miércoles, 25 de agosto de 2010

Paciencia.

Agosto es el mes de vacaciones por excelencia, excepto para todos los albañiles del mundo. Da igual que la empresa sea privada o pública. Da igual que se trate de construir una autovía o de revisar las tuberías de agua. Lo importante es fastidiar al mayor número posible de gente de la manera más molesta. Pondré un ejemplo personal, además de preguntarme por el genio que decide asfaltar la A-3 todos los veranos desde que tengo carnet de conducir.

El ejemplo personal es más cotidiano, más soleado, más entrañable, más familiar y más ruidoso. Aprovechando que en agosto Madrid se desangra de vecinos, muchas comunidades deciden acometer las obras de reforma durante este mes. Ustedes podrán decirme que es una medida mucho más razonable que asfaltar carreteras en plena operación salida, pero a una comunidad de vecinos se le presupone más sentido común que a un ministerio.

No parece, por tanto, tan mala idea. Sin embargo debieron olvidar mi magna presencia –quizá haya sobrevalorado mi relevancia social- justo enfrente de una de esas obras estivales. Tampoco parece especialmente complicada la reforma de un portal no especialmente amplio, pero el mismísimo Juan de Herrera palidecería ante los plazos de ejecución. Si estos obreros se hubiesen ocupado de la construcción de El Escorial, La Sagrada Familia sería un ejemplo de celeridad.

Llevan dos semanas picando todo el portal con un martillo y un cincel. Al principio pensé que sólo pretendían desprender el alicatado que cubría las paredes. Pero, una vez desprendido, siguieron picando con más ahínco. Entonces me planteé la posibilidad de que intentaran esculpir un altorrelieve en el hormigón que hubiera hecho las delicias de Fidias. De nuevo había sobreestimado las capacidades artísticas de mis queridos obreros. No, no pretendían crear un grupo escultórico en los muros del sórdido portal. Sólo querían dar martillazos contra el escoplo hasta que se les saltasen los empastes. O hasta que yo mismo les hiciera la ortodoncia con un martillo neumático.

Un día, otro día, otro más. Era fascinante, hasta interesante desde un punto de vista masoquista. Lo picaron todo. Las paredes, el techo, las jambas de la puerta, una pequeña marquesina, el suelo. Eran termitas humanas, carcomas del cemento. Llegué a pensar en la esperanzadora posibilidad de que, con su característica insistencia, destrozasen los cimientos y se les cayera el edificio encima. En un primer momento me sentí algo culpable ante tal ocurrencia, no por los propios albañiles, sino por los habitantes del inmueble. Luego pensé que, cuanto más peso se desplomara sobre ellos, tanto mejor. Siempre quedaba la posibilidad de que se abrieran paso a través de la montaña de escombros hasta salir a la superficie con un gesto triunfal en sus malditas caras. En ese instante, una vez en lo alto, se agacharían y picarían cada trozo de ruina hasta reducirla a yeso.

Y así se metían en mis sueños. De repente soñaba con el ruido, me despertaba y ahí estaba. A las ocho de la mañana. Clac, clac, clac, clac, clac. Cuanto los odié. Cuántos “pero qué hijos de la gran puta” me arrancaron. Cuantas veces deseé que picaran hasta caer en un túnel de Metro un segundo antes de que pasara el tren. Pero nada de ello ocurrió. No se arrancaron la mano de un martillazo. No bajé y les abrí la cabeza con el cincel –pero despacito, golpecito a golpecito-. No, que va. No pasó nada. Simplemente cesó el sonido. Habían picado todo lo picable. Picaron hasta cosas que no sabía que existían. Picaron complejos conceptos metafísicos y vanos objetos cotidianos. Picaron en lo más profundo de mi paciencia.

Por eso me alegro de que en España sea tan complicado acceder a un permiso de armas. Porque sólo hay algo que me desespera más que semejante tortura; la burocracia. Sí, la burocracia me ha hecho un hombre libre. Mi impaciencia me hubiera convertido en un asesino. Por eso sé que en Estados Unidos no tienen menos paciencia, tienen más medios de conseguir silenciar todo cuanto les moleste. Ciudadanos y Gobierno. A mí me toca aguantarme –por fortuna-.

jueves, 19 de agosto de 2010

Breve semana de asueto.

Como buen español, que no español de bien, esta semana rindo culto a ese dios pagano llamado Agosto. Les emplazo el miércoles que viene, como siempre, en un nuevo artículo de La realidad a tientas.
Gracias y disfruten del verano.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Violencia de género.

Hace ya tres años, los azares de la vida me llevaron hasta un mitin del Partido Socialista en Alicante. Yo era joven e inexperto, algo inocente y hasta cándido en algunos sentidos, así que me lancé de lleno al gran circo de la política. Llegaba, no obstante, con firmes sospechas –luego confirmadas- de que el acto en cuestión tendría mucho de sectarismo y otro tanto de colegueo fingido. Sin embargo, dada mi condición de persona llena de prejuicios consciente de ello, decidí darles un voto de confianza.

No negaré mi afinidad al lado izquierdo de la política. Tampoco negaré que aquello tenía poco que ver con mis convicciones políticas. Sin tratar de esconderlo, reconoceré que la intervención de María Teresa Fernández de la Vega me resultó interesante hasta el punto de preferirla cien mil veces como presidenta al propio Zapatero. Pero ya había en ella algo que me chirriaba: “Compañeros y compañeras; alicantinos y alicantinas, ciudadanos y ciudadanas…” Cuando empezó a hablar Leire Pajín, quise ahorcarme con los cordones de mis zapatos.

Aquello no se podía soportar. Y es que resulta que alguien, en algún momento entendió que el feminismo consistía en eliminar el uso del genérico en Castellano. Se ve que lo veían machista, discriminatorio o vaya usted a saber qué. No negaré que el idioma, al igual que la sociedad, encierra en sus usos más arraigados costumbres que arrastramos de un pasado tremendamente machista. Por ejemplo, si hablamos de un hombre alegre es sinónimo de extrovertido y sociable –vamos, un tipo simpático-, pero decirlo de una mujer... O que algo estupendo –en según qué ambientes de los que les recomiendo alejarse- sea la polla, mientras que algo pesado o desagradable sea un coñazo. Pero me niego a dejar de usar el genérico por motivos de feminismo mal entendido.

Aunque no se lo puedan creer, en mi grupo de amigos también hay mujeres y entre mis compañeros de universidad se cuentan con mayoría los del género femenino. No veo dónde está el problema que hace hablar el doble a aquellos políticos. Ciudadanos somos todos, también las mujeres. Y alguno de aquellos me dirá que por qué es masculino. Yo le responderé que es genérico y que engloba a los dos sexos. Como seguramente mi interlocutor no tenga ni idea de lo que significa genérico –si no lo utilizaría, para beneficio de su oratoria-, le preguntaré por qué en su igualitario modelo nombra primero a los compañeros que a las compañeras. Quizá se muera de miedo ante la posibilidad de haber estado ejerciendo un comportamiento presuntamente machista y cambie el orden, anteponiendo el femenino de ahora en adelante, lo que no deja de ser una estupidez a la altura de mis expectativas.

Este asunto se complica y viene de antes si hablamos de profesiones. Parece ser que algunos feministas, más preocupados en el lenguaje que en los problemas de base, no quieren ser arquitectos, médicos o jueces. Sienten la imperiosa necesidad de poner una “a” al final para liberarse del yugo machista. Verán claramente el disparate cuando yo me niegue a ser periodista, porque quiero ser periodisto. Por no hablar de policíos, callistos… Tampoco querré ser altruista, pudiendo ser altruisto. Y desde luego jamás volveré a ser una persona cuando me convierta en un persono.

Dejemos en paz al idioma, que no tiene la culpa. No lo utilicemos como cortina de humo de un feminismo estéril y mal entendido que daña la imagen del feminismo real. Seguramente, a estas alturas, muchos andarán indignados con el título del artículo. Está de moda indignarse por tonterías. Seguramente, también, sean esos mismos los que no saben que el género es una categoría morfológica de las palabras, no una cualidad física de las personas. Las palabras tienen género, las personas sexo. Por lo tanto puede haber violencia machista, sexista o doméstica, pero la violencia de género debería ser –y ojalá sólo lo fuera- el maltrato que muchos infligen a nuestra atormentada lengua castellana.

jueves, 5 de agosto de 2010

Arde Madrid.

Arde Madrid, sin que nadie la queme, pues nadie hay para quemarla. Los días se estiran sobre la columna vertebral del Paseo de la Castellana y sus arterias sufren la escasez de coches. Madrid sin riego automovilístico no termina de pensar bien. Se ve que se deshidrata o que le faltan los latidos y ya no tiene que pelearse Cibeles con Sol por ser corazón de cinco millones de almas. Porque la mayoría de los que se quedan se pasean sin alma –ya la vendieron- y porque los dos admiten a regañadientes que las almas pueden vivir sin corazón.

Por lo menos el verano parece una estación de múltiples interpretaciones, aunque aquí se mueva todavía más despacio, con el sol arañando las paredes del cielo, hasta que la sangre se acumula entre algodones impotentes de tanto ocaso. Entonces el calor persiste, también con uñas sobre la piel, haciendo nacer las gotas de sudor que resbalan hasta o desde las articulaciones. Luego ya se apaga, como haciéndote un favor, y deja paso a una brisa que es corriente –porque para mí la brisa sólo nace del mar-. Ese aliento frío que viene de la meseta fluye entre los edificios como el agua entre los árboles de un bosque quemado. Toda la casa cruje y se contrae por el cambio de temperatura.

Me asomo a la ventana y me faltan ojos encendidos en las fachadas. Tanta sombra asusta a la luz de las farolas y los cristales ciegos reflejan más ventanas apagadas. Sólo, quizás, una pareja duerme en alguna terraza indeterminada, dejándose acariciar el uno por el otro y ambos por la corriente de aire nocturno. Tienen la mente en blanco, no piensan en que el murmullo constante que nunca sabe callarse en esta ciudad es ahora un susurro. Puede que no quiera molestarles, tal vez pretende escuchar sus pensamientos al fundirse con los sueños.

Me increpa la sed, que me nubla la cabeza. Bebo agua que sale fría, como si brotara del grifo, y juego a buscar constelaciones mancas de estrellas. Alguna desvelo, aunque sólo sea por la posición en el cielo. Ya me duelen los codos de apoyarme sobre la barandilla y me llama la cama en forma de mujer. La miro, mientras intento escuchar sus pensamientos al fundirse con los sueños. Pero, al cabo, decido dormirme con su cuerpo entre mis brazos, mientras trato de fundir sus sueños con los míos. Siempre se me dio mejor soñar que pensar.