Hay veces en las que después de una tormenta, viene irremediablemente otra tormenta. Así, sin tiempo para mirar con perspectiva qué había por encima de las nubes, sin que la luz del sol anime un poco la arena horadada y convierta los paraguas en sombrillas. Sin que los oídos se libren de este maldito repiqueteo que es como si el mundo entero chasquease los dedos a la vez. Chas, chas, chas, chas...
Y luego están los truenos, que desgarran el cielo, que se parte de tanto estirarlo para sí cada nube. Como una costura gigantesca de una tela que nos cubre y que ignoramos hasta que cede. Sentimos cómo tiembla el suelo, sin la protección de la tela rasgada, y cómo nos embisten vientos que vienen de partes que jamás llegamos a pensar.
En estos momentos, llegados al tercer párrafo, a la exacta palabra 145, el lector acostumbrado a las pajas mentales de columnistas ilustres –y deslustrados como yo- querrá ver un símil. Una metáfora de mi realidad y de la realidad meteorológica. Y probablemente acierte, aunque no era mi intención. O quizás sí. O quizás sea más bien el tiempo, que contagia a mi vida, porque pensar al revés sería demasiado egocéntrico hasta para mí.
Sin embargo, me hubiera gustado escribir un artículo sobre el tiempo; situarnos al lector -¡pobre lector!- y a mí en un mismo ascensor imaginario e ir subiendo pisos a medida que bajamos líneas de texto. Me hubiera gustado por frívolo y porque suelo tener la irresistible tentación de hablar del tiempo en los ascensores. Y no vayan a creer que es por hacer más cómodo el viaje, sino por pura experimentación maquiavélica.
Me encanta comenzar con la frase: “Hay que ver cómo está el tiempo, ¿eh?”. De inmediato, mi sufrido interlocutor, movido por el consabido Código de protocolo ascensorista, recoge el lazo envenenado que le acabo de lanzar. “Sí, es increíble el frío que está haciendo”, por ejemplo. Entonces, en ese instante es cuando llega el momento en que me divierto: Diga lo que diga el pobre compañero de ascensor, contesto extrañado con una impresión diametralmente –qué tendrán que ver los diámetros- opuesta a la suya. En este caso, contestaría: “¿En serio? Pues yo hacía tiempo que no pasaba un invierno tan cálido”, dicho ello enfundado en un abrigo de paño y con la bufanda por los ojos.
Es aquí cuando llegamos al punto crítico del experimento, cuando la otra persona se descubrirá a sí misma y nos desvelará su rol social. Lo normal es que prevalezca el Código anteriormente citado y nuestra querida cobaya opte por la diplomacia –Qué pocas guerras habría si la OTAN se reuniese en un ascensor enorme-. “¿Sí? Ahm… Supongo que estaré algo destemplado”. No obstante, de vez en cuando, la gente saca algo de amor propio y confianza en ellos mismos y defiende su termostato: “Me parece que te has abrigado demasiado, porque hace un frío de cojones”. Obviamos que el termostato está, en efecto, en la parte aludida.
También, y en casos más reducidos, se dan ciertos individuos que muestran preocupación por su salud o la nuestra. Ellos son buena gente, personas que nos han tomado en serio y, dependiendo de quién tiene frío, no dudarán en advertir de una posible gripe. Cuando esto sucede, suele picarme la conciencia y río despreocupadamente, mientras me disculpo con un: “Sólo bromeaba, es cierto que hace mucho frío”. ¿Qué le voy a hacer si sólo me sale reírme de las personas que me disgustan?
Lo bueno de esta técnica es que no implica riesgos, porque generalmente nadie se va a enzarzar en una absurda discusión meteorológica. Y si se diera el caso, el viaje suele ser lo suficientemente breve –crucen los dedos ante posibles apagones- para que las puertas se abran y nos libren de argumentar nuestra absurda observación. No duden en practicar el experimento, eso sí, siempre con tacto y de buena fe.
Y llegados a este último párrafo, a la palabra exacta 661, el lector se ha librado de leer ese terrible y autocompasivo artículo en el que comparaba la eterna tormenta con algunos aspectos de mi existencia actual. Y se ha librado gracias a que la mente es caprichosa y a que de vez en cuando podemos recordar lo genial que es todo tras la lluvia. Y a la certeza de que algún día seremos capaces de bromear en un ascensor sobre aquella tormenta que no remitía. Tal vez con una bella mujer, que traerá más tormentas. Tormentas inevitables. Pues siempre he sido esclavo de mi sensibilidad estética.