sábado, 21 de abril de 2012

Películas que recordaré (IV): El muñeco diabólico.


El silencio siempre resulta un estímulo para el terror. Quizás porque podemos escuchar nuestros pensamientos. No digo ya pensar, sino escuchar nuestros secretos en un volumen audible, un volumen casi indiscreto, con nuestra voz fuera de nosotros y el alma puesta en el éter, a un tiempo muertos y a otro espectadores de nuestro miedo. Aunque no creo que pensase en esto el fatídico día en que vi El muñeco diabólico. Es más, aun hoy, sabiendo la parálisis y los sudores fríos que en su momento me provocó, no puedo reprimir cierta sonrisa de autosuficiencia al pronunciar el título; es ridículo. Y de tan ridículo se torna grotesco y de tan grotesco, monstruoso; de monstruoso, cotidiano; y de tan cotidiano, definitivamente terrorífico. Como mi sonrisa congelada, como cualquier sonrisa congelada.

No sabría decir apenas nada de la película. Sólo guardo vagos recuerdos que supongo censurados a golpe de evitarlos. Son recuerdos como flashes, de los que golpean y te vuelven la cara, o la vuelves tú para no mirarlos: un muñeco con el pelo rojo, que se mueve. Y yo mismo, mirando lo imposible con cinco o seis años, en el salón de mis abuelos, rodeado de cuadros y pisando un suelo de moqueta marrón, aterrorizado por el momento de ir a dormir, pero sin dejar de mirar. Siempre me ha pasado lo mismo, siempre esta fascinación por lo que no debe de ser, por lo imposible. Porque no me aterrorizaba que el muñeco matara gente, al fin y al cabo, eso también lo hacen los seres humanos y no tiene nada de extraordinario. Lo que en realidad me asustaba era que se moviera, que cobrara vida.

Después supongo que mi abuela apagó la luz y me dejó en mi cama. También supongo que, nada más darse la vuelta, yo miré bajo el somier, esperando encontrar a una muerta que nunca llegó a presentarse, por más que la esperara cada noche. Y, tras el ritual, con la casa en silencio, mis ojos se posaron sobre el muñeco del payaso, a los pies de la cama, iluminado por la luz naranja de un pequeño piloto para niños. Me conozco y sé que lo miré sin querer mirar, o que evité mirar, queriendo mirarlo. También sé que me di la vuelta, esperando el susurro de la tela sintética del traje del payaso, o sus leves huellas sobre el parqué, acercándose a mi espalda. Peor que sentir su mano en mi cuerpo hubiera sido no sentir nada en toda la noche, salvo su presencia inmóvil, o su mirada de plástico clavada en mi nuca.

Con el tiempo, el miedo se desvaneció, como suele pasar con las cosas que uno espera y no terminan de ocurrir. Así que olvidé a la muerta de debajo de la cama –que no venga ahora, que estoy casado- y aparqué el temor al payaso. Debí de pensar que, si hasta entonces no se había movido, era poco probable que lo hiciera en adelante. No obstante, el miedo al arquetipo quedó en mí, puede que reposado y cobijado bajo otras inquietudes, y tal vez por ello más profundo y peligroso. Sin embargo, eso no lo sabría hasta años más tarde, cuando ocurrió una extraña coincidencia. Una coincidencia que enseguida les explico: durante mis años de infancia desarrollé una técnica para evitar que mis múltiples temores me paralizasen hasta hoy mismo. El proceso consistía en hacer una fotografía mental del miedo, que siempre resultaba ser una instantánea antigua, con los bordes dentados y blancos. En mi cabeza sólo veía ese papel y un armario también antiguo, de madera, con dos grandes puertas. Entonces, escuchaba cómo se rasgaba la fotografía y la veía dividirse en cuatro trozos. Al mismo tiempo, las puertas del armario se abrían de par en par, dejando ver un interior negro, como si la trasera del mueble comunicase con el vacío más absoluto. Y a él iban los fragmentos del miedo hecho foto y luego se cerraban las puertas y el mueble se alejaba de mí –o yo de él- como si flotará en el mismo vacío que encerraba.

Aquel sistema siempre me había funcionado. Había conseguido llenar el armario de sombras que pasaban por el hueco de la puerta, o de barcos hundidos que se hundían delante de mí, o del cuadro del grito de Münch, roto en cuatro pedazos. Y lo había llenado con la certeza de que era capaz de encerrar cada miedo y arrojarlo al olvido de lo inmaterial, al absurdo de lo irracional y a lo risible de lo infantil. Pero, sobre todo, lo había llenado con la certeza de no tener que abrirlo nunca. Porque nunca pensé que existiera, y menos aún que fuera físico y que mis manos llegarían a tocar su madera y juguetearían con la llave, girándola en la cerradura.

Aun hoy no sé muy bien en qué momento llegó aquel armario al chalet de mis abuelos. Sería tras desmontar la casa de mi bisabuela. El caso es que llegó sin que yo lo viera. De hecho he llegado a imaginármelo cogiendo el autobús y bajando él solito hasta el trastero donde lo encontré. Y lo peor es que no me provoca la risa que la situación requiere, sino otra más nerviosa e intranquila, otra que luego se torna en sonrisa congelada. Tal vez la misma sonrisa que se me quedó en su momento, con apenas nueve años, cuando entré en aquel cuarto en penumbra, buscando tesoros olvidados entre el olor a humedad y a tierra. Sólo puedo decir que el ambiente se volvió aún más sofocante cuando aparté un colchón y me encontré cara a cara con las dos enormes puertas que habían sido las puertas de mi infierno particular –así, sin dramatismos-.

De pronto el aire empezó a pesar y me di cuenta de que sudaba, de que tenía el pelo pegado a la frente y de que mi respiración se entrecortaba. Podía notar el corazón en el cuello y su sonido golpeaba mis tímpanos como si alguien lo hubiera encerrado al otro lado del armario. Permanecí quieto frente al mueble y alargué el brazo derecho hasta posar la mano junto a la llave. La madera estaba caliente, el tacto era desagradable. Sin darme cuenta mis dedos ya tocaban la llave y, al poco, ya la giraban con sus chasquidos mecánicos. Enseguida la puerta quedó libre y se entreabrió. Llevé mis dedos al borde y estiré.

Lo que vi me hubiera hecho gritar, sino fuera porque ya estaba corriendo cuando procesé lo que mis ojos habían captado: este armario no albergaba el vacío, sino bolsas verdes traslúcidas con rostros pegados al plástico. Rostros deformados, hundidos, coronados por cabellos fundidos en mechones apelmazados. Manos gordas, de dedos cortos; manos que parecían haber intentado romper ese útero colectivo y que encrespaban su superficie en decenas de picos. Pies con sandalias grotescas, como ortopédicas, y, más que nada, ojos. Ojos en blanco, ojos con párpados casi cerrados, como en un guiño paralizado justo antes de ser un guiño. Ojos vueltos del revés que miraban al frente con su lado imposible.

Ni siquiera cerré la puerta, claro. Tuve que disimular mi pánico cuando desperté a mi abuela de la siesta. Ella, como siempre, me respondió con la sonrisa más reconfortante del mundo, y me reprendió: “¿Ya te has ido a investigar?” Se ve que mi actuación no fue lo suficientemente convincente, o será que ella siempre ha sabido que tiene el nieto más cotilla y miedoso del mundo conocido. “Esas deben de ser las muñecas de Tita y de mamá”, tanta candidez para resumir una de mis vivencias más perturbadoras.

Aquella noche no dormí, pensando en que las muñecas terminarían de desgarrar las bolsas y escaparían en mitad de la noche. Imaginé un ruido en el exterior y me sorprendí mirando por la ventana. Casi podía verlas, bañadas por la luz blanca de la luna, como fantasmas materiales, quietas, erguidas, sin moverse pero mostrando que habían llegado hasta allí cuando nadie observaba. Unas más pequeñas, otras más altas. Me hubiera muerto con un solo movimiento de sus cabezas deformes.

A la mañana siguiente mi abuelo decidió deshacerse de ellas. Yo presencié el estado de aquellas muñecas –como cadáveres- y nunca podré olvidar lo que el tiempo, la humedad y el calor hicieron con sus cuerpos. Fue espeluznante. Por eso esperé a que llegase el camión de la basura, ya de madrugada. Por eso me asomé sobre la valla del chalet y vi como los basureros abrían el contenedor y por eso se me cortó la respiración cuando uno de ellos sacó a la muñeca más grande. Se quedó mirándola y comentó algo con su compañero. La sujeto con los dos brazos y la puso a la altura de su cara, como si fuese su hija. El compañero le dijo algo que no pude oír. Tras él, las luces naranjas del camión parpadeaban sobre la cara de la muñeca, como el piloto que iluminaba la cara del payaso. Entonces giró la cabeza y me miró, mientras el contenedor, con los cuerpos de sus hermanas, se agitaba contra las entrañas del camión. Yo le mantuve la mirada, pensando en el efecto óptico de las luces giratorias de la cabina, pero el basurero la alejó de sí tanto como le permitieron sus brazos. Después la lanzó contra la prensa, junto al resto de basura y, por último, conseguí ver una pierna, que luego fue aplastada. Una pierna que se movía, claro.

Un par de años más tarde tuve otro affaire terrorífico con una muñeca un poco más pequeña, pero de mirada aún más turbadora. No tengo ni idea de cómo llegó a mis manos, aunque recuerdo que di por terminada nuestra relación lanzándola por la ladera del barranco adyacente al chalet. Semejante falta de diplomacia me costó cara, porque su figura de bruces sobre la tierra me atormentó durante otra noche de terror estival. Así que, a la mañana siguiente, me armé de valor, la recuperé y la tiré al contenedor que contuvo a sus extintas compañeras.

Desde entonces he procurado mantenerme alejado de cualquier tipo de imitación humana. Cualquier muñeco, por cándida que sea su apariencia, se me antoja terrible en su posibilidad de movimiento autónomo, de movimiento ajeno a su condición inerte, de movimiento sin alma. Porque la criatura resultante sería imposible en esencia. No ya por lo estúpido del planteamiento, o por su invalidez técnica, sino por su perversión de lo humano; por su imitación de lo que nos define sin el ingrediente mágico que nos hace conscientes de nuestra existencia.

Yo, por lo pronto, no devuelvo guiños a párpados de plástico.