Es una calle extraña. No parece
Madrid. Serpentea, sube, baja, se retuerce y va a morir en mitad de un bosque.
Pasa del mestizaje y la degradación a las urbanizaciones de lujo. Sirve también
de linde entre los restaurantes de comida rápida y los restaurantes de comida
lenta; entre dos mundos, el de los que miran y el de los que no ven, los que
ansían y los que nunca tienen suficiente. Los que sueñan y los que duermen. Es
una calle extraña, sí. Y quizás no se parezca a Madrid, pero se parece al
mundo. Porque es frontera, límite y a la vez canal, o arteria.
Y en ella, en la parte de los que
ansían, hay una casa de dos alturas, de principios del siglo XX. Una casa que
se parece a todas las casas viejas del barrio, encerradas entre otras más
altas, sobre todo de los cincuenta y sesenta, quizás unas pocas de los dos mil,
precrisis, con esa pinta insulsa de
eterno piso piloto. Esta, no. Tiene carácter. Dos balcones corridos por piso y
cuatro puertas en cada uno. En el bajo, un gimnasio que debió de cerrar hace
décadas y el portal, un arco negro cerrado por una puerta con filigranas de
forja. No hay cristal, solo el pasillo, con una exigua fila de buzones y una
puerta pequeña al fondo. No se ve la escalera y la luz del exterior parece
incapaz de atravesar ese túnel de techo altísimo.
Hasta aquí, todo normal. Quizá un
poco decadente, pero nada raro. Es cierto, aunque he olvidado mencionar que uno
de los balcones tiene un lona de lado a lado. En ella se lee: "Se vende
edificio". No es la primera vez que leo algo así, pero en cada ocasión he
sentido lo mismo que ahora, cierta tristeza. Desazón. No es lo mismo vender un
piso que un edificio. Más que nada, porque para lo segundo es necesario
interrumpir todas las vidas que contiene. Y no es una interrupción en el sentido
estricto, porque se antoja definitiva. Es una interrupción absoluta. Como un
interrogante gigante y absurdo, un globo de helio de esos dorados con los que
la gente celebra sus cumpleaños, pero sin número. Solo la interrogación
flotando en el centro de cada estancia vacía, al otro lado de las
contraventanas cerradas.
Un "¿Y ahora qué?"
sobre los suelos de baldosa hidráulica. "Ahora, nada" grita el
silencio de la realidad. Un silencio que es vacío, pero que no es silencio: los
autobuses chirrían como ajustándose al trazado difícil de la calle frontera. Es
un silencio de vida. Aunque no del todo. Porque alguien vive. Creo que en el
segundo. Sobre las cuatro contraventanas cerradas, en el piso de la lona. Alguna vez lo he visto. Es un señor normal, bajito, algo
calvo, con barba, con esa edad indeterminada entre los cuarenta y muchos y los
sesenta y pocos. No podría decir si lleva fatal la cuarentena o muy bien la
sesentena, pero sí podría decir que no lo
lleva bien en general. Porque vive en la casa donde nadie vive.
Hay días en los que abre la
puerta de forja y entre sus filigranas deja las cartas que siguen llegando. Sobre el papel, siempre una caligrafía tosca: "No
reside". Letras mayúsculas, cuadradas, un trazo anguloso y el surco de
quien escribe con demasiada fuerza o sobre una superficie blanda, como un
colchón. "No reside". Ni siquiera "no reside aquí". Se diría que el destinatario
ha dejado de existir. No reside. Y punto.
Son habituales esas cartas y me
llama la atención que no las tire. Es lo que me hace pensar que él mismo fue
uno de esos vecinos que ya no residen. Cualquier otro las habría tirado. Pero
él no, porque le gusta ver entrar al cartero y dejarlas en los buzones. Le
parece que el edificio entero cobra vida sobre su cabeza. Sube la escalera y
escucha voces tras las puertas. Voces familiares entremezcladas con la radio,
seguramente la misma emisora de siempre. También le llega el olor de la comida
a través de la ventana del descansillo. No repara en el polvo del pasamanos, a
sus ojos la madera cálida le sostiene pulida por el subir y bajar de manos.
Igual que siempre. No la ve mate y gris por el polvo negro de Madrid.
La semana pasada retiró el
candado con el que se encierra cada día. Al poco vi las contraventanas
del primer piso abiertas y a un grupo de gente trajeada tras los cristales
emplomados. "Inversores", me vino a la cabeza. Inversores, con el mismo tono que mi abuelo mascullaba beatos a los que salían de misa. Miraban
arriba y abajo, a un lado y a otro, como si no fueran a derribar el edificio
hasta los cimientos. Traté de imaginarme al señor de la casa abriendo el
candado oxidado a los ejecutivos.
Lo vi en pantalones cortos y con una camiseta sin mangas, porque es como lo he
visto siempre. Y deseé que realmente les hubiera recibido así. Al fin y al
cabo, él sí está en su casa.
De lo que estoy seguro es que,
cuando se fueron, volvieron los interrogantes a flotar sobre el suelo de
baldosa hidráulica. No tardó en cerrar las contraventanas, pero antes de
hacerlo pudo ver las huellas de los inversores
rompiendo la película perfecta de polvo. Un baile deshilvanado de pasos erráticos
al trasluz del atardecer. El cielo anaranjado recortado en cuatro partes y, más
abajo, la vida imparable de la calle frontera. Aquella noche no escuchó los
ronquidos del vecino del primero. "Los interrogantes no roncan", dijo
en voz alta para romper el silencio insoportable. Y se le cayó el mundo a los
pies.
Tardó en dormirse. Dio mil
vueltas en su cama. Le pareció estúpido que su mundo se hubiera
extinguido en un abrir y cerrar de ojos. Pensó en el suicidio, otra vez, pero
le dio miedo. Otra vez. Y otra vez tuvo la misma pesadilla que tuvo el mismo
día en que le empezaron a pagar por vivir en su propia casa: Un portal de
mármol de color crema, con un ascensor de esos que hablan y te dicen que
efectivamente has llegado al piso que has pulsado. De sus puertas recién
abiertas sale un tipo con una carta en la mano. Es un tipo trajeado, como si
fuera un inversor. Enseguida se
acerca hasta una fila de buzones de acero pulido y apoya el sobre encima. Luego
mira su reflejo en la superficie metálica, se sonríe y se encamina hacia la
calle, hacia una puerta anodina de aluminio y cristal. El señor de la casa la
reconoce, es la misma vista que ha tenido toda su vida, pero ya no hay ninguna
filigrana de forja. Entonces, recorre el portal como un fantasma -como una
interrogación-, incorpóreo, y se acerca hasta los buzones. Allí sigue la carta.
Lee su nombre y debajo la misma letra, cuadrada, angulosa, casi desgarrando el
papel: "No reside".