Hace dos o tres semanas, publiqué un artículo titulado "Nostalgia". No era nada excesivamente extraño ni retorcido. Sin embargo, en los comentarios, una lectora me preguntaba la razón por la cual escribo. En aquel momento le respondí que escribo porque es lo único que sé hacer sin caerme de ningún sitio. Y porque lo necesito. Pero se me olvidó remitirla a otro artículo en el que se abordaban en profundidad las motivaciones más determinantes.
Supongo que mi querida lectora -en verdad es querida- no leyó "Cosas que no vienen a cuento", pues en aquel sí se daban razones y se reflexionaba con cierta intensidad sobre el tema. Pero, por si me equivoco y se da el caso de que leyó el artículo referido y, aun así, le quedaron dudas, he rebuscado en el cajón de los textos breves.
Allí, entre un montón de archivos de word, había un pequeño escrito en el que, por primera vez, tuve la necesidad de explicar por qué hago lo que hago. No se trata de una cuestión de "ego de artista" -que también-, sino de una autojustificación, de una manera de convencerme de que hay una razón para gastar mi tiempo tecleando o garabateando letras en una superficie limpia, vacía y blanca.
Vidas que no he vivido
Resulta muy curioso el uso que hacemos de los sentimientos. Durante mucho tiempo, pensé que eran ellos los que hacían uso de nosotros. Pero he llegado a la conclusión de que somos tan hipócritas y de que tenemos una capacidad tan asombrosa de engañarnos a nosotros mismos, que de manera inconsciente utilizamos nuestros propios sueños o temores. Dependiendo del estado de ánimo que tengamos, buscamos en la memoria retazos de vida pasada que ayude a reafirmar nuestra posición. Esto se da con mayor incidencia en los casos de desamor. Siempre estaremos recordando tal o cual momento en el que se quebró nuestro corazón. El recordar esas vivencias hará que nos revolquemos en nuestra propia autocompasión, hasta creer que somos objeto de un misterioso complot del amor -que además debe de ser una horterada-. Sin embargo, hay muchos más ejemplos de la utilización interesada de sentimientos. Cuando estamos tremendamente alegres, nos atiborramos de sensaciones placenteras para conseguir mantener el chute de serotonina.
Quizás yo sea culpable de utilización ilícita de sentimientos y sensaciones. No sólo por hacer uso de ellos, sino por obtener beneficios. Utilizo mis sentimientos, mis recuerdos. Los desmadejo, los exprimo, los rebobino y los ordeño hasta dejarlos carentes de sentido. Hasta ser incapaz de distinguir lo que rememoro de lo que imagino. Después, con premeditación y alevosía, cojo todo el zumo y lo derramo sobre papeles vacíos y expectantes. Ellos me miran mientras el líquido de emociones los empapa. Primero forma una mancha uniforme que amenaza con hacer pulpa la hoja. Después, muy poquito a poco, el líquido se evapora dejando sólo algunas marcas. Cuando ya se ha secado por completo, lo tomo en mi mano. Ha adquirido más consistencia que antes de arrojarle el contenido de mi historia. Lo acaricio entre el índice y el pulgar y lo acerco a mis ojos para mirar las marcas más de cerca. Son miles de letras, cientos de palabras, decenas de frases agrupadas para contar una historia que me pertenece, pero que jamás reconoceré haber vivido.
Por eso me siento indigno de mis recuerdos. Por eso trato de abarcar todo el acontecer; de aprehenderlo y hacerlo especial. Necesito grabar cada sensación en mi mente porque desconozco si servirá para dar vida a alguien que no existe más que dentro de mi. Alguien que vive al lado de esos retales de vida, pero que jamás accedería a ellos, si yo no abriera la puerta. Ese alguien se convierte en muchos más y cada uno de ellos se apropia de mis recuerdos y los usa para ser mejor que yo. Los utiliza para hacer las cosas que yo no me atreví. Los atesora para permitirme vivir todas las vidas que no he vivido.
Quizás yo sea culpable de utilización ilícita de sentimientos y sensaciones. No sólo por hacer uso de ellos, sino por obtener beneficios. Utilizo mis sentimientos, mis recuerdos. Los desmadejo, los exprimo, los rebobino y los ordeño hasta dejarlos carentes de sentido. Hasta ser incapaz de distinguir lo que rememoro de lo que imagino. Después, con premeditación y alevosía, cojo todo el zumo y lo derramo sobre papeles vacíos y expectantes. Ellos me miran mientras el líquido de emociones los empapa. Primero forma una mancha uniforme que amenaza con hacer pulpa la hoja. Después, muy poquito a poco, el líquido se evapora dejando sólo algunas marcas. Cuando ya se ha secado por completo, lo tomo en mi mano. Ha adquirido más consistencia que antes de arrojarle el contenido de mi historia. Lo acaricio entre el índice y el pulgar y lo acerco a mis ojos para mirar las marcas más de cerca. Son miles de letras, cientos de palabras, decenas de frases agrupadas para contar una historia que me pertenece, pero que jamás reconoceré haber vivido.
Por eso me siento indigno de mis recuerdos. Por eso trato de abarcar todo el acontecer; de aprehenderlo y hacerlo especial. Necesito grabar cada sensación en mi mente porque desconozco si servirá para dar vida a alguien que no existe más que dentro de mi. Alguien que vive al lado de esos retales de vida, pero que jamás accedería a ellos, si yo no abriera la puerta. Ese alguien se convierte en muchos más y cada uno de ellos se apropia de mis recuerdos y los usa para ser mejor que yo. Los utiliza para hacer las cosas que yo no me atreví. Los atesora para permitirme vivir todas las vidas que no he vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario