Empezaba a hacer un frío al que,
con el tiempo, debería acostumbrarme. Allá por el año 2002, iba a decir. Parece
mentira lo poco y lo mucho que ha pasado y lo que se transforman los recuerdos
en mi memoria, con su voluntad caprichosa y exagerada. Aun así, del frío estoy
seguro. Un frío muy distinto del acostumbrado en mi Mediterráneo. Madrid se me
presentó seco y frío, con los ojos entrecerrados y la cara adormecida, como si
hubiera que anestesiarse para poder soportar la estancia. Y en verdad mis pasos
eran automáticos, seguramente porque recorrían un trayecto rutinario, de casa
al metro, del metro a la universidad y, luego, en sentido inverso, al final del
día. Pero en esta ocasión era por la mañana, con la gente caminando en mi
contra, me sentía como un salmón contracorriente y me atemorizaba la idea de
seguir el mismo destino; no me veía desovando y muriendo. Tenía mejores
expectativas de futuro.
Aquel río de gente hoy ha
menguado, como también la frecuencia de las caras extranjeras y los acentos
variados. Con ellos también se han ido muchos de los comercios que jalonaban la
calle camino del metro. En los últimos años, a pesar de ser una calle populosa,
no es complicado ascender a contracorriente y el síndrome del salmón se ha
atenuado. Por ello, quizás ahora hubiera actuado de una forma distinta ante lo
que voy a contar. Quizás me hubiera parado, o quizás hubiera seguido a aquel
hombre, que se alejaba a trompicones, arrastrado por la mayoritaria corriente
de bajada, alejándose de mí, arrastrado a mi vez corriente arriba por una
señora estándar y su desproporcionado carrito de la compra.
Aquella mañana cargaba con mi
mochila y me había subido el cuello del abrigo, cosa que me hacía sentir
bastante interesante y moderaba mi malestar por el clima. Reconozco que tengo
la costumbre de mirar a la gente; sus caras, sus expresiones. Disfruto
descubriendo a alguien que sonríe sin compañía y sin mirar el teléfono móvil.
Es una cursilería, pero es agradable imaginar qué o quién ha provocado la
sonrisa. Igual de interesante que escuchar conversaciones ajenas, aunque sea
menos poético y esté peor visto. Pues supongo que algo de eso estaría haciendo;
ver la sucesión de rostros calle abajo, algunos incluso difuminados y otros
superpuestos, con mezcla de ojos verdes, negros, pelo largo y corto a la vez,
hombre y mujer. Hasta que decidí fijar mi vista un poco más adelante, donde el
objetivo no era tan fugaz y el panorama no mareaba.
A unos veinte metros distinguí a
un hombre entre la masa humana. Fue su manera de andar lo que me hizo fijarme
en él. Alto y encorvado, caminaba como si se apoyase en un bastón que no
existía; una mano, oculta, presionando algún punto de su costado bajo la
gabardina; la otra, extendida, asiendo el aire y todo lo que quedaba a su
alcance, árboles, farolas, papeleras y coches. Se iba acercando y su cabeza
emergía y se sumergía entre las demás. La gente se acumulaba a su espalda y lo
adelantaba con desagrado. Yo me quedé hipnotizado por la cojera y la cadencia
y, con la distancia acortada a la mitad, pude ver su indumentaria. Una
gabardina clásica color camel, desabrochada, que ondeaba a su alrededor,
dejando ver un forro de cuadros Burberry´s
y un traje negro. “Un traje negro en plena mañana”, me extrañe. Y conforme mis
ojos fueron recorriendo al desconocido, tanto más aumentó la extrañeza.
No llevaba un traje negro, era un
esmoquin. Una fila línea de raso cubría la costura exterior de los pantalones,
del bolsillo al dobladillo y, bajo la gabardina, se intuían unas solapas
también de raso y una pajarita medio deshecha. Si la cosa se hubiera quedado
ahí, no habría pasado de simple pieza que no encaja. Frivolidades aparte y por
mucho que los estadounidenses perviertan el esmoquin como atuendo nupcial, no
le recomiendo a nadie el brillo del raso de buena mañana, por muy fría y gris
que esta sea. Eso pensaba mientras la distancia se reducía y sus ojos se
posaron en los míos. Ojos azules que hacían juego con la mañana y cabello ralo
y rubio, corto, peinado con la raya a la izquierda. Bajé la vista cuando nos
separaban apenas tres o cuatro metros. Entonces la vi, la mancha de sangre que
se extendía bajo la mano, sobre la camisa blanca, cubierta por el esmoquin y la
gabardina. No creo que ocurriese como lo recuerdo, porque la sangre era más
negra que roja, pero en mi memoria la mancha no deja de expandirse. Crece y
crece apoderándose de la camisa en todas direcciones.
La visión de la sangre no pudo
durar más de uno o dos segundos, porque volví a mirarlo a los ojos y entonces
fue él quien apartó la mirada. Dirigió sus ojos al frente, conteniendo el dolor
en ese gesto de aparente inexpresividad que tensa la mandíbula. Para entonces
ya nos habíamos cruzado, casi nos habíamos rozado. El bullicio, los coches, los
autobuses, todo parecía haber desaparecido barrido por un vacío similar al
dolor del desconocido, ese vacío que cubre con un leve pitido los tímpanos y
que, cuando se retira, parece que al mundo le han subido el volumen. Cuando me
giré y lo vi alejarse, sumergiéndose y emergiéndose su cabeza entre las demás,
volvió todo el alrededor a mis sentidos.
La señora estándar y su carrito
descomunal se acercaban peligrosamente a mis talones. No podía retroceder, no
podía dar la vuelta. También la situación había sido demasiado extraña como
para reaccionar y ofrecer mi ayuda al hombre del esmoquin. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo
se comportaría? El gesto de la señora estándar denotaba molestia y cierto hartazgo.
Me di la vuelta y continué mi camino hasta el metro. Luego pasé todo el día
pensando en el desconocido, en su noche anterior. Recién salido de una película
de James Bond, herido en una pelea al amanecer, justo a la salida de un after, entre modelos borrachas y
ejecutivos drogados. “Se le echó encima Sean Connery y el desconocido sacó su
cuchillo de la KGB, el del tobillo, mediano pero terriblemente afilado, con el
filo de arriba dentado para desgarrar. Debieron forcejear, por ejemplo, en
mitad de AZCA, rodeado por las moles de oficinas vacías”.
Eso pensaba y lo sigo pensando.
Creo que el ruso se hizo el muerto y Connery lo dejó estar. Las primeras luces
del amanecer se reflejaron, doradas, sobre la pared este del Edificio Windsor
cuando el desconocido escuchó los pasos de Bond alejándose. Los escuchó bien
porque su oreja descansaba en el suelo de baldosas de guijarros, como los
indios en las películas de vaqueros, auscultando las vías del tren y
traduciendo el sonido en minutos y segundos. Pasado un lapso impreciso,
consideró que Connery ya no representaba ninguna amenaza y entreabrió los ojos.
Se levantó lentamente y, al incorporarse, se tensaron los músculos de su
costado y vio manar la sangre, rojo sobre blanco. Entonces la mancha si se
extendió y él se llevó la mano a la herida. Ya no la quitaría de allí. Se apoyó
en el otro brazo y se encaminó hasta un chalet de la calle de Alfonso XIII.
Allí lo esperaba su enlace de emergencia, bien escondido tras los setos y
encajonado entre muros inusualmente altos. Yo me lo crucé ya cerca, pero nunca
sabré si llegó.
Lo que sí sé es que aquella
mañana me convertí en parte de ese Madrid humano que es decorado, que es
objeto, que observa y no ve, que se torna cosa, paisaje, que tiene sentidos y
sentimientos, pero sólo para sí. Esa amalgama de personas ajenas que camina por
el mundo como si rozara una pantalla de cine. Cada uno pegado a otro, en mitad
de la multitud, pero aislado por su propia irrealidad panorámica. Todo lo que
excede de la punta de los dedos es ficción. No hay tragedia, solo trama. El
problema es que tampoco vemos la totalidad y nos hemos acostumbrado. Hasta la
curiosidad hemos perdido. Son pasajes sin principio ni final y, en su inacabada
lejanía, no nos importan. Porque nos creemos espectadores que cruzan los halos
de los proyectores sin arrojar sombra en la pantalla. No caemos en que nuestra
sombra no puede dejar negra la realidad, porque no hay proyección alguna.
Preferimos pensar en que ni siquiera arrojamos sombra porque también nosotros
somos ficción. Es la única manera de sentirse protagonista entre tantas
historias simultáneas.