El mundo entero con todas sus enteras cosas puede construirse en una hoja de papel. Sólo hacen falta líneas; líneas de lápiz, líneas de texto, trazos desbocados o teclear sin mirar lo que se escribe. Líneas, líneas como el contorno de las caderas de una mujer, o sus piernas, sus gemelos, y aún más: cada pestaña, cada cabello. También líneas de letras, alumbradas desde imágenes mentales que fluyen y se derraman sobre el papel en forma de palabras, palabras que dibujan hasta sentimientos, hasta ideas concretas y universales. Y aún más, palabras que hacen universal lo concreto, que nos humanizan al compartirlas, que nos comparten y nos aúnan hasta leídas en la más absoluta soledad. Líneas al fin y al cabo, líneas de pulso en el monitor, líneas del encefalograma, líneas de metro, de autobús; líneas de delineante, de escritor y líneas aéreas. Todas, cada una de ellas, hermanadas a otra línea gemela que permanece oculta y que sólo cobra sentido al fundirse con la siguiente, y a su vez, con su sombra, la sombra del que lee entre líneas, entre todas ellas, apenas sin mirarlas en realidad y por ello viendo todo lo que esconden: el mundo entero con todas sus enteras cosas puede ocultarse tras una hoja de papel.
Y yo desde bien pequeño ya lo sabía. No se crean, no es vanidad, ni siquiera admiración por el niño espabilado que fui, si acaso nostalgia por tanto perdido en el camino. Nostalgia por aquellos dibujos, que eran fantásticos para mi edad, o por los primeros relatos, por las primeras líneas sin líneas entre líneas. Nada que leer oculto bajo lo obvio, sólo magnífica obviedad, sencillez genial por su falta de intención. Hablo de pasatiempos infantiles, que son arte en estado puro, son síntesis perfectas de la realidad, tan perfectas que la superan. Y si no se lo creen, tomen cualquier dibujo de cualquier niño. No son necesarias las habilidades artísticas, ni siquiera el talento, porque a esa edad es innato, se da por hecho. Y es que, cada dibujo de cada niño es un estereotipo tan preciso, tan falto de doblez, que alcanza el nivel de abstracción propio de las palabras. Un niño puede escribir con dibujos.
De los míos, mis padres conservan unos cuantos y yo conservo algunos de mi hermana. En ellos, indistintamente, revisándolos sin demasiado cuidado, he podido encontrar la esencia de lo real, el mínimo común múltiplo del universo, o las líneas –líneas, qué si no- maestras de la realidad. No importa cómo lo llamemos, lo que de verdad llama la atención es cómo se degrada, de qué manera se complica. Porque, a medida que el mundo nos envuelve mientras creemos dominarlo, nuestra percepción se vicia, se nubla. Creemos ver más allá de lo que vemos. Pensamos que podemos desentrañar los entresijos de la vigilia, o reescribir el guión de nuestros sueños, cuando en realidad ya lo conocíamos. Lo conocíamos hasta el punto de saber dibujarlo con dos o tres trazos.
Sí, supongo que fue el tiempo y el roce quienes desvirtuaron la sencilla perfección y acabaron por retorcerla alrededor de nuestro cuello. Así ahora nos ahoga, pues la hemos tornado retorcida y pinchosa. Nos araña las pupilas y nos abrasa las huellas digitales. Ya no nos bastan los dibujos con las que construíamos el mundo entero con todas sus enteras cosas. Ahora necesitamos palabras, una detrás de otra, palabras polisílabas, sobresdrújulas y polisémicas. Palabras confusas para una realidad confusa. Una realidad que un día supimos leer y que ahora cumple condena entre líneas, líneas que no sabemos leer para verla oculta toda entera, con todas sus enteras cosas.
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