miércoles, 20 de julio de 2011

Seguir reconociéndose.

Yo fui un niño inadaptado. No pasa nada, siempre he vivido a destiempo y creo que, en mi realidad particular, debí nacer a mediados de los años cuarenta, en lugar de los ochenta. Pero no sólo mis gustos estéticos y mi manera de hablar me apartaban de mis compañeros, también lo hacía mi profunda indiferencia –cuando no desprecio- por el fútbol y todo cuanto tuviera que ver con él. Los recreos eran un mercadillo de intercambio de cromos y álbumes de jugadores de todos los colores. Aun hoy me maravillo y siento algo de envidia por la pericia que mostraban mis compañeros al pasar los cromos a velocidad vertiginosa de una mano a otra. Los tenían clasificados, conocían las alineaciones, incluso los goles que habían marcado en cada año, o sus anteriores equipos. Entre ellos, como iniciados en una secta socialmente aceptada, hablaban con abreviaturas, llamaban a los deportistas por sus apodos. Mientras tanto yo me iba con las chicas, que siempre me han gustado más que los futbolistas.

Ellas tenían conversaciones en las que podía participar y, además, eran más agradables de ver que mis compañeros masculinos. Tenían, aun antes de mi despertar hormonal, la magia de lo distinto, o la atracción de lo que luego vendría –pero sin la frustración, pues nada se intentaba-. Así pasaba mis días en el colegio, un colegio pequeño hasta la endogamia, con las mismas caras durante años y años. Por ello, las pequeñas rencillas se mantenían a lo largo de los cursos hasta convertirse en manifiestas animadversiones con tintes psicóticos en muchos casos. Eran odios latentes, como la brasa incandescente bajo la capa de ceniza. La propia cotidianeidad y el trato velado los mantenían vigentes hasta el absurdo. De hecho, hasta hace bien poco odiaba a personas que ahora nada tendrán que ver con quienes fueron. Asimismo, me sé odiado imbécilmente por personas que ya no me conocen, pero que tienen el pasado enquistado, pues les ayuda a reafirmarse, a creerse en la misma posición de liderazgo tribal, cuando en realidad tan solo son una brizna de paja en un pajar inmenso. La sociedad es más grande, por fortuna, y nos iguala y nos distingue a la vez. A esos odios imbéciles, hasta los miro con ternura. Y a los odiadores con penita –que es pena cariñosa-.

Siguiendo con los diminutivos, fui un niño gordito. Digo gordito por no decir gordo, porque esa terminación se me antoja entrañable y menos adiposa. Sin embargo, cualquiera que me hubiera visto diría que fui un niño gordo, con todo lo que eso significa y el desprecio y repugnancia que denota y no andaría equivocado. Antes he dicho que vivía fuera de época y ahora lo entenderán, pues al niño gordo que tengan en mente tendrán que añadirle ciertos complementos estéticos anacrónicos. Por ejemplo, pónganle un tupé bien pronunciado, porque una vez vi a Elvis y pensé que su peinado era lo más de lo más. Vamos, que quise ser Elvis. Me pareció un tipo razonablemente guapo y molón en general, así que empecé por el pelo. Mantuve el peinado con obstinación a lo largo de años, no sabría decir cuántos ni durante cuántos tubos de gomina, pero créanme que superé el lustro con creces. También tenía debilidad por los mocasines, en especial por esos con un par de borlas horterísimas sobre el empeine. Ahora me censuro el gusto, pero entonces lo lustraba cada noche. A los mocasines burdeos –tuve varios pares- añadan un par de americanas, una de ellas cruzada, de color oscuro, creo que ambas azul marino, una de verano y otra de invierno. Y todo ello aderécenlo con un vocabulario erudito ciertamente inapropiado para un niño normal. Aunque yo no era un niño normal, claro. Yo era el doble pequeño y gordo de Elvis. Y me encantaba serlo.

De eso siempre estuve orgulloso, de mi personalidad inquebrantable contra viento y marea. De mi capacidad para estar seguro de mis deseos y de mis señas de identidad. Siempre supe cómo quería ser, siempre tuve un modelo mental bastante peregrino y bizarro, pero firme. Y tras años de ser un paria, mi pasión por el cine clásico, mis horas de lectura, las clases de arte de mi madre y esa seguridad absurda dieron lugar a algo que ha ido funcionando. La excentricidad en el vestir ahora la veo como un estilo más o menos propio. Los modales antiguos, el galanteo del Hollywood dorado y mi trato con el sexo femenino me han resultado increíblemente ventajosos en muchas ocasiones.

Es seguro que sigo cayendo mal a mucha gente, pero ahora lo prefiero antes que causar indiferencia. Ya no dependo de aquella mini sociedad tribal escolar. Durante mi infancia forjé lo que soy contra todo lo establecido, aun sabiendo que con ello jamás ganaría en popularidad. Con el tiempo fui puliendo los excesos infantiles y aprendí que, siendo fiel a mis convicciones, las personas que me rodeaban eran leales a mí, pues no intentaba ser otro. Y conocí a personas que nunca que pensé que quisieran conocerme. Y vi en sus ojos que no andaba tan equivocado como todos me decían. Pasado el tiempo todo se ve amarillo o blanco y negro. Todo parece una fotografía ajada, llevada mucho tiempo en una cartera manoseada. Pero es importante seguir reconociéndose.

miércoles, 13 de julio de 2011

Realidad amortiguada.

(Ustedes sabrán perdonarme mi ausencia no anunciada del miércoles pasado. El verano, ya se sabe).


Me llegan ecos de realidad amortiguada. Son como un viento cansado de volar, que se mira sin querer a través de su propia invisibilidad. No se llega a percibir como tal, pero se deja ver en las hojas de las palmeras, en alguna falda sorprendida o en el mar, que se da cuenta de casi todo. Por más que uno quiera evadirse, la realidad lo golpea por la espalda, o por la nuca si es traicionera. Unas veces se dedica a peinarte inocentemente y otras te derriba sin piedad y sin darte tiempo a poner las manos. Caemos de bruces, que suele decirse. Ella –la realidad- dirá que fue sin intención, que no sin querer –no se me puede culpar-. Que sólo quería advertirnos y fue nuestra falta de previsión la que nos jugó la mala pasada. Por eso tenemos miedo a volver de vacaciones, por el peso de la realidad.


Quizás sea mejor no encender el ordenador, apagar el móvil y utilizar el televisor únicamente para ver películas. La ficción puede ser un consuelo. La realidad siempre da más asco que nuestra propia imaginación y tal vez sea mejor dejarse abofetear a la vuelta del estío, cuando no quede más remedio. Será una bofetada sonora, pero previsible, de esas de cerrar los ojos y esperar unos breves e insoportables instantes. Otra opción, si no quiere uno desvincularse por completo, es escuchar a través de las paredes, mirar de soslayo las portadas de los periódicos mientras compramos el Hola. Poner algún telediario que no sea el de Televisión Española –la sexta, que es más festivo- y escucharlo desde la terraza. Así, en lugar de bofetadas de realidad, tendremos pellizquitos que hasta pueden ser placenteros. Dicen que el centro del dolor y el del placer están muy cerca en el cerebro, pero yo tengo mis límites.


Por eso me decanto por la ficción absoluta, que termina siendo lo más real. Si tienen que elegir una lectura –el Hola no vale, eso es mirar fotos-, elijan alguna novela. Es el género absurdo por excelencia en un mundo plagado de información pretendidamente cierta. En las novelas no hay engaño, nada es verdad ni pretende serlo. Por eso es más honesta que la propia realidad, siempre midiéndose a sí misma en los ojos de unos y de otros y no reconociéndose en los de nadie. La ficción es lo que puede ser, pero no es. Y sin embargo sucede. Y nos llega con una fuerza y una emoción que ya quisieran los telediarios. Deberíamos preguntarnos seriamente por nuestra percepción del acontecer mediatizado. Nadie debería entender que devoremos alegremente una paella mientras nuestro cerebro procesa imágenes de niños desnutridos en Somalia, aunque puedo comprenderlo. El momento extraño surge al sobrevenir el llanto si leemos en nuestra ficción que han matado al gran amor del protagonista. En la incongruencia y la desmesura está la magia.


Pero siempre hay gente que opina que la literatura de ficción es una pérdida de tiempo. Con la cantidad de datos históricos y de biografías fidedignas que podrían leerse, ¿cómo osamos elegir la invención frente al conocimiento? ¿Qué más da lo que cualquier autor pueda inventarse y cuál puede ser su peso frente al del mundo real? Pues bien, quien opine así será un tipo con un fuerte sentido del trabajo y muy poca capacidad de empatía. Porque una novela es la vida que otro ha imaginado. Y no la que ha ocurrido, sino la que pudo, o tal vez debió haber ocurrido. La que se soñó, la que se deseó para uno mismo. En nuestra implicación estará el conocimiento, un conocimiento que va más allá de datos estériles, un conocimiento de lo más profundo de un ser humano con el que somos capaces de identificarnos. Se pueden compartir los sueños de otro; sus anhelos, sus fantasías pueden ser las mismas, pueden ser las nuestras.


Desde que empecé a escribir, intenté darme cuenta del denominador común que nos une a casi todos. Descubrí que somos muy parecidos en nuestros sentimientos, en nuestros miedos y en nuestras ilusiones. Tal vez no lo sintamos a partir del mismo detonante –cada cual es sensible a distintos estímulos-, o no reaccionemos de la misma manera. Existen muchos factores, pero siempre he intentado que en al menos uno de mis artículos alguien pueda sentirse conectado a lo que cuento. Aunque no a todo lo demás, pero sí a esa frase mínima que expresa algo que una vez pensamos. Eso también es magia y es más real que la propia realidad, porque no puede tocarse ni verse, pero puede sentirse con absoluta certeza. Todos tenemos algo de los demás en nosotros y así debe de ser. Se me ocurre que la literatura de ficción y la filosofía o la simple reflexión escrita ayuda a encontrarlo, mientras que la realidad mediatizada establece diferencias. Nos distancia, nos llegan taimados los problemas de los demás. No escuchamos los pensamientos de los protagonistas, no nos podemos sentir identificados con nadie que salga en un informativo. El propio lenguaje periodístico convierte una catástrofe en una instancia administrativa. Deshumaniza la realidad y establece una frontera. Nos lleva a pensar “eso que les pasa a ellos, les pasa porque son otros, a mí nunca podría ocurrirme”. Y sin embargo, una vez, en algún pensamiento, en algún sentimiento o gesto, fuimos idénticos.


Por ello, si quieren conocer el mundo que les rodea y la mente de quienes se cruzan por la calle, será mejor que abran cualquier novela medianamente buena y sin pretensiones evangelizadoras ni políticas, que para eso ya está los informativos, la radio y la mayoría de los periódicos. Cualquier novela que trate la realidad más sencilla o el mundo más fantástico, igual da. Lo importante es lo que vendrá después, cuando el latido de la realidad amenace con volver y ustedes abran otra y otra y otra. Y terminen sabiendo del mundo más que quienes creen contar lo que sucede. Porque a nadie se le ocurre la importancia de lo que no sucede, nadie contempla las miles de posibilidades que nunca tienen lugar. La otra, la elegida, suele ser la más vulgar y la menos interesante. Por desgracia la más importante sólo porque sucede.


En cualquier caso, siempre me sentí más cómodo inventando historias que contando mentiras.