El silencio siempre resulta un
estímulo para el terror. Quizás porque podemos escuchar nuestros pensamientos.
No digo ya pensar, sino escuchar nuestros secretos en un volumen audible, un
volumen casi indiscreto, con nuestra voz fuera de nosotros y el alma puesta en
el éter, a un tiempo muertos y a otro espectadores de nuestro miedo. Aunque no
creo que pensase en esto el fatídico día en que vi El muñeco diabólico. Es más, aun hoy, sabiendo la parálisis y los
sudores fríos que en su momento me provocó, no puedo reprimir cierta sonrisa de
autosuficiencia al pronunciar el título; es ridículo. Y de tan ridículo se
torna grotesco y de tan grotesco, monstruoso; de monstruoso, cotidiano; y de
tan cotidiano, definitivamente terrorífico. Como mi sonrisa congelada, como
cualquier sonrisa congelada.
No sabría decir apenas nada de la
película. Sólo guardo vagos recuerdos que supongo censurados a golpe de
evitarlos. Son recuerdos como flashes, de los que golpean y te vuelven la cara,
o la vuelves tú para no mirarlos: un muñeco con el pelo rojo, que se mueve. Y
yo mismo, mirando lo imposible con cinco o seis años, en el salón de mis
abuelos, rodeado de cuadros y pisando un suelo de moqueta marrón, aterrorizado
por el momento de ir a dormir, pero sin dejar de mirar. Siempre me ha pasado lo
mismo, siempre esta fascinación por lo que no debe de ser, por lo imposible.
Porque no me aterrorizaba que el muñeco matara gente, al fin y al cabo, eso
también lo hacen los seres humanos y no tiene nada de extraordinario. Lo que en
realidad me asustaba era que se moviera, que cobrara vida.
Después supongo que mi abuela
apagó la luz y me dejó en mi cama. También supongo que, nada más darse la
vuelta, yo miré bajo el somier, esperando encontrar a una muerta que nunca
llegó a presentarse, por más que la esperara cada noche. Y, tras el ritual, con
la casa en silencio, mis ojos se posaron sobre el muñeco del payaso, a los pies
de la cama, iluminado por la luz naranja de un pequeño piloto para niños. Me
conozco y sé que lo miré sin querer mirar, o que evité mirar, queriendo mirarlo.
También sé que me di la vuelta, esperando el susurro de la tela sintética del
traje del payaso, o sus leves huellas sobre el parqué, acercándose a mi
espalda. Peor que sentir su mano en mi cuerpo hubiera sido no sentir nada en
toda la noche, salvo su presencia inmóvil, o su mirada de plástico clavada en
mi nuca.
Con el tiempo, el miedo se
desvaneció, como suele pasar con las cosas que uno espera y no terminan de
ocurrir. Así que olvidé a la muerta de debajo de la cama –que no venga ahora, que
estoy casado- y aparqué el temor al payaso. Debí de pensar que, si hasta
entonces no se había movido, era poco probable que lo hiciera en adelante. No
obstante, el miedo al arquetipo quedó en mí, puede que reposado y cobijado bajo
otras inquietudes, y tal vez por ello más profundo y peligroso. Sin embargo,
eso no lo sabría hasta años más tarde, cuando ocurrió una extraña coincidencia.
Una coincidencia que enseguida les explico: durante mis años de infancia
desarrollé una técnica para evitar que mis múltiples temores me paralizasen
hasta hoy mismo. El proceso consistía en hacer una fotografía mental del miedo,
que siempre resultaba ser una instantánea antigua, con los bordes dentados y
blancos. En mi cabeza sólo veía ese papel y un armario también antiguo, de
madera, con dos grandes puertas. Entonces, escuchaba cómo se rasgaba la
fotografía y la veía dividirse en cuatro trozos. Al mismo tiempo, las puertas
del armario se abrían de par en par, dejando ver un interior negro, como si la
trasera del mueble comunicase con el vacío más absoluto. Y a él iban los
fragmentos del miedo hecho foto y luego se cerraban las puertas y el mueble se
alejaba de mí –o yo de él- como si flotará en el mismo vacío que encerraba.
Aquel sistema siempre me había
funcionado. Había conseguido llenar el armario de sombras que pasaban por el
hueco de la puerta, o de barcos hundidos que se hundían delante de mí, o del
cuadro del grito de Münch, roto en cuatro pedazos. Y lo había llenado con la
certeza de que era capaz de encerrar cada miedo y arrojarlo al olvido de lo
inmaterial, al absurdo de lo irracional y a lo risible de lo infantil. Pero,
sobre todo, lo había llenado con la certeza de no tener que abrirlo nunca.
Porque nunca pensé que existiera, y menos aún que fuera físico y que mis manos llegarían
a tocar su madera y juguetearían con la llave, girándola en la cerradura.
Aun hoy no sé muy bien en qué
momento llegó aquel armario al chalet de mis abuelos. Sería tras desmontar la
casa de mi bisabuela. El caso es que llegó sin que yo lo viera. De hecho he
llegado a imaginármelo cogiendo el autobús y bajando él solito hasta el
trastero donde lo encontré. Y lo peor es que no me provoca la risa que la
situación requiere, sino otra más nerviosa e intranquila, otra que luego se
torna en sonrisa congelada. Tal vez la misma sonrisa que se me quedó en su
momento, con apenas nueve años, cuando entré en aquel cuarto en penumbra,
buscando tesoros olvidados entre el olor a humedad y a tierra. Sólo puedo decir
que el ambiente se volvió aún más sofocante cuando aparté un colchón y me
encontré cara a cara con las dos enormes puertas que habían sido las puertas de
mi infierno particular –así, sin dramatismos-.
De pronto el aire empezó a pesar
y me di cuenta de que sudaba, de que tenía el pelo pegado a la frente y de que mi
respiración se entrecortaba. Podía notar el corazón en el cuello y su sonido
golpeaba mis tímpanos como si alguien lo hubiera encerrado al otro lado del
armario. Permanecí quieto frente al mueble y alargué el brazo derecho hasta
posar la mano junto a la llave. La madera estaba caliente, el tacto era
desagradable. Sin darme cuenta mis dedos ya tocaban la llave y, al poco, ya la
giraban con sus chasquidos mecánicos. Enseguida la puerta quedó libre y se
entreabrió. Llevé mis dedos al borde y estiré.
Lo que vi me hubiera hecho
gritar, sino fuera porque ya estaba corriendo cuando procesé lo que mis ojos
habían captado: este armario no albergaba el vacío, sino bolsas verdes
traslúcidas con rostros pegados al plástico. Rostros deformados, hundidos,
coronados por cabellos fundidos en mechones apelmazados. Manos gordas, de dedos
cortos; manos que parecían haber intentado romper ese útero colectivo y que encrespaban
su superficie en decenas de picos. Pies con sandalias grotescas, como
ortopédicas, y, más que nada, ojos. Ojos en blanco, ojos con párpados casi
cerrados, como en un guiño paralizado justo antes de ser un guiño. Ojos vueltos
del revés que miraban al frente con su lado imposible.
Ni siquiera cerré la puerta,
claro. Tuve que disimular mi pánico cuando desperté a mi abuela de la siesta.
Ella, como siempre, me respondió con la sonrisa más reconfortante del mundo, y
me reprendió: “¿Ya te has ido a investigar?” Se ve que mi actuación no fue lo
suficientemente convincente, o será que ella siempre ha sabido que tiene el
nieto más cotilla y miedoso del mundo conocido. “Esas deben de ser las muñecas
de Tita y de mamá”, tanta candidez para resumir una de mis vivencias más
perturbadoras.
Aquella noche no dormí, pensando
en que las muñecas terminarían de desgarrar las bolsas y escaparían en mitad de
la noche. Imaginé un ruido en el exterior y me sorprendí mirando por la
ventana. Casi podía verlas, bañadas por la luz blanca de la luna, como
fantasmas materiales, quietas, erguidas, sin moverse pero mostrando que habían
llegado hasta allí cuando nadie observaba. Unas más pequeñas, otras más altas.
Me hubiera muerto con un solo movimiento de sus cabezas deformes.
A la mañana siguiente mi abuelo
decidió deshacerse de ellas. Yo presencié el estado de aquellas muñecas –como
cadáveres- y nunca podré olvidar lo que el tiempo, la humedad y el calor
hicieron con sus cuerpos. Fue espeluznante. Por eso esperé a que llegase el
camión de la basura, ya de madrugada. Por eso me asomé sobre la valla del
chalet y vi como los basureros abrían el contenedor y por eso se me cortó la
respiración cuando uno de ellos sacó a la muñeca más grande. Se quedó mirándola
y comentó algo con su compañero. La sujeto con los dos brazos y la puso a la
altura de su cara, como si fuese su hija. El compañero le dijo algo que no pude
oír. Tras él, las luces naranjas del camión parpadeaban sobre la cara de la
muñeca, como el piloto que iluminaba la cara del payaso. Entonces giró la
cabeza y me miró, mientras el contenedor, con los cuerpos de sus hermanas, se
agitaba contra las entrañas del camión. Yo le mantuve la mirada, pensando en el
efecto óptico de las luces giratorias de la cabina, pero el basurero la alejó
de sí tanto como le permitieron sus brazos. Después la lanzó contra la prensa,
junto al resto de basura y, por último, conseguí ver una pierna, que luego fue
aplastada. Una pierna que se movía, claro.
Un par de años más tarde tuve
otro affaire terrorífico con una
muñeca un poco más pequeña, pero de mirada aún más turbadora. No tengo ni idea
de cómo llegó a mis manos, aunque recuerdo que di por terminada nuestra
relación lanzándola por la ladera del barranco adyacente al chalet. Semejante
falta de diplomacia me costó cara, porque su figura de bruces sobre la tierra
me atormentó durante otra noche de terror estival. Así que, a la mañana
siguiente, me armé de valor, la recuperé y la tiré al contenedor que contuvo a
sus extintas compañeras.
Desde entonces he procurado
mantenerme alejado de cualquier tipo de imitación humana. Cualquier muñeco, por
cándida que sea su apariencia, se me antoja terrible en su posibilidad de
movimiento autónomo, de movimiento ajeno a su condición inerte, de movimiento
sin alma. Porque la criatura resultante sería imposible en esencia. No ya por
lo estúpido del planteamiento, o por su invalidez técnica, sino por su
perversión de lo humano; por su imitación de lo que nos define sin el
ingrediente mágico que nos hace conscientes de nuestra existencia.
Yo, por lo pronto, no devuelvo
guiños a párpados de plástico.