio ha tenido mucho más protagonismo.

Entonces pienso en cuántas palabras pueden contener esas letras y son muchísimas. De hecho, prácticamente todas, por eso están desgastadas, claro. Pero nada que ver con el espacio, nada que ver con el silencio. Hay una expresión que me gusta mucho: “leer entre líneas”, pero yo tengo la sensación de haber escrito entre palabras; por cada palabra que separaba de otra había una pulsación vana, sin protagonismo, que, no obstante, daba sentido a todo. Sin el espacio, sin el silencio, no sería posible entender nada.

En la música absurda que sigue sonando mientras yo no la toco –tocar lo inmaterial-, también hay silencios. Y son fortísimos, expresivos, inquietantes, sobrecogedores. Ustedes suelen leerme en silencio, no creo que nadie se ponga a recitar en voz alta mis textos, y por ello no se percatan del espacio. Del pequeño espacio que separa y al mismo tiempo une cada palabra, hasta el enorme silencio que sigue a la última palabra, tras la que no hay más sonido.

Pienso en la cantidad de silencio que he amartillado en cada escrito, en la cantidad de cosas que he callado entre líneas y que he dicho entre palabras y me viene a la cabeza la vida real, que a veces confundo con la ficción. Y pienso lo mucho que he vivido entre líneas, las miradas sin palabras y los ojos llenos de ellas. Los labios diciendo lo que no piensan, cosas sin alma y con significado como las que yo odio escribir. Los besos que hablan sin dejar hablar y los suspiros que cortan la respiración.

Y me veo diciéndote todo lo que te dije. Y mirando las palabras que nadan en tus ojos y que no me dices, ni nunca me dirás. Entonces inclino la cabeza, y veo el desgaste de tus labios. Como se tornan lisos y brillantes en la parte donde se tocan cuando sellan la boca. Y siento que todos estamos desgastados por el silencio, de tanto usarlo. Que, de tan callado, apenas lo sentimos mientras vacía nuestra vida de significado y lo encierra en nuestros sueños. Que siempre serán sueños si no conseguimos que esta música deje de parecernos absurda y sintamos que parte de nosotros. En los pentagramas hay más notas junto a las líneas que sobre ellas. Y suenan como no dejamos que suenen nuestras palabras.

martes, 1 de diciembre de 2009

Una calma a punto de estallar.

Hace unos días, un amigo al que aprecio mucho y cuya opinión me merece un respeto considerable me acusaba de escribir artículos “sin chicha”. Mucha palabra biensonante, alguna imagen bonita, tal vez un juego de palabras más o menos elegante, pero ya está. Es decir, el escrito en cuestión no iba más allá de un mero –siempre me ha encantado este pez tan feo- ejercicio de estilo.

Yo, haciendo gala de mi habitual desengaño con el mundo, le respondí que me conformaba con haber sido capaz de llevar una periodicidad estricta. Cosa que, teniendo en cuenta mi falta de regularidad para cualquier trabajo, ya me parece meritoria. Sin embargo, mi pose desapasionada no conseguía engañarme lo suficiente y me venía el run-run de la conciencia. Y es que lo que empezó siendo una obligación ha llegado a ser en muchas ocasiones una necesidad, una válvula de escape, un divertimento, una conversación con ustedes.

Precisamente eso era lo que me dolía. Por supuesto que el ego también, pero, por muy maravilloso que me crea, no me gusta engañar a nadie y menos a los pocos lectores que pueda tener. Aquellos que entran cada semana y esperan algo de mí. De verdad, no es que me haya dormido en los laureles o que mi querida gripe A me cortase un poco las ganas de escribir, es que me sentí como un profesor de Ciencias de la Información. Y eso sí que no.

Durante los cinco años que duraron mis estudios de Periodismo, me vi obligado a leer los libros de muchos profesores que los consideraban de estudio imprescindible para la comprensión de la materia. La materia en cuestión era, en realidad, una mierda; una pérdida de horas y dinero que sólo servía para alimentar la endogamia academicista de una facultad obsoleta. También es cierto que tuve profesores excelentes, que realmente influyeron en mi forma de entender el mundo y en mi forma de escribir. Y todos cumplían una regla: ninguno me obligó a leer un libro suyo.

Desde luego yo no obligo a leer esto a nadie. Ustedes entran y, dependiendo del día, sonríen, se entristecen, se ilusionan, empatizan, se sienten indiferentes… Pero jamás quiero que se sientan timados. Porque me debo a su confianza. Porque me he dado cuenta de que este ejercicio de constancia no tendría sentido si nadie me leyera. Quizá esto desvirtúe el pretendido intimismo de los textos, pero me obliga a superarme. No quiero ser un profesor de Periodismo, recostado en su cátedra o en su titularidad, escribiendo textos que complican la sencillez para convencerse de su inteligencia a costa de menospreciar la ajena.

Por ello, prometo que cada artículo que escriba será más o menos entretenido, o sentido, o atractivo, pero llevará de mí todo lo que puedo dar. Los que me conocen saben bien que odio a los cretinos y su teorización vacía. Esto es la realidad a tientas y la realidad ya es bastante compleja como para darle vueltas sin querer llegar a ninguna parte. Yo siempre pretendo alcanzar algún destino –más bien lo persigo-, aunque no sé muy bien dónde queda. Sólo sé que escribiendo voy haciendo camino y que ustedes, leyéndome, me van orientando.

De momento trataré de superar la apatía que ha enturbiado mi escritura y me ha obligado a complicar los artículos. Y es que, tras una época emocionalmente convulsa, me hallo en una estabilidad intranquila muy poco propia de mí, que no quiero confundir con una pérdida de ilusión. Tal vez por eso me falte la motivación que antes veía sólo con sentarme frente al mar.

Y eso que él no ha cambiado; sigue aquí, frente a mí, azul tormentoso, profundo, como hinchado. Parece guardar bajo unas pequeñas olas otras olas gigantescas. Y las esconde bajo la sencillez de un día tranquilo. No se molesta en aparentar temporal hasta el momento oportuno. Pues no tendría sentido romper tantas olas sin asegurarse una calma tan cierta como la propia tormenta. Mientras tanto, yo ando a ratos queriéndome enamorar, a ratos queriéndome desenamorar, y negándome la calma que debería reconfortarme de una vez.

Nadando en una calma a punto de estallar.