martes, 4 de agosto de 2009

La casa abandonada.

Desde mi infancia más temprana he sentido una poderosa atracción por las casas abandonadas. Una atracción carente de toda lógica y dominada por una fascinación casi enfermiza, como todas las fascinaciones que merecen la pena. No en vano, cerca del chalé de mis abuelos –al que ya me referí en artículos anteriores- había numerosas viviendas, cuyos habitantes habían desaparecido, dejando ecos apagados.

Aquel era un sitio salvaje, salvaje según el modo de vida actual, un sitio donde las puertas de las casas se dejaban abiertas y las calles carecían de asfalto y se debatían en una débil frontera con los descampados. Todos ellos sembrados de arbustos secos copados de caracoles. El sol era amarillo y penetraba en el suelo, dejando la tierra caliente horas después del ocaso.

En ese sitio salvaje ya existían muchos edificios de apartamentos, pero nada que ver con los modernos monstruos revestidos de monocapa blanco. Abundaban los pequeños edificios de cuatro alturas, cuyas ventanas eran más bien puertas de terrazas que rodeaban todo el apartamento. Solían estar construidos de ladrillo claro y la ausencia de ascensor era una de sus señas de identidad.

Sin embargo, no lejos de estos pequeños núcleos de vida, existía y existe lo que fue un espléndido chalé. Para mí siempre fue La casa abandonada, así, con el artículo determinado, como si no pudiera existir otra porque ella es mi referente del concepto. En el centro de una gran parcela, frente a la cual crecen enormes pinos que rodean una piscina de formas circulares, se levantó una bonita casa de una planta, de diseño moderno y gran calidad de materiales.

Yo ya la conocí vacía –llevaba así desde finales de los 60-. Con ese sol amarillo entrando por las ventanas sin cristales como una cuchilla de luz. Recuerdo mis pies sobre el rectángulo perfecto que se formaba en el suelo y me recuerdo a mí mismo, diminuto en la inmensidad de la gran sala, internándome en las distintas dependencias con un escalofrío permanente recorriéndome la espalda.

No podía evitar imaginar cómo habría sido aquel chalé en sus años de esplendor. Podía ver el salón decorado con muebles de diseño de formas rectas y vanguardistas para su época. Casi escuchaba los gritos de los niños en la piscina –ahora llena de basura y extrañamente profunda- y no me costaba dibujar en mi cabeza a unos padres, tomando el aperitivo bajo los inmensos pinos, sobre un empedrado cuidadosamente trabajado y con una tranquila sonrisa en los labios.

Sin embargo, después de tanto almíbar, tenía que llegar el drama. Y era entonces cuando imaginaba la gran tragedia que había dejado aquel lugar ya no deshabitado, sino abandonado –sólo se abandona a un ser consciente de su abandono-. Me sentaba en el borde de la piscina con los pies colgando sobre los escombros del fondo y veía a al hijo del matrimonio resbalando mientras saludaba a sus felices padres. Su cabeza se estrellaba sin remedio contra una de las aristas de la piedra en la que yo me había sentado. El cuerpo del pequeño se quebraba en una de esas posturas que sólo tienen los cuerpos y no las personas.

Tal vez un hilo de sangre había fluido hasta las aguas, aun agitadas, y se había diluido en el azul, tornando rojas las irisaciones que la luz trazaba sobre los azulejos. La cara de la madre se transformaba, mientras su mano seguía saludando en una inercia inconsciente de lo que ya sabían los ojos. Fue el padre el primero en levantarse y recorrer los pocos metros que lo separaban de la piscina. Se arrodilló junto al cuerpo, lacerándose las rodillas y uniendo su sangre con la de su hijo. A los pocos segundos llegaba la madre, histérica, fuera de sí, exigiéndole a su marido que salvase la vida del niño. Quizás incluso pegándole en la espalda con unos puños sin fuerza y perdiendo la voz en favor del llanto.

Pero el padre no reaccionaba. No había nada que hacer más allá de sostener el cuerpo vacío. La mancha de sangre se había extendido silenciosa dentro del agua fresca. Y las habitaciones de la casa y el jardín entero se habían impregnado del momento terrible. Desde entonces, las paredes parecían enlucidas de una emulsión fotográfica que sólo recordaba lo acontecido aquel día de verano.

Por eso el matrimonio no pudo seguir más allí. Y no quiso saber nada del precioso chalé que abandonaron en la costa mediterránea. La casa perdió su función, fue deshabitada y, por tanto, despojada de los únicos que pueden darle vida. Pasaron los años y la intimidad de las habitaciones impolutas fue violada. Sufrió el saqueo y el vandalismo y nada consiguió empañar el esplendor vivido. Por lo menos yo lo veía, mientras me sentía como una fantasma del futuro en un tiempo pasado, viendo la escena sin ser visto. Y viendo la casa como ella desearía ser vista.

Las casas abandonadas son folios en blanco. Pero folios prestados que, mirados al trasluz, cuentan historias mejores que las que podríamos escribir.

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