martes, 29 de septiembre de 2009

Tormentas inevitables.

Hay veces en las que después de una tormenta, viene irremediablemente otra tormenta. Así, sin tiempo para mirar con perspectiva qué había por encima de las nubes, sin que la luz del sol anime un poco la arena horadada y convierta los paraguas en sombrillas. Sin que los oídos se libren de este maldito repiqueteo que es como si el mundo entero chasquease los dedos a la vez. Chas, chas, chas, chas...

Y luego están los truenos, que desgarran el cielo, que se parte de tanto estirarlo para sí cada nube. Como una costura gigantesca de una tela que nos cubre y que ignoramos hasta que cede. Sentimos cómo tiembla el suelo, sin la protección de la tela rasgada, y cómo nos embisten vientos que vienen de partes que jamás llegamos a pensar.

En estos momentos, llegados al tercer párrafo, a la exacta palabra 145, el lector acostumbrado a las pajas mentales de columnistas ilustres –y deslustrados como yo- querrá ver un símil. Una metáfora de mi realidad y de la realidad meteorológica. Y probablemente acierte, aunque no era mi intención. O quizás sí. O quizás sea más bien el tiempo, que contagia a mi vida, porque pensar al revés sería demasiado egocéntrico hasta para mí.

Sin embargo, me hubiera gustado escribir un artículo sobre el tiempo; situarnos al lector -¡pobre lector!- y a mí en un mismo ascensor imaginario e ir subiendo pisos a medida que bajamos líneas de texto. Me hubiera gustado por frívolo y porque suelo tener la irresistible tentación de hablar del tiempo en los ascensores. Y no vayan a creer que es por hacer más cómodo el viaje, sino por pura experimentación maquiavélica.

Me encanta comenzar con la frase: “Hay que ver cómo está el tiempo, ¿eh?”. De inmediato, mi sufrido interlocutor, movido por el consabido Código de protocolo ascensorista, recoge el lazo envenenado que le acabo de lanzar. “Sí, es increíble el frío que está haciendo”, por ejemplo. Entonces, en ese instante es cuando llega el momento en que me divierto: Diga lo que diga el pobre compañero de ascensor, contesto extrañado con una impresión diametralmente –qué tendrán que ver los diámetros- opuesta a la suya. En este caso, contestaría: “¿En serio? Pues yo hacía tiempo que no pasaba un invierno tan cálido”, dicho ello enfundado en un abrigo de paño y con la bufanda por los ojos.

Es aquí cuando llegamos al punto crítico del experimento, cuando la otra persona se descubrirá a sí misma y nos desvelará su rol social. Lo normal es que prevalezca el Código anteriormente citado y nuestra querida cobaya opte por la diplomacia –Qué pocas guerras habría si la OTAN se reuniese en un ascensor enorme-. “¿Sí? Ahm… Supongo que estaré algo destemplado”. No obstante, de vez en cuando, la gente saca algo de amor propio y confianza en ellos mismos y defiende su termostato: “Me parece que te has abrigado demasiado, porque hace un frío de cojones”. Obviamos que el termostato está, en efecto, en la parte aludida.

También, y en casos más reducidos, se dan ciertos individuos que muestran preocupación por su salud o la nuestra. Ellos son buena gente, personas que nos han tomado en serio y, dependiendo de quién tiene frío, no dudarán en advertir de una posible gripe. Cuando esto sucede, suele picarme la conciencia y río despreocupadamente, mientras me disculpo con un: “Sólo bromeaba, es cierto que hace mucho frío”. ¿Qué le voy a hacer si sólo me sale reírme de las personas que me disgustan?

Lo bueno de esta técnica es que no implica riesgos, porque generalmente nadie se va a enzarzar en una absurda discusión meteorológica. Y si se diera el caso, el viaje suele ser lo suficientemente breve –crucen los dedos ante posibles apagones- para que las puertas se abran y nos libren de argumentar nuestra absurda observación. No duden en practicar el experimento, eso sí, siempre con tacto y de buena fe.

Y llegados a este último párrafo, a la palabra exacta 661, el lector se ha librado de leer ese terrible y autocompasivo artículo en el que comparaba la eterna tormenta con algunos aspectos de mi existencia actual. Y se ha librado gracias a que la mente es caprichosa y a que de vez en cuando podemos recordar lo genial que es todo tras la lluvia. Y a la certeza de que algún día seremos capaces de bromear en un ascensor sobre aquella tormenta que no remitía. Tal vez con una bella mujer, que traerá más tormentas. Tormentas inevitables. Pues siempre he sido esclavo de mi sensibilidad estética.

martes, 22 de septiembre de 2009

Yo no soy un caballero.

Últimamente vengo observando un comportamiento muy característico entre esas cotorras engominadas que se hacen llamar “periodistas” y que son, cuanto menos, marujas, cotillas porteras y quinquis de toda índole delictiva y catadura moral. Bueno, para abreviar puedo llamarlos tertulianos o carroñeros y me gustaría explicar brevemente ciertos hábitos de comportamiento que se dan en estos animales televisivos.

Voy a evitar meterme con las mujeres/carroñeras tertulianas, no por pudor o respeto, sino porque al fin y al cabo no me interesan en el sentido que ahora nos ocupa –tal vez más adelante, en una tipología de arpías-. En esta ocasión me interesan los hombres/carroñeros que pueblan ese enajenado concepto televisivo llamado “magacín”. Este tipo de programas (de nombre elegante, heredado de las antiguas publicaciones escritas sobre temas variados) ha terminado por ser un criadero de majaderos esperpénticos que se escupen en directo para regocijo de una audiencia no menos patética.

Entre esos majaderos, me entusiasman especialmente los que se pasan la vida diciendo: “Yo soy un caballero”. Por regla general, el yosoyuncaballero va seguido de un “y jamás comentaría en una televisión mi trío sadomasoquista con Marujita Díaz y Yola Berrocal”. Entonces el espectador no habituado a semejantes alardes de templanza y saber estar puede actuar de dos formas distintas: La primera y más conveniente, tirar la televisión por la ventana, a ser posible encima del caballero en cuestión. La segunda, seguir viendo un poco más, aun a riesgo de perder la cabeza y el sentido del bien y del mal.

Yo, en pos de la experiencia empírica y movido por mi fascinación por lo sórdido, cometí el error de seguir delante del televisor unos minutos más. Entonces pude comprobar varias cosas. Entre ellas, la más importante es que se considera periodismo a lo que la humanidad lleva haciendo durante siglos bajo el nombre de “cotilleo”. También que el majadero de turno podía responder a dos tipos distintos que serían el “carroñero-meacostéconalguien” y el más repugnante “carroñero-periodista”.

El primero no me preocupa. Siempre ha habido gente encantada de airear sus hazañas sexuales y demostrar que su pene es mucho más grande que su inteligencia –lo que tampoco garantiza un tamaño de pene respetable-. El segundo sí, ya que propicia la existencia del primero. Y tal vez me afecte más porque yo estudié periodismo y jamás diría que soy periodista. Porque me parece uno de esos pocos oficios vocacionales que quedan y yo no tengo esa vocación.

El periodismo no tiene nada que ver con esas porteras andróginas siempre indignadas que se llenan la boca de enfermedades venéreas y las vomitan sobre la audiencia, mientras se escudan en el derecho a la información. ¿Cómo se atreven a mezclar un derecho fundamental con el tráfico de chismes, ya no banales, sino estúpidos y ofensivos para cualquier inteligencia media?
Perdonen que me indigne. Pero sí, quizás sea de naturaleza sensible o de ánimo susceptible. El caso es que no puedo entender que esa gentuza lleve el mismo nombre que los periodistas que tratan temas de interés público y cuyo manejo de la información puede afectar a un gobierno o al conjunto de la población.

Sin embargo, aunque sólo sea ya por saturación, puedo tratar de convivir con las cotorras y su audiencia. Puedo aceptar que tienen una vida tan vacía y carente de estímulos que se ven obligados a vivir la de los demás. Puedo aceptar que se llamen periodistas, aunque sólo sean licenciados en Periodismo –algunos ni eso-. Pero no puedo aceptar que, después de todo eso y de comportarse con semejante falta de dignidad, se autodenominen caballeros. Entonces sí; grito, monto en cólera y maldigo en hebreo, arameo, sanscrito, en verso, por telegrama y por tam-tam. Porque son cualquier cosa menos eso. Porque la caballerosidad desaparece al ser apelada por el supuesto caballero.

Me explico: Un acto de caballerosidad es innato para un caballero. Tan sólo el zafio se percata de su conducta extrañamente correcta y lo hace notar, autoproclamándose caballero, gentilhombre o gentleman, que dirían los ingleses. En definitiva, cualquier romano –o jurista pedante- susurraría aquello de excusatio non petita accusatio manifesta.

¡Qué terrible sería dejar la caballerosidad en manos de jinetes de asnos más inteligentes y cabales que ellos mismos! Yo, mientras tanto, seguiré sin ser un caballero. Porque me aterra la idea de montar a caballo. Porque no quiero parecerme a esta nueva hornada de caballeros y porque la moto también me parece un animal muy noble.

martes, 15 de septiembre de 2009

Sólo principios.

En muchas ocasiones se me enciende la bombilla de la idea y vislumbro un tema estupendo para un artículo. Lo apunto e inmediatamente se me ocurren cientos de cosas relacionadas con el tema que, en principio, me parecen tremendamente ingeniosas y apropiadas. Entonces llego a casa, con los dedos echando chispas enciendo el ordenador, que parece demorarse más de lo habitual, después abro el Word y tecleo cual pianista poseído… Un párrafo. Y ya está. Y además es una auténtica basura.

Dependiendo del humor, que en mí es inescrutable, decido seguir con la basura o apearme a tiempo, antes de que todo reviente en un despropósito de letras que provoca arcadas. Si lo sigo, a veces lo enderezo, aunque sólo sea por oficio. De esas pocas veces, menos aun sale algo decente. Y no me refiero al conjunto del artículo, que ya no tiene arreglo, sino a una frase, una imagen o un pensamiento bien expresado; esto es, la palabra adecuada. La que siempre se escapa. Si he logrado eso, ya merecerá la pena el trabajo y el posterior bochorno.

¿Por qué? Porque tal vez haya conseguido que un lector – tal sólo uno de ustedes- lea una sensación tal y como la experimentó en su momento. Porque como ya dije una vez, yo no estoy aquí para enseñar nada, sino para dar cuenta de la realidad que compartimos y demostrarnos –demostrarme- que somos iguales en lo esencial, que mucho de lo que ustedes pueden leer aquí, ya lo han vivido. Y si aun se preguntan “¿Por qué?”, les diré que para que se identifiquen con el autor, que es lo que todo escritor –yo no soy tanto- desea. Y si todavía no les queda claro, les diré que esa identificación busca tranquilidad y compañía. Suene como suene.

En las otras ocasiones en que me apeo en marcha del texto, la situación resulta bastante frustrante y desagradable. Deja un sabor de boca amargo, se quedan las líneas abortadas, en el sentido más humano del término –porque los textos tienen vida-. Pero es pura selección natural. Simplemente ese artículo sólo haría que empeorar la especie y bastante deforme anda ya. Aun así, no lo borro. Guardo decenas de archivos con un párrafo, apenas dos. Quizás una frase.

No puedo eliminarlos sin más y, de hecho, no descarto recopilarlos en un mismo archivo, bajo un título terrible, como “textos abortados” o “artículos desmembrados”. Algo así, bien bestia y medieval. Que suene como lo que es; pensamientos que no fueron escritos para que nadie los leyese. Que no daban más de sí. Qué sólo eran geniales como principio.

De hecho puede que sean perfectos a su manera, porque no pudieron expresarse más que en la ilusión de poder llegar a escribirlos. Por eso hoy he prescindido de intentar el maravilloso texto que tenía en la cabeza. Y en su lugar he preferido insinuar su existencia, aunque sea de pasada. O tal vez por falta de buen hacer y de ánimo.

Porque últimamente tengo un aliento de derrota y empiezo a desconocerme. Miro adelante y me veo inacabado, como todos aquellos textos. Mantengo ilusiones que sólo son ilusiones y las retomo una y otra vez como he retomado aquellos artículos. Las veo y son atractivas, llenas de posibilidades e imposibles por sí mismas y por mí. Pero no puedo evitar tocarlas, desear que mis dedos retomen la última línea en la que dejé mi vida y sean capaces de ver la unidad que buscaban y perseguirla. Hacerla cierta, como hago ciertas todas las mentiras que se me ocurren. Para que ustedes las vivan, aunque eso sólo sea una excusa.

Porque en realidad quiero vivirlas yo, pese a saber que son ideas que fallaban desde el principio. Y que me hundiría con ellas una y otra vez. Porque me siguen pareciendo buenas. Porque hay cosas que simplemente no tienen final. Y son las más desconcertantes y las más fascinantes.

Perdón por la tristeza.

martes, 8 de septiembre de 2009

Empatía.

Hoy a mi mente caprichosa le ha entrado la necesidad de juntar dos películas que poco tienen que ver. Una de ellas es un documental sobre los españoles que estuvieron presos en Mauthausen y Gusen y la otra es una malísima ficción de Keannu Reeves sobre el fin del mundo a manos de extraterrestres más responsables que los humanos (no es ningún mérito).

Sé que resulta atrevido y hasta obsceno que estas dos cintas compartan frase, pero déjenme que me explique y tal vez entiendan un poco lo que quiero demostrar. El documental -Más allá de la alambrada, la memoria del horror- se basa en una serie de testimonios de presos que explican su estancia en los campos, su vida diaria y la muerte diaria. La pantalla nos golpea con la entereza de los rostros ajados y con la gravedad de voces que se quiebran inevitablemente –nosotros también nos quebramos un poco-. Los planos son cerrados, la luz artificiosa, pero la rotundidad habla por sí sola.

No hacen falta aderezos, como las imágenes con falso envejecimiento –repugnantes- que se intercalan entre testimonio y testimonio. El aderezo es cada gesto que imprime a las historias una teatralidad sólo propia de la realidad más cruda. Es inevitable sentir empatía por unas personas que fueron tratadas como si no lo fueran sólo por tener ideales –ideales de los que no se venden, no de los de ahora-. Unas personas que cuando fueron liberadas no pudieron volver a su país como el resto de prisioneros, pues su país era quien los había entregado por formar parte de la democracia que casi les cuesta la vida.

Y sin embargo, cuentan la camaradería. Los sentimientos que hieren de tan sólo oírlos. Qué manera de aguantar y qué terrible sería no emocionarse cuando narran la liberación del campo a manos de las tropas americanas. Para entonces, Mauthausen ya estaba en manos españolas y las tanquetas entraban bajo una pancarta en la que se podía leer: "los antifascistas españoles saludan a las fuerzas liberadoras". Incluso tras esa situación fueron capaces de sobreponerse y seguir viviendo. Con dificultad, con heridas que se ven y que no y con una mirada que ha visto cosas que nos harían dejar de ver a la mayoría de nosotros.

En el otro lado está Ultimátum a la tierra. Sí, esa película malísima –remake de una mejor de idéntico nombre-. No les desvelo nada, la humanidad se salva. Y no la salva un estadounidense, sino un extraterrestre. Cosa que es de agradecer, aunque no difiera mucho en su conocimiento del planeta. Pero lo realmente bonito y autocomplaciente es el porqué de nuestra salvación. Iban a liquidarnos por destruir uno de los planetas más idóneos para la vida. Y nos salvamos porque llegamos a conmover al visitante. Conseguimos que empatice con nosotros, es decir, lo hacemos humano.

Es cierto que el ser humano tiene algo especial. Somos capaces de crear arte de la nada. Un arte que se expresa por sí mismo, independiente y libre del autor una vez terminado. Un arte que puede hacer reír, llorar de alegría o de tristeza. Ese arte y su valor nace de la capacidad que tenemos para interpretarlo, para sentirnos de una u otra manera ante él, porque al final estamos delante de los sentimientos más profundos de otra persona.

En cambio, siempre andamos matándonos entre nosotros, pero nuestro gregarismo hace que nos identifiquemos con un grupo. Si alguien ataca a mi familia, es mi familia. Si alguien ataca a mi ciudad, es mi ciudad. Si alguien ataca a mi país, es mi país. Y si alguien ataca al mundo, es mi mundo -que diría Pedro J.-. Tal vez sea sólo un reprochable sentimiento de propiedad y seguramente sólo ocurra en situaciones límite. Pero a veces dejamos nuestras diferencias de lado y empatizamos por encima de nuestros intereses. Damos nuestra vida por las de otros. Sacamos la identidad que nos define y la hacemos extensible a nuestros iguales.

Ahora sólo queda que nuestros iguales sean más que nuestros “desiguales”. Que dejemos de justificarnos diciendo: “El ser humano es una criatura capaz de hacer las cosas más terribles y olvidarlas con las más hermosas”. No debemos olvidar, sino rectificar. Centrarnos sólo en las cosas hermosas. A mí, personalmente, la crueldad me repugna y la bondad me fascina.

martes, 1 de septiembre de 2009

Planes.

Solemos tener la absurda o inocente manía de concebir nuestra vida como un recorrido a medio plazo cuyos planes han de cumplirse rigurosamente. Sin embargo, esos planes están supeditados a un devenir caprichoso y hacer planes casi supone provocar al destino. Pero no caemos en la cuenta, seguimos con nuestra vida y hacemos esfuerzos sobrehumanos para “hacer lo que debemos hacer”. Intentamos por todos los medios y más allá de lo conveniente que nuestra idea del futuro encaje con lo que realmente sucede.

Hasta cierto punto es más o menos fácil cumplir unas cuantas metas, lo que nos da seguridad en nuestro “proyecto” y nos alienta a seguir adelante y a poner más empeño si cabe. El mundo gira a nuestro alrededor acompasado con nuestro pulso, parece que todo sonríe y que hemos sido capaces de sintonizar con el ritmo vital del planeta –o alguna idiotez por el estilo-. Entonces, cuando más justo parece todo, sobreviene la desgracia.

Antes ya nos habíamos encontrado con inconvenientes que habíamos superado con mejor o peor fortuna, y tal vez habían llagado un poco el plan, pero nadie esperaba la debacle final. Nadie esperaba que aquel futuro predeterminado que se iba cumpliendo pudiera venirse abajo de una forma tan definitiva. En ese instante, por nuestra maldita planificación, nos sentimos desnudos, desarmados ante un futuro que se nos viene encima como una ola que no hemos sabido enfilar a proa.

Todos los sueños que aguardaban prestos bajo el manto del tiempo cercano y dócil han sido arrastrados en un gigantesco remolino, demostrándonos lo débiles que eran en realidad. Y sólo queda rabiar, primero echarse la culpa a uno mismo y después a los demás y después al mundo con el que tan bien sintonizamos en su momento. Y algunos se atreven a echársela a Dios, que suele ser otro consuelo de los creyentes; el gran culpable universal. Un ser capaz de regir nuestras vidas y exculparnos de nuestra estupidez mediante el uso de una terrible crueldad.

Yo nací ateo. No puedo echar balones fuera. No puedo culpar a Dios. No puedo culpar al destino, ni siquiera a los demás, pues de los demás sólo he obtenido un apoyo incondicional. Solamente quedo yo como culpable universal y, muy a mi pesar, eso no me eleva a la categoría de Dios. Si acaso a la de persona honesta consigo misma.

Y por una vez asumo el daño. El que he causado y el que me he causado. Y no veo la necesidad de evadir responsabilidades, porque no soy político. No veo la necesidad de mentir ni de mentirme, porque ya no me lo creería. No veo la necesidad de planear, sino la de fluir con la vida sin intentar acotarla, sin pensar que está hecha para mí o que debe ser de una manera concreta. No veo la necesidad de vivir mientras muero, sino la de morir mientras vivo.

Pero cuesta tanto. Y es tan duro dar un revés a tu forma de entender la vida que en muchos momentos me sepulta la enorme ola que lo ha arrasado todo. Estoy rodeado de mis esperanzas empapadas y de mis recuerdos inútiles y no sé dónde queda el fondo y donde la superficie. Sólo sé que me falta el aliento. Aunque sé que llegará.

De momento respiro de vez en cuando y me niego a mí mismo lo que todo ser humano hace después de darse cuenta de algo: Olvidarlo y repetir todos los errores. Y vivir esos errores como la primera vez, pero con el recuerdo de que una vez se entendió la vida. El problema fue que la vida, desnuda de dioses, destinos, planes y porvenires tan sólo me tenía a mí de protagonista. Y yo sobreactúo y se me queda grande el papel. Necesito el mundo como complemento y mentirnos de mutuo acuerdo sabiendo que en el fondo conocemos la verdad el uno del otro.