Una de las cosas buenas de ir cumpliendo años es la acumulación de recuerdos. También lo es la posibilidad de ver las cosas con perspectiva, con un enfoque que no podríamos haberle dado en su momento. En este sentido, la mayoría de las personas tiende a ser más analítica, más reflexiva. Yo, por el contrario, me vuelvo más literario, más cinematográfico y más fantasioso. A veces, casi puedo descubrirme poniendo banda sonora a ciertas imágenes del pasado. Y no una banda sonora cualquiera, sino de las de orquesta sinfónica, con viento, cuerda y timbales si la situación lo requiere.
Cuanto más se aleja en el tiempo el momento rescatado, más onírico se vuelve. Quizás ahora nos llamen la atención los recursos utilizados en el cine clásico para delimitar los flashbacks; esas ondulaciones, esos bordes desenfocados, pero no se alejan tanto de mi realidad. Claro, tengo que decir que me he criado en brazos de Ingrid Bergman, Veronica Lake o Joan Fontaine. Y tampoco puedo obviar que siempre quise ser una mezcla de la chulería irónica de Bogart, la elegancia de Cary Grant y la apostura de Gregory Peck. Aspirar a ser Paul Newman hubiera sido frustrante.
Así pues, confirmando lo anterior y asumiendo el fracaso de mis aspiraciones –tan sólo he logrado ser yo-, reconozco ver ondulaciones y desenfoques en mis recuerdos. Pronto serán en blanco y negro, supongo. Personalmente, me adaptaré a lo que venga y recibiré con ilusión cualquier efecto que añada brumas y misterio a mis tan normales vivencias. Porque, por mucho que me gustase, no he vivido una existencia azarosa, plena de lugares exóticos y aventuras extraordinarias. Pero si he vivido mi apacible normalidad como un fascinante exotismo y mi rutina como una aventura constante. Los hay que verán conformismo en esta actitud, yo sólo veo una personalidad abstraída.
Por eso no sé muy bien cómo viví aquel día. Si sentí exactamente lo que recuerdo o si realmente el ambiente era tan gris y el aire tan húmedo y pesado. Era, esto es seguro, un día de septiembre de mis dieciséis o diecisiete años. El verano iba en declive y las tardes se acortaban con una persistencia enfermiza. Yo pasaba la tarde con mis amigos en la playa de Muchavista y éramos los de siempre, los que quedábamos allí durante ese mes de transición. No había apenas nadie en la arena y menos en el agua. Recuerdo unas nubes densas, entretejidas en jirones grises como el acero y blancos opacos. El mar estaba oscuro y sólo la espuma de unas olas considerables le restaba algo de su apariencia metálica.
En mitad de aquella densa atmósfera de bochorno nublado, se escuchó un grito. Creo que fue el nombre del muerto. Lo gritaba su mujer, o tal vez fue su hija, que también estaba. No sé si porque no salía o porque lo vieron flotar entre las corrientes. Tampoco recuerdo si nosotros lo vimos en esa situación, pero sí estoy seguro de que nos pusimos en tensión. Soy incapaz de rememorar cómo lo sacaron y sé que estábamos a cierta distancia. Hablamos de ir y de no ir. Pusimos sobre la mesa el morbo de la muerte y la curiosidad adolescente. Vimos al muerto como un ser anónimo y yo lo deshumanicé por completo. Me pudo la curiosidad.
Al poco vino el SAMU. Atendieron al hombre tendido sobre la arena. El cuerpo se sacudía a cada presión que ejercían sobre su pecho. Estábamos lejos, pero podía ver cómo las piernas se movían. Llegué a creer que había vuelto a la vida, que lo habían conseguido. Qué las caras de sus familiares se transformarían y que aquello sólo sería un accidente, un susto, como suele decirse. La reanimación duró bastante tiempo, pero no sirvió para nada. Cuando los sanitarios se retiraron despacio, sus gestos de impotencia eran evidentes. La mujer se derrumbó y cayó de rodillas en la arena. Luego debieron llevársela a la ambulancia, porque recuerdo ver el cuerpo tendido en una arena pálida y desierta. Entonces fue cuando cometí el error de acercarme.
Una amiga y yo decidimos ir. Ella más por acompañarme y yo poseído por no sé qué siniestro impulso. Anduvimos por la orilla, como si paseáramos hasta cubrir la distancia que nos separaba del cadáver. Yo lo miré y me arrepentí de por vida. Supongo que no era nada más que un muerto, que no tenía mayor trascendencia, pero en absoluto lo sentí así. Aquel hombre que acababa de morir no tendría más de cincuenta años. Su cuerpo amoratado estaba manchado de arena. Sé que no lo vi –o tal vez espero no haberlo visto-, pero recuerdo su piel llena de venas azules. Nunca he podido olvidarlo, aunque sólo fuera fruto de mi imaginación o del nerviosismo culpable que me hervía en la frente.
Tomé a mi amiga del brazo y tiré de ella sobre nuestros pasos. Quería alejarme de allí. Sólo podía repetir –no sé si de viva voz o sólo de pensamiento- una letanía que aún hoy sigue vigente: “no tenía que haber venido, no tenía que haber venido, no tenía que haber venido…” Sea como fuere, conseguimos regresar con los demás. Pasados unos instantes de silencio, les comenté mi impresión, mi terrible impresión, y me amonestaron con un “te lo dijimos”. Nada de reproches, nada de malas caras. Si acaso una vergüenza compartida cuando volvieron a escucharse los llantos en la lejanía.
Ya tenía lo que quería. Ya había visto un muerto. Y ya no lo olvidaría jamás. Claro que tampoco olvidaría mi culpabilidad por lo morboso e insensible de mi conducta. Ni el aspecto del cuerpo blanco y morado sobre la arena, con el bañador mal puesto y los brazos caídos a los lados. Entonces pensé que un muerto sólo tiene la dignidad que le dejan tener quienes lo tratan. Y quizás no sea más que un trozo de carne inerte, pero fue el envoltorio de un alma -o como quiera que se llame lo que nos hace ser quienes somos-. Sólo por eso merecía mi respeto. Por no hablar de sus familiares y del tremendo trance que estaban pasando.
Cuando se lo llevaron ya no quise mirarlo, como si eso fuera a borrar lo anterior. Pero me sirvió para saber que nunca más quería ver otro, porque un muerto no es un muerto, es la imagen de quien fue. Y no hay nada más horrible y más incongruente que ver a una persona sin vida. Porque no puede ser, porque parece imposible que no esté vivo. Y, sin embargo, se nota. Se siente su ausencia, estando tan presente físicamente. Creo que es eso lo que llama la atención: el misterio de dejar de ser. El interrogante de no saber qué ha sido de esa persona. La negativa de aceptar que haya podido desaparecer sin más y el deseo de creer que puede existir sin su cuerpo.
Yo no lo creo, lo que me tranquiliza para conmigo y me intranquiliza para con quienes quiero. Sin embargo, de ese día aprendí que existe algo que de repente se desvanece. Y que la memoria es algo que permanece, que se transforma y se ambienta para alertarnos de nuestros errores y aciertos. Aquel fue un día sombrío y gris, no por las nubes, sino por un hecho dramático y una decisión equivocada. La curiosidad se alimenta de la inexperiencia.
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