Yo fui un niño inadaptado. No pasa nada, siempre he vivido a destiempo y creo que, en mi realidad particular, debí nacer a mediados de los años cuarenta, en lugar de los ochenta. Pero no sólo mis gustos estéticos y mi manera de hablar me apartaban de mis compañeros, también lo hacía mi profunda indiferencia –cuando no desprecio- por el fútbol y todo cuanto tuviera que ver con él. Los recreos eran un mercadillo de intercambio de cromos y álbumes de jugadores de todos los colores. Aun hoy me maravillo y siento algo de envidia por la pericia que mostraban mis compañeros al pasar los cromos a velocidad vertiginosa de una mano a otra. Los tenían clasificados, conocían las alineaciones, incluso los goles que habían marcado en cada año, o sus anteriores equipos. Entre ellos, como iniciados en una secta socialmente aceptada, hablaban con abreviaturas, llamaban a los deportistas por sus apodos. Mientras tanto yo me iba con las chicas, que siempre me han gustado más que los futbolistas.
Ellas tenían conversaciones en las que podía participar y, además, eran más agradables de ver que mis compañeros masculinos. Tenían, aun antes de mi despertar hormonal, la magia de lo distinto, o la atracción de lo que luego vendría –pero sin la frustración, pues nada se intentaba-. Así pasaba mis días en el colegio, un colegio pequeño hasta la endogamia, con las mismas caras durante años y años. Por ello, las pequeñas rencillas se mantenían a lo largo de los cursos hasta convertirse en manifiestas animadversiones con tintes psicóticos en muchos casos. Eran odios latentes, como la brasa incandescente bajo la capa de ceniza. La propia cotidianeidad y el trato velado los mantenían vigentes hasta el absurdo. De hecho, hasta hace bien poco odiaba a personas que ahora nada tendrán que ver con quienes fueron. Asimismo, me sé odiado imbécilmente por personas que ya no me conocen, pero que tienen el pasado enquistado, pues les ayuda a reafirmarse, a creerse en la misma posición de liderazgo tribal, cuando en realidad tan solo son una brizna de paja en un pajar inmenso. La sociedad es más grande, por fortuna, y nos iguala y nos distingue a la vez. A esos odios imbéciles, hasta los miro con ternura. Y a los odiadores con penita –que es pena cariñosa-.
Siguiendo con los diminutivos, fui un niño gordito. Digo gordito por no decir gordo, porque esa terminación se me antoja entrañable y menos adiposa. Sin embargo, cualquiera que me hubiera visto diría que fui un niño gordo, con todo lo que eso significa y el desprecio y repugnancia que denota y no andaría equivocado. Antes he dicho que vivía fuera de época y ahora lo entenderán, pues al niño gordo que tengan en mente tendrán que añadirle ciertos complementos estéticos anacrónicos. Por ejemplo, pónganle un tupé bien pronunciado, porque una vez vi a Elvis y pensé que su peinado era lo más de lo más. Vamos, que quise ser Elvis. Me pareció un tipo razonablemente guapo y molón en general, así que empecé por el pelo. Mantuve el peinado con obstinación a lo largo de años, no sabría decir cuántos ni durante cuántos tubos de gomina, pero créanme que superé el lustro con creces. También tenía debilidad por los mocasines, en especial por esos con un par de borlas horterísimas sobre el empeine. Ahora me censuro el gusto, pero entonces lo lustraba cada noche. A los mocasines burdeos –tuve varios pares- añadan un par de americanas, una de ellas cruzada, de color oscuro, creo que ambas azul marino, una de verano y otra de invierno. Y todo ello aderécenlo con un vocabulario erudito ciertamente inapropiado para un niño normal. Aunque yo no era un niño normal, claro. Yo era el doble pequeño y gordo de Elvis. Y me encantaba serlo.
De eso siempre estuve orgulloso, de mi personalidad inquebrantable contra viento y marea. De mi capacidad para estar seguro de mis deseos y de mis señas de identidad. Siempre supe cómo quería ser, siempre tuve un modelo mental bastante peregrino y bizarro, pero firme. Y tras años de ser un paria, mi pasión por el cine clásico, mis horas de lectura, las clases de arte de mi madre y esa seguridad absurda dieron lugar a algo que ha ido funcionando. La excentricidad en el vestir ahora la veo como un estilo más o menos propio. Los modales antiguos, el galanteo del Hollywood dorado y mi trato con el sexo femenino me han resultado increíblemente ventajosos en muchas ocasiones.
Es seguro que sigo cayendo mal a mucha gente, pero ahora lo prefiero antes que causar indiferencia. Ya no dependo de aquella mini sociedad tribal escolar. Durante mi infancia forjé lo que soy contra todo lo establecido, aun sabiendo que con ello jamás ganaría en popularidad. Con el tiempo fui puliendo los excesos infantiles y aprendí que, siendo fiel a mis convicciones, las personas que me rodeaban eran leales a mí, pues no intentaba ser otro. Y conocí a personas que nunca que pensé que quisieran conocerme. Y vi en sus ojos que no andaba tan equivocado como todos me decían. Pasado el tiempo todo se ve amarillo o blanco y negro. Todo parece una fotografía ajada, llevada mucho tiempo en una cartera manoseada. Pero es importante seguir reconociéndose.