Don
Carlos era un nazi. Uno de tantos que abandonó su Alemania quebrada para
recalar en la Costa Blanca. Sí, Don Carlos era un nazi, pero un nazi bueno,
pensaba él. Al fin y al cabo nunca había matado a nadie. Y quizás llego a
sentir un atisbo de empatía hacia alguna de esas criaturas semihumanas llamadas
judíos. De hecho, antes del Fürher, había
trabajado con varios. Y se llevaba bien con ellos. Nada intimo, porque algo en
su interior ya lo había alertado, pero sí una cerveza o un rato de charla.
Ahora se avergonzaba. ¿Cómo había podido siquiera tratarlos como a iguales? Eso
no significaba que estuviera de acuerdo con según qué métodos para deshacerse
de ellos, pero daba la casualidad de que tampoco lo hubiera aprobado si se
hubiera tratado de perros. El problema eran los niños. Las mujeres le daban
igual. De hecho le provocaban cierta repugnancia. Los niños, en cambio; su raza
era la que era, pero todavía no se les había infectado con la educación y la religión.
Todavía tenían algo de la pureza que da la inocencia. Aunque quizás luego la
genética se impusiera. ¿Quién sabía? Era mejor no pensar en ello. Era
desagradable, pero muchas cosas necesarias lo son. Tampoco cuesta tanto trabajo
mirar hacia otro lado, ¿verdad que no?
Si,
Don Carlos era un nazi bueno.
Por
eso trajo consigo a la loca de su mujer. Le daba dolor de cabeza solo pensar en
ella. Siempre gritando. Era una fanática.
Alguna vez se lo había hecho saber. Y ella le había dicho que él era un mal
alemán y que debería denunciarlo al partido. ¡Qué cosas! Al partido, que tantas
satisfacciones y reconocimiento le había brindado. El propio Hitler lo había
felicitado en persona: Uno de los ingenieros de armamento más prometedores de
Alemania, le había dicho. Con más como usted, el Reich sería tan grande que el
mundo se nos quedaría pequeño. Aquel hombre de mirada acerada y bigote
desconcertante sabía halagar. Tan contenido y elegante en privado; con la voz
tan grave, tan alejada de los alaridos y las poses de opereta, tan distinto de
su propia mujer. Cómo ganaba en las distancias cortas. Qué importante lo hacía
sentir a uno con solo pronunciar su apellido. Qué seguridad y tranquilidad emanaban
de él, como si abarcara el destino del planeta con solo abrir los brazos. Nada
podía ir mal. Si alguna vez había cuestionado algo, entonces supo que
sencillamente estaba equivocado.
Sí,
Don Carlos era un buen nazi.
Por eso no podía comprender a su superior. Un
teniente coronel de las SS que había participado en el diseño de las V2. Un
tipo sin ningún compromiso con el Reich, cegado por su trabajo y completamente
indiferente a los valores morales del Nacional Socialismo. El mismo tipo que le
salvó la vida mandándolo a España antes de que el ejército rojo cercara Berlín.
¿A España? Le preguntó. No podía entender qué iba a hacer él en un país
subdesarrollado, poblado por enanos renegridos y malnutridos. Por favor, solo
había que ver al fürhercillo, que lo
dirigía. Un sujeto absolutamente deleznable. Un pigmeo con nariz de judío,
calvo, de ojos hundidos y mentón huidizo. Un oligofrénico de voz aflautada y
nasal que ni siquiera había podido ganar la guerra por sus propios medios. Un
inepto repugnante que además había traicionado su lealtad al Reich... Y, sin
embargo, el país le sorprendió. Había gente rubia, sobre todo los niños.
Incluso algunos tenían los ojos azules. Había narices rectas... No dejaba de
maravillarse. Había españoles aceptables.
Sí, Don Carlos también era un buen español.
O por lo menos se comportaba como tal. Por
mucho que fuera alemán, pronto se acostumbró a lo bueno que tenía su tierra
adoptiva. Su casa junto a la playa. En un lugar tranquilo, con apenas una
docena de chalets de veraneo. El sol filtrándose en mil haces entretejidos por
las agujas de los pinos. Los gorriones picoteando las migas del aperitivo en la
mesa del jardín. Era cierto, la cerveza no podía llamarse cerveza, pero la
comida... desde luego la comida merecía cada una de las letras de su nombre.
Era gloriosa. Mejor que la alemana. No terminaba de entender porque había
tantos individuos físicamente inferiores, hasta que su mujer se lo dijo. España
había sido tierra judía y musulmana. Ahí estaba, la perniciosa genética incapaz
de olvidar a lo largo de generaciones. Tan infecta era la sangre que ni la magnífica
comida podía purificarla. Así y todo, los habían echado, le dijo también su
mujer, a los moros y a los judíos. Los sacaron del país. Y nos acusan de
holocausto... Si lo inventaron los españoles. ¿Y los mataban?, preguntó Don
Carlos. A algunos, claro. Siempre hay quien se resiste, pero a la mayoría solo
los largaron. ¡Ah!, aquello fue una revelación. Había un nexo entre España y el
Reich. Y además aquellos bárbaros tenían algo de visionarios, porque lo habían
hecho con siglos de antelación. Y sin necesidad de matarlos a todos, que no
deja de ser un enorme gasto de recursos. Recursos que podían emplearse en cosas
más provechosas, como ir a América, esclavizar a los indígenas y saquear el
continente. Vaya, los españoles no eran tan idiotas como había pensado.
Sí, Don Carlos era un español de bien.
Por eso saludaba siempre a sus vecinos. En
especial a los que veraneaban en tres chalets gemelos que había al principio de
su calle. Tres pequeñas y modernas casas bajas; aplastadas por el sol ardiente
del Mediterráneo, cuadradas, sencillas; una roja y blanca, otra azul y blanca y otra
verde y blanca, con una piscina y una pista de tenis que las separaban entre sí.
Allí abundaban los niños rubios y los adultos con ojos claros. Las mujeres, o
eran rubias, o tenían los ojos claros, e incluso una de ellas era rubia y tenía
los ojos claros. Eran personas acomodadas, que solo pasaban allí el verano y
alguna temporada en primavera. Educados, deportistas. A Don Carlos le gustaban
aquellas tres familias cuyos hombres eran tres hermanos. Le gustaban los niños
que corrían de un lado a otro, zambulléndose en la piscina o pedaleando en sus
bicicletas por los caminos de tierra. Muchas veces los observaba en la lejanía,
desde la terraza de su chalet con sus prismáticos Zeiss, y los envidiaba. La
loca de su mujer nunca pudo darle un hijo. Qué distinta habría sido su vida
allí con un pequeño a su lado. Sí, Don Carlos añoraba ese imposible y siempre
saludaba a aquellos niños sanos que a su vez lo saludaban a él. A todos excepto
a uno de ellos, moreno en exceso, con el pelo y los ojos azabaches, como una
excrecencia de aquellas familias. Un remanente de la herencia judía y
musulmana. En España la sangre nunca tendría la pureza que Hitler habría
conseguido en Alemania.
Sí, Don Carlos era un buen nazi.
Por eso no dijo nada cuando su mujer
falleció. Tampoco convenía llamar la atención. Y, pensándolo bien, su vida
sería más tranquila con ella muerta. El problema es que empezó a oler
demasiado. A Don Carlos aquel olor no le desagradaba, pero quizás los vecinos
no fueran de la misma opinión, así que sacó el cadáver de la cama y lo metió en
una alacena que había en el pasillo, justo al lado de la cocina. Ni siquiera había
soltado la botella mientras un derrame cerebral le borraba la existencia. Ni
así la sueltas, querida, ni muerta, se rió Don Carlos a la vez que retiraba el
marco de la puerta y tapiaba la alacena. Lo decía con cariño, la verdad.
Sí, Don Carlos era un nazi bueno.
Por eso no soportó la voz que provenía del interior
de la alacena. La escuchó por primera vez una calurosa noche de agosto y pensó
que venía del jardín, la ventana abierta de par en par, pero enseguida
reconoció a su mujer. El tono de fanática. Le reprochaba que la hubiera metido
allí de pie: Toda la jodida eternidad de plantón, como si estuviera esperando
algo. ¿Y qué voy a esperar, Carlos, me lo quieres decir? Llevo toda la vida
esperando a que hagas lo que tienes que hacer y ahora me voy a pasar toda la
muerte. Eso y mucho más escuchaba Don Carlos día tras día. Una y otra vez.
Hasta que empezó a beber él también y una noche derribó el muro de la alacena
con sus propios puños. Quería callar a la loca de su mujer, o sentarla y ver si
parecía más conforme. Cualquier cosa con tal de que se callara de una vez. Pero
lo que vio cuando finalmente retiró los ladrillos le paró el corazón. Se cayó
agarrándose el pecho con las manos destrozadas, dejando restregones de sangre
en la camisa sudada. Se arqueó hasta que se le aflojaron los músculos y sus
nudillos descarnados golpearon el suelo. Los ojos se le quedaron abiertos,
desorbitados, fijos en el hueco negro que antes habían ocupado cinco ladrillos
de cerámica roja.
Sí, Don Carlos fue un nazi bueno.
Por eso algunos vecinos sintieron su muerte y
apenas nadie se alegró. No gastaron los periódicos ni una gota de tinta en el
truculento hallazgo de los dos cadáveres. No declaró en ningún sitio ni ante
ninguna autoridad el vecino que rompió una ventana alertado por el hedor de la
muerte. Tampoco retiraron su eterno Volskwagen del jardín, ni se llevaron los
muebles. Solo los niños de los tres chalets, acompañados con sus respectivas
pandillas, entraban de vez en cuando a la casa deshabitada. Se retaban a ir de
noche y a meterse en el hueco de la alacena, o se dedicaban a rebuscar en los
armarios; a sacar el uniforme de Don Carlos, a robar las insignias del partido,
o los puñales de las SS, o sus queridas medallas, o su foto con el Fürher. Pero
a Don Carlos no le hubiera importado, porque siempre había querido tener hijos
y los niños hacen esas cosas. Es
comprensible. Travesuras. Todos, excepto
aquel enano zumbón. La excrecencia. ¿Cómo osaba aquella alimaña cruzar el
umbral de su casa?
Sí, Don Carlos fue un buen nazi.
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