Ahora me dicen que no son
suficientes mis estudios sobre el mundo –vuelva usted mañana, ya le
llamaremos-. Que no sirven para nada mis conclusiones sobre pasar noches en
vela, mis hipótesis sobre la variación del color del mar cada tarde durante
meses. Tampoco tienen en cuenta mi ingente labor de observación científica
sobre cada árbol de Madrid para localizar la primera hoja del otoño, la primera
en oscurecerse, la primera en desprenderse; ese ejemplar único capaz de
simbolizar una estación o millones de momentos en millones de personas, o cada
sentimiento individual en el corto vuelo de una hoja muerta. Y menos aun valen
mis audiciones de tangos, mis martinis
o los trajes que compré compulsivamente para no vestirlos, para colgarlos en
perchas que cargan con mi realidad inventada. Porque en eso también me
especialicé, en ficción, en la propia y en la ajena. Y derroché cientos de
miles de letras, que tampoco sirven –apenas se entienden-, para crear mundos
que me quedan grandes. Ni siquiera supe ser dios, con lo fácil que es. Ni tan
alto puesto cuenta en mi currículum.
Y no les culpo, porque en
realidad pequé de ingenuo, y de optimista. Iluso, dirían algunos, inocente, los
más benévolos; estúpido, los más realistas y cursi, los más necesitados. Yo lo
llamaba “poeta”, nunca “escritor”. Eso sí que no. Pero no por no querer serlo,
sino por considerarlo demasiado universal, demasiado pretencioso. Al fin y al
cabo, todos hemos sido malos poetas, no tantos malos “escritores”. Porque la
poesía todos la llevamos dentro y nos rodea si entornamos los ojos y miramos la
realidad como si fuéramos miopes, o si abrimos los ojos hasta que nos duele la
luz y hasta si los cerramos y nos echamos a soñar. Pero la escritura es algo
más, implica el esfuerzo; el trabajo y la creatividad, el arte y la
manufactura, la técnica y el talento. Y, sobre todo, la poesía desprovista del
poema. Ser escritor es desnudarse sin métrica, seducir sin rima. Ser escritor
es pensar que la realidad se queda corta y ser capaz de construir algo aun más
grande, algo que es pura poesía en su estructura y rigurosa prosa en su
funcionamiento. Algo perfecto. Algo remotamente posible y definitivamente
imposible.
Yo estudié para eso. De ahí los
paseos en vespa, o los pantalones arremangados en la playa tantas noches de
invierno. De ahí los fallidos intentos, las fabulaciones, las ilusiones, los
desengaños. De ahí una firme convicción que se va tornando anhelo. Tal vez
porque, de tanto intentarlo, me perdí yo mismo en ese universo que tan grande
me quedaba. O tal vez porque nunca supe negarle la magia al truco, porque
preferí imaginar a saber, amar a querer y escribir a vivir. Me quedé en mal
poeta para no ser un mal escritor.
Pero, créanme, valórenme. Si mis
escritos no son válidos, mis estudios sí los son. Son técnicos, pero están
vivos y seguirán latiendo mientras queramos creer que existen. No trato de
defender lo indefendible, ni menos aún mis marchitas aspiraciones, mis delirios
de seductor, o mis ansias de grandeza. De cretinos está el mundo lleno. Lo
único que puedo ofrecer es el triunfo de los demás, aun a costa de mi fracaso.
Siempre será mejor un mal poeta que un buen economista. Hasta que el mundo
entre en razón, pongo a su servicio mis conocimientos banales, mis verdades
absolutamente relativas y mis golpes de estados de ánimo. A mí me faltó
talento, a algunos de ustedes, la intención.