Normalmente odio los mercadillos. Me parecen sitios calurosos, sucios, abarrotados, agobiantes y exasperantes. Sin embargo, me encantan las antigüedades, por ello suelo ser más condescendiente con los mercadillos llamados “rastros”. Me gustan sobre todo los viejos cacharros tecnológicos: máquinas de escribir, cámaras de fotos –como ojos ciegos con mil imágenes quebradas en sus lentes-, radios… También puedo encontrar algo interesante para otra de mis pasiones, los relojes, aunque cada vez es más difícil y más caro.
Pues bien, hace unos cuatro años, sucumbí a la curiosidad, me dejé mis prejuicios en el toallero y decidí acercarme al mercadillo de La Nucía, un pueblecito en la montaña de Alicante, cerca de Benidorm. Ya sabía que allí podría encontrar alguna cosa interesante y mi ánimo no era especialmente susceptible, aunque sí se encrespó un poco a la hora de buscar aparcamiento.
Dejé el coche en la zona alta del pueblo y bajé por una pendiente muy pronunciada, nadando entre un río de turistas ingleses y alemanes, que me llevó hasta la calle principal del Rastro. Curioseé un poco de puesto en puesto, con el bullicio en los oídos y la mano en el bolsillo de la cartera, hasta que llegué a un puesto más bien extraño. Sólo vendían fotografías antiguas.
Alargué la mano hacia una de las cajas llenas de rostros nublados y dejé que mis dedos recorrieran el filo de las fotos. Las más antiguas tenían el típico borde blanco recortado en zigzag. Saqué alguna y miré a los ojos a alguien que no conocía y que parecía presa de una extraña desubicación. Sé que es absurdo, pero los ojos de aquel hombre de principios del siglo XX, bien vestido, en el estudio de fotografía, con una mano apoyada en una pequeña columna, me miraban con desesperanza.
Lo vi tan solo en el papel. No me gustó curiosear, me pareció estar invadiendo la intimidad de personas desconocidas, pero claro, era una intimidad desechada. Renunciada. El heredero de cada fotografía se había desentendido de sus recuerdos, había renegado de sus antepasados y ni siquiera se había molestado en romper la instantánea. Sino que lo había condenado a posar hierático, con la misma expresión y en casas ajenas a la suya.
Aquella sensación supersticiosa me hizo dejar la foto descansando entre las demás, tan especiales o vulgares, y seguir caminando entre los puestos y el bosque de codazos y pisotones propio de estos sitios infernales. Pero no me concentraba en la búsqueda de antigüedades. Tenía los ojos del caballero de la columna clavados en la nuca. Podía ser cualquiera. A lo peor había sido un tipo terrible y por eso se habían deshecho de la fotografía. A lo mejor era un pobre enamorado que había muerto sólo, fiel a su imposibilidad. Lo que fuera, al fin y al cabo, poco importa. Porque ya no lo es.
Lo que sí me importó fue la clase de persona que colgaba rostros ajenos en sus paredes. “Seguramente las comprarán los decoradores”, pensé de acuerdo a mi fascinación morbosa por los decoradores. “Sólo un decorador podría plantificarle a alguien en su casa la cara de un asesino o un enamorado, o ambas cosas, sin que le digan nada y llevándose dinero”. Efectivamente, la persona que contrata a un decorador se arriesga a estas cosas. Luego llegan los amigos al carísimo domicilio recién “decorado” y preguntan: “¿El bisabuelo?” Y sólo queda responder: “No, es un adorno”. Bien mirado no me importaría ese destino, pues siempre he querido ser un adorno.
A mitad de calle di la vuelta y casi corrí hacia el puesto de las fotos. De repente necesitaba mirar a los ojos al que hoy en mi cabeza se llama Don Celedonio Bretaña. Me asustó la idea de que pudieran haberlo vendido y me fascinó la posibilidad de comprar algo más que una persona. Su recuerdo sin haberlo conocido.
Lo encontré enseguida y lo compré sin mirar ninguno de los demás cuerpos que clamaban por una salvación decorativa en aquel purgatorio extraño. Por supuesto que no lo colgué de ninguna pared –no soy muy de colgar a los desconocidos, aunque colgaría a unos cuantos conocidos-. Pero sí le permití vivir entre las páginas de las mil y una historias que leo. Porque Don Celedonio Bretaña cada día es una persona. Un asesino, un enamorado. Un asesino enamorado de la muerte.
Pues bien, hace unos cuatro años, sucumbí a la curiosidad, me dejé mis prejuicios en el toallero y decidí acercarme al mercadillo de La Nucía, un pueblecito en la montaña de Alicante, cerca de Benidorm. Ya sabía que allí podría encontrar alguna cosa interesante y mi ánimo no era especialmente susceptible, aunque sí se encrespó un poco a la hora de buscar aparcamiento.
Dejé el coche en la zona alta del pueblo y bajé por una pendiente muy pronunciada, nadando entre un río de turistas ingleses y alemanes, que me llevó hasta la calle principal del Rastro. Curioseé un poco de puesto en puesto, con el bullicio en los oídos y la mano en el bolsillo de la cartera, hasta que llegué a un puesto más bien extraño. Sólo vendían fotografías antiguas.
Alargué la mano hacia una de las cajas llenas de rostros nublados y dejé que mis dedos recorrieran el filo de las fotos. Las más antiguas tenían el típico borde blanco recortado en zigzag. Saqué alguna y miré a los ojos a alguien que no conocía y que parecía presa de una extraña desubicación. Sé que es absurdo, pero los ojos de aquel hombre de principios del siglo XX, bien vestido, en el estudio de fotografía, con una mano apoyada en una pequeña columna, me miraban con desesperanza.
Lo vi tan solo en el papel. No me gustó curiosear, me pareció estar invadiendo la intimidad de personas desconocidas, pero claro, era una intimidad desechada. Renunciada. El heredero de cada fotografía se había desentendido de sus recuerdos, había renegado de sus antepasados y ni siquiera se había molestado en romper la instantánea. Sino que lo había condenado a posar hierático, con la misma expresión y en casas ajenas a la suya.
Aquella sensación supersticiosa me hizo dejar la foto descansando entre las demás, tan especiales o vulgares, y seguir caminando entre los puestos y el bosque de codazos y pisotones propio de estos sitios infernales. Pero no me concentraba en la búsqueda de antigüedades. Tenía los ojos del caballero de la columna clavados en la nuca. Podía ser cualquiera. A lo peor había sido un tipo terrible y por eso se habían deshecho de la fotografía. A lo mejor era un pobre enamorado que había muerto sólo, fiel a su imposibilidad. Lo que fuera, al fin y al cabo, poco importa. Porque ya no lo es.
Lo que sí me importó fue la clase de persona que colgaba rostros ajenos en sus paredes. “Seguramente las comprarán los decoradores”, pensé de acuerdo a mi fascinación morbosa por los decoradores. “Sólo un decorador podría plantificarle a alguien en su casa la cara de un asesino o un enamorado, o ambas cosas, sin que le digan nada y llevándose dinero”. Efectivamente, la persona que contrata a un decorador se arriesga a estas cosas. Luego llegan los amigos al carísimo domicilio recién “decorado” y preguntan: “¿El bisabuelo?” Y sólo queda responder: “No, es un adorno”. Bien mirado no me importaría ese destino, pues siempre he querido ser un adorno.
A mitad de calle di la vuelta y casi corrí hacia el puesto de las fotos. De repente necesitaba mirar a los ojos al que hoy en mi cabeza se llama Don Celedonio Bretaña. Me asustó la idea de que pudieran haberlo vendido y me fascinó la posibilidad de comprar algo más que una persona. Su recuerdo sin haberlo conocido.
Lo encontré enseguida y lo compré sin mirar ninguno de los demás cuerpos que clamaban por una salvación decorativa en aquel purgatorio extraño. Por supuesto que no lo colgué de ninguna pared –no soy muy de colgar a los desconocidos, aunque colgaría a unos cuantos conocidos-. Pero sí le permití vivir entre las páginas de las mil y una historias que leo. Porque Don Celedonio Bretaña cada día es una persona. Un asesino, un enamorado. Un asesino enamorado de la muerte.
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