Llevo toda la semana escuchando crónicas políticas acerca de ilegalizaciones de partidos políticos. En ellas se pueden leer las más variopintas barbaridades, las más ingeniosas demagogias y los razonamientos menos racionales. No es que no sean entretenidos, ni siquiera es que sea un tema banal. Al contrario, se trata de un problema muy serio, demasiado serio para el calor que hace. Porque la justicia puede ser refrescante, frívola y aturdidora como un Dry Martini. Sobre todo en Murcia.
Así que dejémonos de Tribunales Supremos y de jueces del Constitucional y paseémonos por la pintoresca Audiencia Provincial de Murcia. Hasta allí llegó el recurso de un conductor condenado por conducir ebrio, saltarse un control de alcoholemia y protagonizar una trepidante persecución con la Policía. A priori parece una condena razonable, pero el condenado se sabía eximido de la pena. Qué les voy a contar; en ocasiones uno siente que el mundo va en su contra, que es un incomprendido en posesión de la razón. O peor aún, poseído por la razón. Precisamente debió ser esa certeza la que lo llevó a recurrir una sentencia, cuanto menos, comprensible.
Imagino que los jueces de la Audiencia leyeron el caso y se rasgaron las vestiduras –las togas, para más señas-. Para ellos el caso estaba claro, pues no dudaron en calificar de “absurda” la resolución dictada por el juez de primera instancia. ¿Cómo podía condenarse a semejante as del volante? Desde mi posición de lego en lo jurídico, debo suponer que el problema es que el conductor no llegaba al 0,60 necesarios para considerarse delito, aunque basta con el 0,45 y el testimonio de los agentes –por no hablar de saltarse un control y huir de la Policía-. Pero desde mi simpatía hacia los jueces que nos alegran la vida, prefiero ver admiración, casi devoción, por el hábil automovilista borracho.
Me explico. Se le exculpa por “ser capaz de llevar a cabo una conducción plena de pericia y velocidad”. No importa que los agentes declararan que no era capaz ni de tocarse la nariz o de contarse los dedos de las manos. Y no importa porque: “fue capaz de mantener mínimamente el control de su vehículo mientras tomaba las curvas a gran velocidad y hacía incluso derrapajes utilizando el freno de mano”. Claro que sí –añado yo, contagiado por el entusiasmo-, ese tio era bueno. ¿Qué digo? Ese tío era muy, muy bueno.
Ya veo a los jueces imaginándose la persecución en plan cinematográfico, con planos cortos de los cambios de marcha, los tirones del freno de mano y los trompos. Las ruedas chirriando sobre el asfalto, los haces de los faros zigzagueando como cuchillas en la oscuridad de la noche. Los destellos de las sirenas policiales reflejándose en el retrovisor y, a su vez, en los ojos turbios del perseguido. “Cómo mola” dirá el magistrado de turno, mientras piensa en colgar toga y puñetas para dedicarse a la vida pirata –que es la vida mejor-.
Así pues, el razonamiento es el siguiente: “Tan borracho no estaría si conducía tan bien”. O, aun mejor: “Condujo tan bien, con tanta habilidad, que ¿qué más da si iba borracho?”. Da igual que se salte cinco o seis semáforos, que derrape, que haga trompos, que se evada de un control policial y huya a toda velocidad. Es más, se libra porque iba borracho. Esa es la eximente, porque no lo duden, si hubiera estado sobrio, lo habrían condenado. Pero, claro, tiene merito hacer todo eso cuando no debería ni poder hablar. Así piensan los jueces.
Sirva, por tanto, esta breve reflexión a modo de Dry Martini contra el panorama de Bildu, etarras y compañía. Hoy tengo demasiado calor como para pensar en cosas graves y sin ninguna gracia añadida. Todos hemos escuchado que la justicia es ciega. Ahora también sabemos que va ciega.
(Perdón por el chiste).
Pero.... que ha pasado con el 4 de mayo? Para una vez que coincidia con mi cumpleaños... jajajajaja
ResponderEliminarme partoooooooooo
ResponderEliminarCrisss
Siempre es un placer hacerte sonreír.
ResponderEliminar