Con el tiempo he aprendido a vivir en un estado de felicidad irresponsable. No es que sea mala persona, por lo menos tengo la conciencia tranquila. Es, más bien, que me he insensibilizado del entorno y me he sensibilizado con lo próximo. No podría decir de quién es la culpa, o si sólo es el hastío ante tanta injusticia, que ya estoy saturado. Quizás las desgracias ajenas, y con ellas la conciencia social, necesitan algo de espacio para ser oídas. Esto es, que no haya tantas.
No es la primera vez que lo pienso, la primera vez que descubro una mirada reprobatoria en el espejo. “¿Cómo puedes ser tan feliz con las desgracias que acontecen a la vuelta de la esquina?”. Algo así. Y a ese reflejo inquisidor y aguafiestas no le falta razón. Veo el brillo de la conciencia social en su pupila y vuelvo la cabeza. No me quiero enfrentar a ella y, sin embargo, no hallo remordimiento alguno pasados cinco minutos.
Aun así, recurro a la sempiterna excusa del pusilánime; aquello de: “¿Qué voy a hacer yo si sólo soy una persona anónima?” La verdad es que resulta bastante cómodo escudarse en ser sólo una persona anónima, pero omito para mi tranquilidad que los grandes cambios los llevan han llevado a cabo las personas anónimas. Y, aun más, que todos los líderes sociales fueron personas anónimas alguna vez. Lo que ocurre es que es más fácil ser feliz. ¿Y por qué no?
Los que me leen saben bien que tiendo a echarle la culpa de casi todo a los medios de comunicación y a los políticos –que muchas veces vienen a ser lo mismo-. Pero hasta en eso fracaso, pues si realmente quisiera un cambio, también podría luchar para remodelar el actual sistema informativo. Es más, si alguna vez ha habido una situación óptima –por motivos de tecnología, alcance y alfabetización- para reformarlo, es esta misma.
De momento sólo tecleo, desde mi cómoda felicidad. Si bien, tengo la controversia, la confrontación de mi complacencia con ese extraño deber, que tiene algo de empatía irracional. Por un lado me siento en el sofá y me dejo acariciar por un suave sol de primavera. Por la ventana entra sin llamar una débil brisa y el aire huele a café y a tormenta futura. Todo es paz, hasta el clic rítmico de cada tecla que pulsa cada dedo amaestrado. Las personas a las que quiero están bien. Y me quieren. Tengo todo cuanto pudiera desear, casi puedo sentir lo bien afinadas que están las cuerdas que sostienen la realidad. Y cómo vibran conmigo.
Por otro lado, es encender la tele y todo se torna sórdido. Es abrir el periódico y todo se torna sórdido (aunque más intelectual). Es encender el ordenador y todo se torna sórdido. Entonces me olvido de la realidad, pulso el icono que hace funcionar el procesador de textos y me dedico a evadirme. Aunque a veces se cuelan párrafos como los anteriores. Y sé que me los dicta el mismo tipo que me mira desde el otro lado del espejo. Lo sé porque cuando apago el ordenador y el blanco deja paso al negro, su cara sigue en la oscuridad. A lo mejor yo tengo media sonrisa, remanente de lo escrito, pero él no. Él sigue reprobándome: “¿No te da vergüenza?”.
Pues un poco, la verdad.
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