Arde Madrid, sin que nadie la queme, pues nadie hay para quemarla. Los días se estiran sobre la columna vertebral del Paseo de la Castellana y sus arterias sufren la escasez de coches. Madrid sin riego automovilístico no termina de pensar bien. Se ve que se deshidrata o que le faltan los latidos y ya no tiene que pelearse Cibeles con Sol por ser corazón de cinco millones de almas. Porque la mayoría de los que se quedan se pasean sin alma –ya la vendieron- y porque los dos admiten a regañadientes que las almas pueden vivir sin corazón.
Por lo menos el verano parece una estación de múltiples interpretaciones, aunque aquí se mueva todavía más despacio, con el sol arañando las paredes del cielo, hasta que la sangre se acumula entre algodones impotentes de tanto ocaso. Entonces el calor persiste, también con uñas sobre la piel, haciendo nacer las gotas de sudor que resbalan hasta o desde las articulaciones. Luego ya se apaga, como haciéndote un favor, y deja paso a una brisa que es corriente –porque para mí la brisa sólo nace del mar-. Ese aliento frío que viene de la meseta fluye entre los edificios como el agua entre los árboles de un bosque quemado. Toda la casa cruje y se contrae por el cambio de temperatura.
Me asomo a la ventana y me faltan ojos encendidos en las fachadas. Tanta sombra asusta a la luz de las farolas y los cristales ciegos reflejan más ventanas apagadas. Sólo, quizás, una pareja duerme en alguna terraza indeterminada, dejándose acariciar el uno por el otro y ambos por la corriente de aire nocturno. Tienen la mente en blanco, no piensan en que el murmullo constante que nunca sabe callarse en esta ciudad es ahora un susurro. Puede que no quiera molestarles, tal vez pretende escuchar sus pensamientos al fundirse con los sueños.
Me increpa la sed, que me nubla la cabeza. Bebo agua que sale fría, como si brotara del grifo, y juego a buscar constelaciones mancas de estrellas. Alguna desvelo, aunque sólo sea por la posición en el cielo. Ya me duelen los codos de apoyarme sobre la barandilla y me llama la cama en forma de mujer. La miro, mientras intento escuchar sus pensamientos al fundirse con los sueños. Pero, al cabo, decido dormirme con su cuerpo entre mis brazos, mientras trato de fundir sus sueños con los míos. Siempre se me dio mejor soñar que pensar.
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