Cuando era pequeño prestaba más atención a las pesadillas. Quizás las tomara más en serio. Lo cierto es que me resultaba difícil conciliar el sueño tras una pesadilla sin pensar en cosas que dieran lugar a otra. Tampoco nada del otro mundo, no era un niño de miedos complicados. Nada más allá de momias descarnadas, de muertos putrefactos, de emparedados o de una sombra sentada a los pies de la cama. Un repertorio bastante cerrado que, desde la distancia, me produce dos reacciones. Por un lado una curiosidad tintada de paternalismo y, por otro, un terror profundo pero atenuado. Algo que ya no duele de pura costumbre.
La curiosidad viene de lo estático de todos esos miedos. No había acción. Yo no esperaba que el muerto de turno sacase un brazo desde su escondrijo y me asiera para atacarme. No, ni siquiera creo que fuesen muertos con capacidad de moverse. Y así reaccionaba yo también. En mitad de la oscuridad, con los objetos familiares convertidos en grotescos bultos desconocidos, me cubría la cabeza con la sábana y me quedaba quieto. A veces dejaba de respirar para asegurarme de que sólo yo respiraba en la habitación. Luego pensaba que ni los muertos ni los fantasmas respiran, pero el miedo a escuchar otra respiración a mi lado no cedía. Si acaso se intensificaba.
No quería darme la vuelta. Dejaba que el sudor frío empapara la almohada hasta hacerse molesto. Prefería la incomodidad al contacto con el intruso. Me daba por pensar en sus ojos abiertos, vacíos de vida. Los recuerdo vidriosos en mi imaginación, casi falsos de tan cristalizados. Tampoco se me escapaba su piel llagada y sus labios cuarteados. Pero no se me ocurría pensar en el olor, pues eso me hubiera tranquilizado. No, mis muertos eran asépticos e inodoros, pero terribles. Terribles por su hieratismo, por su inmovilidad, como la sombra sentada a los pies de la cama. Sólo observan, y ni eso. Sólo están, aunque queden fuera nuestra vista. Eso los hace aún mas inquietantes. Todavía no sé si tiene que ver con el miedo a lo oculto o con el miedo a la muerte.
La otra sensación, el terror adormecido, me viene de la evocación. Me viene porque con la edad cambian los miedos, pero no los absurdos. Confundimos el miedo con la preocupación. Tenemos miedo a perder a nuestros seres queridos, miedo a la soledad, a no tener medios para vivir o para mantener lo que ya tenemos. Existe un miedo basado en lo posible. A primera vista no encontramos semejanzas con el miedo infantil. No diríamos que se trata de terror. Por eso sé que si dejo de pensar en lo cotidiano y rememoro aquellas imágenes, sentiré algo que no sé explicar. Porque no es racional. Volverá el sudor frío, el latido del corazón en la sienes y, lo más importante, la inmovilidad como defensa. El terror paraliza.
Entonces me envuelvo en el manto de la racionalidad y me digo que el miedo a la oscuridad viene del pasado, de cuando nos acechaban los peligros en bosques oscuros. De cuando no existían la electricidad ni las velas y se dormía al raso. Y el resto, la puesta en escena, le compete a la muerte, que al fin y al cabo simboliza lo desconocido. Lo más desconocido, vaya. Y al final todos los miedos –los racionales y los irracionales- tienen algo en común; la incertidumbre. El desconocimiento.
Pasada la infancia, creemos saberlo todo. Los muertos no se levantan y se acuestan en tu colchón –sería un engorro-, los fantasmas no existen y la sombra a los pies de la cama es un montón de ropa –soy muy desordenado-. Sea como fuere, aunque no nos demos cuenta, nuestros nuevos miedos tienen que ver con lo mismo de siempre. Muerte, indefensión, incertidumbre, debilidad y soledad, lo único que con aspecto de enfermedad o de hipoteca, de paro, de crisis, de problemas de autoestima y demás cosas aburridas y terrenales.
Acabamos convirtiendo una buena película de terror en un telefilm de sobremesa. Eso hace la edad con nuestras pesadillas. No les cuento lo que hace con los sueños.