martes, 28 de julio de 2009

Nostalgia.

Hace ya más años de los que me gusta reconocer, en primero de carrera, un profesor nefasto introdujo una pizca de luz en mi vida. Entre su continua perorata mesiánica, se colaban casi de costado algunas referencias etimológicas ciertamente interesantes. Supongo que la mayoría eran inventadas sobre la marcha, pero de todas formas me quedé con el significado de “nostalgia”, que según Su Santidad Complutense venía a significar “lo álgido ausente”. Es decir, el dorado pasado que no se puede recuperar*.

Y es que los seres humanos de las culturas “desarrolladas” tenemos la manía de vivir el pasado en presente. Estamos continuamente anhelando los momentos que pasaron inadvertidos al ser vividos y olvidamos todo lo malo que entonces servía de contexto. Es más, olvidamos que, mientras vivíamos aquellos instantes añorados, echábamos de menos otros anteriores, más gloriosos si cabe.

Esto vendría a evidenciar que el ser humano es un ser en permanente decepción con el devenir más inmediato y que, al mismo tiempo, resulta ser muy condescendiente con un pasado que tampoco merece más distinción que el mismo presente. Pero ¿qué hace tan deseable el pasado? Nada más que su calidad de irrecuperable.

Es por ello que al final son cuatro gatos los que depositan sus esperanzas en un futuro maravilloso y menos aun los que, como tantas veces he animado, disfrutan del presente que fluye vivo entre nuestras conversaciones. Al principio creí que sólo los poetas amargados idealizaban el pasado, tal vez porque yo era un poeta –nunca llegué a serlo- amargado que vivía de un pasado idealizado. Pero luego me di cuenta de que la nostalgia no afectaba sólo a los bohemios insomnes, ni siquiera a los que actuábamos obedeciendo a una pose.

Descubrí que la mayoría de la gente tenía el pasado idealizado casi en su totalidad, salvo los instantes traumáticos, que responden a otro tipo de idealización. Y al tiempo descubrí que esta actitud suponía un problema mucho más grave de lo que podría parecer a simple vista. El problema es que ningún futuro, por muy prometedor que sea, puede luchar contra el espejismo de un pasado adornado por la nostalgia.

Hace unas semanas, publicaba en este mismo blog un artículo titulado Recuerdos inventados, en el que, con ironía, citaba cierto estudio científico que aseguraba que el cerebro cubría motu proprio las lagunas de la memoria. No me cabe la menor duda de que el cerebro está haciendo de las suyas con nuestros recuerdos. Porque aquel presente que se nos antojaba más o menos dulce y sólo comparable al actual nos aborda adornado con un velo de romanticismo que parece una estratagema para el desaliento.

Por supuesto que estoy generalizando y me estoy equivocando con todos aquellos que vivieron un duro pasado, que no añoran en absoluto y tratan de olvidar. Sin embargo, este hecho, lejos de anular mi razonamiento, viene a decir que sólo las personas que han sido infelices en el pasado son capaces de poner toda su esperanza en el futuro. Por tanto, los que lo hemos tenido todo más o menos fácil, los que no borraríamos un recuerdo de nuestra existencia, estamos condenados a vivir el presente con hastío y el futuro con desconfianza.

Tal vez sea hora de huir de las brumas del pasado y entregarnos a la vida sin más reservas. Sería muy triste que nos preguntasen “¿Qué quieres hacer en el futuro?” Y sólo se nos ocurriese responder “Lo que hice en el pasado”.

(Hasta la rutina debería ser sorprendente)



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* Como era de esperar, la etimología de tan insigne charlatán no era correcta. Pero me venía mejor para el comienzo. En realidad, "nostalgia" viene del griego nostos/regreso y algos/dolor. Aun así, el significado sí es el correcto. La palabra fue creada en 1668 por el médico suizo Johannes Hofer para nombrar una enfermedad basada en el ‘deseo doloroso de regresar’ que experimentaban algunos de sus pacientes. Por tanto, "nostalgia" sí se refiere al deseo de regresar, no sólo a un sitio, sino a un tiempo, a una persona, a un sueño... A algo que seguramente no sucedió tal y como recordamos, eso desde luego.

martes, 21 de julio de 2009

Un asesino enamorado.

Normalmente odio los mercadillos. Me parecen sitios calurosos, sucios, abarrotados, agobiantes y exasperantes. Sin embargo, me encantan las antigüedades, por ello suelo ser más condescendiente con los mercadillos llamados “rastros”. Me gustan sobre todo los viejos cacharros tecnológicos: máquinas de escribir, cámaras de fotos –como ojos ciegos con mil imágenes quebradas en sus lentes-, radios… También puedo encontrar algo interesante para otra de mis pasiones, los relojes, aunque cada vez es más difícil y más caro.

Pues bien, hace unos cuatro años, sucumbí a la curiosidad, me dejé mis prejuicios en el toallero y decidí acercarme al mercadillo de La Nucía, un pueblecito en la montaña de Alicante, cerca de Benidorm. Ya sabía que allí podría encontrar alguna cosa interesante y mi ánimo no era especialmente susceptible, aunque sí se encrespó un poco a la hora de buscar aparcamiento.

Dejé el coche en la zona alta del pueblo y bajé por una pendiente muy pronunciada, nadando entre un río de turistas ingleses y alemanes, que me llevó hasta la calle principal del Rastro. Curioseé un poco de puesto en puesto, con el bullicio en los oídos y la mano en el bolsillo de la cartera, hasta que llegué a un puesto más bien extraño. Sólo vendían fotografías antiguas.

Alargué la mano hacia una de las cajas llenas de rostros nublados y dejé que mis dedos recorrieran el filo de las fotos. Las más antiguas tenían el típico borde blanco recortado en zigzag. Saqué alguna y miré a los ojos a alguien que no conocía y que parecía presa de una extraña desubicación. Sé que es absurdo, pero los ojos de aquel hombre de principios del siglo XX, bien vestido, en el estudio de fotografía, con una mano apoyada en una pequeña columna, me miraban con desesperanza.

Lo vi tan solo en el papel. No me gustó curiosear, me pareció estar invadiendo la intimidad de personas desconocidas, pero claro, era una intimidad desechada. Renunciada. El heredero de cada fotografía se había desentendido de sus recuerdos, había renegado de sus antepasados y ni siquiera se había molestado en romper la instantánea. Sino que lo había condenado a posar hierático, con la misma expresión y en casas ajenas a la suya.

Aquella sensación supersticiosa me hizo dejar la foto descansando entre las demás, tan especiales o vulgares, y seguir caminando entre los puestos y el bosque de codazos y pisotones propio de estos sitios infernales. Pero no me concentraba en la búsqueda de antigüedades. Tenía los ojos del caballero de la columna clavados en la nuca. Podía ser cualquiera. A lo peor había sido un tipo terrible y por eso se habían deshecho de la fotografía. A lo mejor era un pobre enamorado que había muerto sólo, fiel a su imposibilidad. Lo que fuera, al fin y al cabo, poco importa. Porque ya no lo es.

Lo que sí me importó fue la clase de persona que colgaba rostros ajenos en sus paredes. “Seguramente las comprarán los decoradores”, pensé de acuerdo a mi fascinación morbosa por los decoradores. “Sólo un decorador podría plantificarle a alguien en su casa la cara de un asesino o un enamorado, o ambas cosas, sin que le digan nada y llevándose dinero”. Efectivamente, la persona que contrata a un decorador se arriesga a estas cosas. Luego llegan los amigos al carísimo domicilio recién “decorado” y preguntan: “¿El bisabuelo?” Y sólo queda responder: “No, es un adorno”. Bien mirado no me importaría ese destino, pues siempre he querido ser un adorno.

A mitad de calle di la vuelta y casi corrí hacia el puesto de las fotos. De repente necesitaba mirar a los ojos al que hoy en mi cabeza se llama Don Celedonio Bretaña. Me asustó la idea de que pudieran haberlo vendido y me fascinó la posibilidad de comprar algo más que una persona. Su recuerdo sin haberlo conocido.

Lo encontré enseguida y lo compré sin mirar ninguno de los demás cuerpos que clamaban por una salvación decorativa en aquel purgatorio extraño. Por supuesto que no lo colgué de ninguna pared –no soy muy de colgar a los desconocidos, aunque colgaría a unos cuantos conocidos-. Pero sí le permití vivir entre las páginas de las mil y una historias que leo. Porque Don Celedonio Bretaña cada día es una persona. Un asesino, un enamorado. Un asesino enamorado de la muerte.

martes, 14 de julio de 2009

Los cretinos (II)

Esta semana, si me lo permitís -y si no también- voy a tirar de archivo y os presento un artículo que escribí en un blog llamado http://losajosquemadosfilm.blogspot.com. En él hablaba de los cretinos cinematográficos, aquellos que ven soledad donde tú no ves más que un árbol ajado. No se trata de sensibilidad, ni siquiera de percepción, es tan sólo un problema de estupidez posmoderna.

De paso, con esta cita, recuerdo una de las mejores experiencias de mi vida, que fue la de participar en el rodaje de Los ajos quemados, gracias a su director y amigo mío, Marco Lledó-Escartín, quien confió en mí más allá de lo razonable. Y sin más preámbulos, que ya están bien, os dejo con:


No más trascendecia (de la necesaria)

El mundo del cine está inseparablemente relacionado con el arte y ello trae consigo ciertos problemas. El mundo del arte está inseparablemente relacionado con el de los cretinos y eso puede hacer mucho daño a una película. No pretendo entrar en el vano y estéril debate de: Si el vídeo-arte es arte; ¿qué es el cine?, ya que la respuesta es muy simple. Un arte muy superior al vídeo arte, pues en él confluyen la fotografía, la literatura, la pintura, la música, la interpretación y, aun así, no todo asegura un buen resultado.

Sin embargo, el éxito furtivo que tiene el vídeo-arte se debe a un hecho muy sencillo; su público es homogéneo, entre el cual, la mayoría no sabe qué está viendo. No obstante, como el pretendido artista tampoco sabe muy bien qué demonios está haciendo, no tiene mucha importancia. Espectador y autor vomitan tratados filosóficos.

En cualquier caso, el cine debe enfrentarse a una prueba mucho más dura; la de los no-intelectuales. Las personas sin ningún tipo de pretensiones pseudo-artísticas (el arte de verdad jamás es "pseudo") no quieren extraños subproductos ininteligibles. Quieren ver algo que les aporte una sensación, que les despierte algún recuerdo o que sea capaz de pulsar la tecla adecuada en su interior. Y, por supuesto, quieren entretenerse.

Esto no quiere decir que haya que fabricar engendros funcionales según modelos establecidos de éxito. Simplemente hay que comprender que el cine es una forma de expresión y, por lo tanto, si no has sido capaz de explicarte, habrás fracasado en muchos aspectos. Es bien cierto que una película no es sólo un medio de comunicación, pero si la relación autor-espectador no funciona, el resto poco importa.

Hoy hablo a título personal, como co-guionista de la película, porque Los ajos quemados se presta a la teorización vacía. Es una historia de guerra y de muerte, de las relaciones humanas y de la degradación y desesperanza de una persona. Muchos serían capaces de hablar horas sobre cada fotograma, cada diálogo y cada expresión y "llegar a lo más profundo". Sin embargo, no habrían rozado siquiera lo superficial.

martes, 7 de julio de 2009

Realidad en potencia.

Hace ya algún tiempo, durante una época en la que escribía poesía casi a diario, escribí: “¿De qué lado quedan los olvidos olvidados?”. Y hoy, que soy más bien hombre de prosa –incluso prosaico-, me pregunto: “¿Adónde va la realidad en potencia?”. La realidad en potencia es esa realidad que pudo ser, pero que jamás llegó ni llegará a ser, porque ha pasado su momento, porque siempre es tarde para ella.

Desde que nacemos, nos vemos abocados a un mundo real, que se irá desplegando según nuestros actos, decisiones, ideas o simple azar. Todo cuanto hacemos o pensamos tiene una repercusión en la realidad en esencia, que es la que vivimos, y, por tanto, también la tiene en la realidad en potencia. No en vano, nuestra realidad actual fue realidad en potencia antes de existir.

El problema es que una vez instalados en nuestra realidad, no podemos olvidar lo que pudo ser, como si siempre se pudiera mejorar lo que tenemos. Y es que tenemos la manía de pensar en negativo, cuando es igualmente posible que nos hubiera tocado una realidad peor que la que consideramos tan desilusionante. Todo es cuestión de perspectiva, supongo.

No obstante, me parece un tema muy interesante y creo recordar que ha sido tratado en el cine y la literatura, de manera que se nos presentaban dos realidades a partir de un suceso clave. Pero no todo depende de un suceso en apariencia trascendente y, desde luego, no hay sólo dos caminos, sino cientos de ellos que dependen de variables intrascendentes, casi imperceptibles, y que determinan nuestro futuro aun con más fuerza que los que se nos ocurren importantes. Por eso la literatura y el cine no pueden dar abasto.

En cambio, nosotros podemos analizar la realidad en esencia y calcular la realidad en potencia más probable. Y solemos hacerlo sin darnos cuenta y con la extraña percepción de haber predicho el futuro. Aunque la realidad en potencia no se basa en el tiempo, ya que nunca ha sido. Simplemente tuvo un momento, su oportunidad, de llegar a realizarse, pero una vez irrealizada no se sustenta en un pasado o en un futuro, sino que avanza en una línea temporal que no existe –una vía muerta- y que, a su vez, se bifurca en cientos de posibles realidades que son aun más imposibles, porque dependen de una que nunca llego a ser.

Después de este pequeño esfuerzo teórico, les pido que se paren a pensar. Que busquen en su memoria cualquier momento (pequeño o grande, importante o banal) capaz de haber cambiado su vida. No creo que les cueste mucho dar con uno: una declaración de amor, la decisión de estudiar una u otra carrera, vivir en una u otra ciudad… Ese tipo de cosas se recuerdan y se considera que han supuesto un punto de inflexión en el discurrir del devenir. Un punto controlado por nosotros y elegido entre las demás posibles realidades, que han quedado huérfanas de nuestra presencia.

Sin embargo, a mi me interesan las que no dependen de nosotros. Las que nunca conoceremos: ese día que salimos de casa diez minutos después, evitando un atropello que nos habría matado o dejado inválidos, o tal vez nos habría internado con una pierna escayolada en un hospital donde habríamos conocido a una enfermera que resultaría ser la mujer de nuestra vida. Las carambolas de eso que llaman destino y que sólo es la vida, en donde las decisiones las tomamos nosotros mismos sin saber que las tomamos. No hay un dios jugando a los dados con nosotros –eso sería darse mucha importancia-, somos nosotros los que apostamos a cada segundo, y lo hacemos porque desconocemos las consecuencias.

En los otros momentos que les he pedido rememorar sí tuvimos en cuenta la realidad en potencia y elegimos según nuestro criterio. Sopesamos esas realidades y elegimos una, dando al traste con todos los demás futuros trazados, ya imposibles de retomar. Pero en el azar de nuestras decisiones no hay valoración, no hay riesgos en salir diez minutos después. Es probable que el conductor que nos podría atropellar también saliera diez minutos después, es posible que frene a tiempo, es posible que nos enamoremos o que muramos. Si morimos, entonces todas las realidades en potencia serán inútiles y, como nuestra propia vida –la vida que deberíamos haber vivido- estarán vacías de sentido.

Con todo esto, sólo quiero animarles a vivir sin pensar continuamente en las consecuencias de cada acto. Los que pueden determinar nuestra vida y están bajo nuestro control –por lo menos en apariencia- se nos presentaran claros y distintos. No habrá problema para decidir. Pero los otros, los banales, los que al final determinan nuestra vida, no entran en nuestro radio de acción, no podemos predecirlos, sopesarlos ni elegirlos.

Y todo ello da lugar a algo maravilloso: la vida no tiene sentido, más allá de vivir. Vivir es lo que debe explicar todo cuanto hacemos. Es el transcurso, el camino que recorremos hasta la muerte lo que debe sustentar todo el conjunto, no una meta establecida. La meta sólo debe ser la justificación para seguir viviendo. Cada uno somos miles de realidades en potencia.