Antes eran los artistas quienes llevaban vidas azarosas. Dejaban su suerte en manos del talento, daban rienda suelta a sus vicios y andaban de mujer en mujer, de hombre en hombre, de ambos en ambos, se daban baños de billetes recién horneados, vivían de fiesta en fiesta, acudían a los más importantes eventos deportivos y culturales y miles de fans coreaban sus nombres mientras ondeaban las pancartas. Así, parece normal que los niños, quienes todavía no conocen la doble moral, quisieran dedicarse a la farándula.
Hace un par de años, los niños variaron el rumbo de sus aspiraciones y quisieron ser, simplemente, famosos. Habida cuenta del panorama televisivo español, no debería escandalizar a nadie. Ser famoso requiere menos trabajo que ser artista. Antes la fama venía del talento, ahora viene del talento para compartir cama con la persona adecuada, o mejor; con la persona conveniente. Las primeras generaciones de famoseo puro necesitaban un famoso tradicional –alguien con talento o renombre- para, mediante cuitas siempre sexuales, captar la atención mediática.
Pasado el tiempo, tras la primera generación de famoseo puro, ya no se depende de nadie que sepa hacer nada, ahora pueden interaccionar endogámicamente entre ellos de tal manera que se genera un crecimiento exponencial de seres repugnantes -¡hasta tienen hijos!-. Sin embargo, nada de esto sería posible sin la intervención de Telecinco, que resulta ser un auténtico plan de pensiones para todo el rebaño de indeseables que acompaña al famoseo puro. Ya he hablado de ese rebaño en ocasiones anteriores, del daño que han hecho al periodismo al adjudicarse un nombre que no les corresponde –si acaso, porteras, chismosos y traficantes de mierda emocional-. También les he hablado de su audiencia, esa audiencia con una vida tan insignificante que tiene que refugiarse en las miserias de los demás. Ya no hay que pegar la oreja a la pared ni depender de la vecina –a quien también se odia y se envidia-. Ahora la intimidad ajena llega procesada para el consumo hasta su propio salón, en alta definición y en cuántas pulgadas puedan pagar.
Y en mitad de esta vorágine, yo, periodista sólo de estudios, siempre he defendido la crónica política, porque en verdad me gusta. Hasta ayer: Caía la tarde entre amarilla y violácea sobre un Madrid repleto y caluroso. El autobús bajaba por Serrano, a mi lado la mejor compañía posible y delante, en esos cuatro asientos enfrentados, una familia de cuatro miembros. Los dos niños, pequeños y rubios de ojos oscuros, hablaban de casi todo lo que veían. Entonces, para mi sorpresa, rodeados de boutiques, el niño dijo: Yo de mayor lo que quiero ser es político, para vivir bien.
Se me heló la sangre. Yo ya no me fio de los niños. Ya no quieren ser policías, ni médicos, ni bomberos, ni pilotos… Debí escamarme cuando empezaron a querer ser futbolistas y mis sospechas se consolidaron con sus aspiraciones al famoseo. Pero, al oír al niño decir que quería ser político, ya sé lo que percibe. Nada de servicio a la sociedad, sino la sociedad a su servicio. El niño quiere regalos caros, coches de lujo, chóferes, mansiones que infrinjan la ley de costas, áticos a lo Zaplana en plena Castellana a interés cero, jornadas de fórmula uno con Camps, Agag y toda la cohorte, quieren los pisos de Ripoll en el centro de Alicante.
Mientras pensaba esto, se me ocurrió una idea que intenté alejar de mi mente. Me recordé a mí mismo, devorando las páginas del periódico, disfrutando con los escándalos de corrupción, leyendo con avidez la sórdida historia de aquel Edil de Palma que abusó de menores, viendo con interés morboso la detención de Ripoll en su casa… Tuve que hacer autocrítica. Sigo pensando que la crónica política es periodismo –la crónica rosa no, porque a nadie interesa lo que hace gente irrelevante-. No obstante, al admitir sin duda tal afirmación, me veo en la obligación de aceptar que mi papel como lector tiene mucho que ver con el morbo y el cotilleo y que, tal vez, el gusto por los detalles escabrosos es una condición universal del ser humano. Tal vez no haya tanta diferencia entre un famoso y un político y, por ende, entre un cotilla y un ciudadano informado.