En muchas ocasiones se me enciende la bombilla de la idea y vislumbro un tema estupendo para un artículo. Lo apunto e inmediatamente se me ocurren cientos de cosas relacionadas con el tema que, en principio, me parecen tremendamente ingeniosas y apropiadas. Entonces llego a casa, con los dedos echando chispas enciendo el ordenador, que parece demorarse más de lo habitual, después abro el Word y tecleo cual pianista poseído… Un párrafo. Y ya está. Y además es una auténtica basura.
Dependiendo del humor, que en mí es inescrutable, decido seguir con la basura o apearme a tiempo, antes de que todo reviente en un despropósito de letras que provoca arcadas. Si lo sigo, a veces lo enderezo, aunque sólo sea por oficio. De esas pocas veces, menos aun sale algo decente. Y no me refiero al conjunto del artículo, que ya no tiene arreglo, sino a una frase, una imagen o un pensamiento bien expresado; esto es, la palabra adecuada. La que siempre se escapa. Si he logrado eso, ya merecerá la pena el trabajo y el posterior bochorno.
¿Por qué? Porque tal vez haya conseguido que un lector – tal sólo uno de ustedes- lea una sensación tal y como la experimentó en su momento. Porque como ya dije una vez, yo no estoy aquí para enseñar nada, sino para dar cuenta de la realidad que compartimos y demostrarnos –demostrarme- que somos iguales en lo esencial, que mucho de lo que ustedes pueden leer aquí, ya lo han vivido. Y si aun se preguntan “¿Por qué?”, les diré que para que se identifiquen con el autor, que es lo que todo escritor –yo no soy tanto- desea. Y si todavía no les queda claro, les diré que esa identificación busca tranquilidad y compañía. Suene como suene.
En las otras ocasiones en que me apeo en marcha del texto, la situación resulta bastante frustrante y desagradable. Deja un sabor de boca amargo, se quedan las líneas abortadas, en el sentido más humano del término –porque los textos tienen vida-. Pero es pura selección natural. Simplemente ese artículo sólo haría que empeorar la especie y bastante deforme anda ya. Aun así, no lo borro. Guardo decenas de archivos con un párrafo, apenas dos. Quizás una frase.
No puedo eliminarlos sin más y, de hecho, no descarto recopilarlos en un mismo archivo, bajo un título terrible, como “textos abortados” o “artículos desmembrados”. Algo así, bien bestia y medieval. Que suene como lo que es; pensamientos que no fueron escritos para que nadie los leyese. Que no daban más de sí. Qué sólo eran geniales como principio.
De hecho puede que sean perfectos a su manera, porque no pudieron expresarse más que en la ilusión de poder llegar a escribirlos. Por eso hoy he prescindido de intentar el maravilloso texto que tenía en la cabeza. Y en su lugar he preferido insinuar su existencia, aunque sea de pasada. O tal vez por falta de buen hacer y de ánimo.
Porque últimamente tengo un aliento de derrota y empiezo a desconocerme. Miro adelante y me veo inacabado, como todos aquellos textos. Mantengo ilusiones que sólo son ilusiones y las retomo una y otra vez como he retomado aquellos artículos. Las veo y son atractivas, llenas de posibilidades e imposibles por sí mismas y por mí. Pero no puedo evitar tocarlas, desear que mis dedos retomen la última línea en la que dejé mi vida y sean capaces de ver la unidad que buscaban y perseguirla. Hacerla cierta, como hago ciertas todas las mentiras que se me ocurren. Para que ustedes las vivan, aunque eso sólo sea una excusa.
Porque en realidad quiero vivirlas yo, pese a saber que son ideas que fallaban desde el principio. Y que me hundiría con ellas una y otra vez. Porque me siguen pareciendo buenas. Porque hay cosas que simplemente no tienen final. Y son las más desconcertantes y las más fascinantes.
Perdón por la tristeza.
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