jueves, 14 de junio de 2012

Algo remotamente posible y definitivamente imposible.


Ahora me dicen que no son suficientes mis estudios sobre el mundo –vuelva usted mañana, ya le llamaremos-. Que no sirven para nada mis conclusiones sobre pasar noches en vela, mis hipótesis sobre la variación del color del mar cada tarde durante meses. Tampoco tienen en cuenta mi ingente labor de observación científica sobre cada árbol de Madrid para localizar la primera hoja del otoño, la primera en oscurecerse, la primera en desprenderse; ese ejemplar único capaz de simbolizar una estación o millones de momentos en millones de personas, o cada sentimiento individual en el corto vuelo de una hoja muerta. Y menos aun valen mis audiciones de tangos, mis martinis o los trajes que compré compulsivamente para no vestirlos, para colgarlos en perchas que cargan con mi realidad inventada. Porque en eso también me especialicé, en ficción, en la propia y en la ajena. Y derroché cientos de miles de letras, que tampoco sirven –apenas se entienden-, para crear mundos que me quedan grandes. Ni siquiera supe ser dios, con lo fácil que es. Ni tan alto puesto cuenta en mi currículum.

Y no les culpo, porque en realidad pequé de ingenuo, y de optimista. Iluso, dirían algunos, inocente, los más benévolos; estúpido, los más realistas y cursi, los más necesitados. Yo lo llamaba “poeta”, nunca “escritor”. Eso sí que no. Pero no por no querer serlo, sino por considerarlo demasiado universal, demasiado pretencioso. Al fin y al cabo, todos hemos sido malos poetas, no tantos malos “escritores”. Porque la poesía todos la llevamos dentro y nos rodea si entornamos los ojos y miramos la realidad como si fuéramos miopes, o si abrimos los ojos hasta que nos duele la luz y hasta si los cerramos y nos echamos a soñar. Pero la escritura es algo más, implica el esfuerzo; el trabajo y la creatividad, el arte y la manufactura, la técnica y el talento. Y, sobre todo, la poesía desprovista del poema. Ser escritor es desnudarse sin métrica, seducir sin rima. Ser escritor es pensar que la realidad se queda corta y ser capaz de construir algo aun más grande, algo que es pura poesía en su estructura y rigurosa prosa en su funcionamiento. Algo perfecto. Algo remotamente posible y definitivamente imposible.

Yo estudié para eso. De ahí los paseos en vespa, o los pantalones arremangados en la playa tantas noches de invierno. De ahí los fallidos intentos, las fabulaciones, las ilusiones, los desengaños. De ahí una firme convicción que se va tornando anhelo. Tal vez porque, de tanto intentarlo, me perdí yo mismo en ese universo que tan grande me quedaba. O tal vez porque nunca supe negarle la magia al truco, porque preferí imaginar a saber, amar a querer y escribir a vivir. Me quedé en mal poeta para no ser un mal escritor.

Pero, créanme, valórenme. Si mis escritos no son válidos, mis estudios sí los son. Son técnicos, pero están vivos y seguirán latiendo mientras queramos creer que existen. No trato de defender lo indefendible, ni menos aún mis marchitas aspiraciones, mis delirios de seductor, o mis ansias de grandeza. De cretinos está el mundo lleno. Lo único que puedo ofrecer es el triunfo de los demás, aun a costa de mi fracaso. Siempre será mejor un mal poeta que un buen economista. Hasta que el mundo entre en razón, pongo a su servicio mis conocimientos banales, mis verdades absolutamente relativas y mis golpes de estados de ánimo. A mí me faltó talento, a algunos de ustedes, la intención.

martes, 5 de junio de 2012

Líneas.


El mundo entero con todas sus enteras cosas puede construirse en una hoja de papel. Sólo hacen falta líneas; líneas de lápiz, líneas de texto, trazos desbocados o teclear sin mirar lo que se escribe. Líneas, líneas como el contorno de las caderas de una mujer, o sus piernas, sus gemelos, y aún más: cada pestaña, cada cabello. También líneas de letras, alumbradas desde imágenes mentales que fluyen y se derraman sobre el papel en forma de palabras, palabras que dibujan hasta sentimientos, hasta ideas concretas y universales. Y aún más, palabras que hacen universal lo concreto, que nos humanizan al compartirlas, que nos comparten y nos aúnan hasta leídas en la más absoluta soledad. Líneas al fin y al cabo, líneas de pulso en el monitor, líneas del encefalograma, líneas de metro, de autobús; líneas de delineante, de escritor y líneas aéreas. Todas, cada una de ellas, hermanadas a otra línea gemela que permanece oculta y que sólo cobra sentido al fundirse con la siguiente, y a su vez, con su sombra, la sombra del que lee entre líneas, entre todas ellas, apenas sin mirarlas en realidad y por ello viendo todo lo que esconden: el mundo entero con todas sus enteras cosas puede ocultarse tras una hoja de papel.

Y yo desde bien pequeño ya lo sabía. No se crean, no es vanidad, ni siquiera admiración por el niño espabilado que fui, si acaso nostalgia por tanto perdido en el camino. Nostalgia por aquellos dibujos, que eran fantásticos para mi edad, o por los primeros relatos, por las primeras líneas sin líneas entre líneas. Nada que leer oculto bajo lo obvio, sólo magnífica obviedad, sencillez genial por su falta de intención. Hablo de pasatiempos infantiles, que son arte en estado puro, son síntesis perfectas de la realidad, tan perfectas que la superan. Y si no se lo creen, tomen cualquier dibujo de cualquier niño. No son necesarias las habilidades artísticas, ni siquiera el talento, porque a esa edad es innato, se da por hecho. Y es que, cada dibujo de cada niño es un estereotipo tan preciso, tan falto de doblez, que alcanza el nivel de abstracción propio de las palabras. Un niño puede escribir con dibujos.

De los míos, mis padres conservan unos cuantos y yo conservo algunos de mi hermana. En ellos, indistintamente, revisándolos sin demasiado cuidado, he podido encontrar la esencia de lo real, el mínimo común múltiplo del universo, o las líneas –líneas, qué si no- maestras de la realidad. No importa cómo lo llamemos, lo que de verdad llama la atención es cómo se degrada, de qué manera se complica. Porque, a medida que el mundo nos envuelve mientras creemos dominarlo, nuestra percepción se vicia, se nubla. Creemos ver más allá de lo que vemos. Pensamos que podemos desentrañar los entresijos de la vigilia, o reescribir el guión de nuestros sueños, cuando  en realidad ya lo conocíamos. Lo conocíamos hasta el punto de saber dibujarlo con dos o tres trazos.

Sí, supongo que fue el tiempo y el roce quienes desvirtuaron la sencilla perfección y acabaron por retorcerla alrededor de nuestro cuello. Así ahora nos ahoga, pues la hemos tornado retorcida y pinchosa. Nos araña las pupilas y nos abrasa las huellas digitales. Ya no nos bastan los dibujos con las que construíamos el mundo entero con todas sus enteras cosas. Ahora necesitamos palabras, una detrás de otra, palabras polisílabas, sobresdrújulas y polisémicas. Palabras confusas para una realidad confusa. Una realidad que un día supimos leer y que ahora cumple condena entre líneas, líneas que no sabemos leer para verla oculta toda entera, con todas sus enteras cosas.