Hoy estoy aquí, más triste que de costumbre y tan fracasado como viene siendo habitual. Y sin embargo, ya les he expresado en muchas ocasiones mi firme determinación de que este blog no se convierta en algo repugnante, similar a un diario personal, que en nada tiene por qué interesarles. Y a mí nada me gusta menos que airear problemas personales, por mucho que aprecie su empatía y paciencia para leerlos.
Pero sí me gustaría reflexionar sobre las buenas intenciones. Como ustedes sabrán, hartos de mi insistencia, soy de la opinión de que hasta el más altruista de los comportamientos esconde un velado interés personal, muchas veces oculto hasta para el propio “interesado”. Así pues quizá recuerden mi particular teoría sobre el egoísmo altruista, según la cual, el enamorado da la vida por su amada porque sería incapaz de soportar una vida de ausencia y enfrentarse a la culpabilidad de “no haber hecho todo lo posible”.
Así pues, supongo que las buenas intenciones, sin ser tan radicales, también obedecen a intereses personales que, bien de manera consciente, bien de manera inconsciente, manejan nuestro proceder en el sentido adecuado. Es decir, en el sentido que nos hace parecer buenas personas. No obstante, existen comportamientos generosos que perjudican al que los ejecuta, pero se referirían a aquellos que tienen algún tipo de vinculación afectiva y cuya negación puede generar un sentimiento de mala conciencia.
Entonces, con estas premisas un tanto desengañadas y derrotistas, me enfrento a mis propias buenas intenciones y a su fracaso. Les prometo que intento hacer bien las cosas, que trato de ser cortés, transparente en la medida de lo posible y, sin embargo, descubro que todo cuando estaba haciendo funciona en la dirección opuesta a mis intenciones.
Desde luego, mis intenciones no son loables, pues, en efecto, de culminar correctamente, no sólo beneficiarían al sujeto receptor, sino también a mí. Así las cosas, yo contraigo una especie de deuda moral con una determinada persona y hago todo lo que puedo por solucionarla. Y entonces, me equivoco aun más y agravo el problema, quedándome más desorientado y con el peso de una culpabilidad mucho mayor.
Yo no me niego mis buenas intenciones, pero sí dudo de su efectividad. Ahora estamos peor que al principio y me pregunto: ¿En realidad pensaba que mi actuación beneficiaría a la otra persona o sólo esperaba beneficiarla para cubrir mi deuda moral con ella? Y probablemente la respuesta no me guste nada. Porque, aunque yo no fuera consciente, seguramente buscaba un beneficio egoísta por encima del común. Y eso es tan humano como reprobable.
Si nuestras buenas intenciones no lo son; si no queremos más que complacernos a nosotros mismos. Si los actos aparentemente desinteresados no lo son porque nos hacen sentir bien o porque nos evitan la mala conciencia de no acometerlos, ¿en qué lugar quedan los pocos ideales a los que pretendo ser eternamente fiel?
Quizá deba aceptar que todos actuamos así y que, al fin y al cabo, no es tan malo. Pues las personas siguen queriéndose y odiándose. El sol sigue saliendo y empapando de amarillo las paredes de las casas y los desconocidos siguen mirándonos con una mezcla de indiferencia y curiosidad. Tantos desconocidos en esta ciudad gigantesca, siendo educados o maleducados, con mayor o menor conciencia. Pensando bien y mal y sin saber si algún día llegarán a conocerse.
No sé si daría más valor a las buenas intenciones de un conocido o de un desconocido, pero se me ocurre que las malas intenciones sí son sinceras. Son despreciables, sólo buscan el beneficio propio. Pero son conscientes, ciertas, inequívocas, objetivas y, desde luego, si fracasan, sólo dejan las cosas mejor de lo que estaban. No como las buenas.
A veces el mundo es un lugar parecido al infierno. Y dicen que el infierno está plagado de buenas intenciones.
(Seguramente el cielo de malas- dijo un ateo).