Déjese llevar. Eso me recomiendan. Bueno, “déjate llevar”, que mis amigos no me tienen ningún respeto y menos como para hablarme de usted. “Sí ves un atisbo de felicidad, lánzate a él como si te fuera la vida en ello”. Y yo pienso –poco, pero pienso-: “si me va la vida en todo lo que hago”. Y luego rectifico en cuestión de segundos: “no, no te va la vida en todo lo que haces. Se te va la vida con todo lo que haces”.
Y quizá tengan razón esos amigos irrespetuosos a los que no me como a besos porque ellas se podrían emocionar y ellos podrían dudar de su sexualidad –y yo no quiero eso-. En fin, que tampoco voy a darles la razón, porque nací embriagado por una clarividencia intelectual defectuosa, que me lleva al abismo una y otra vez, pero que ya sé cómo funciona. Sí, querido lector, es complicado. Tan complicado que no me quedan fuerzas ni para el habitual despliegue de oraciones coordinadas.
Estoy descoordinado. No es que nunca haya sido el rey de la psicomotricidad, pero ahora mis movimientos cardiacos me hacen tropezar con las manos que escriben como quien rompe una presa. Cuando intentas poner orden y recuperar los ladrillos, el agua te arrastra y entonces tienes que dejarte llevar. Aunque no quieras. O, mejor dicho, aunque no te atrevas.
Entonces me veo suspendido en el vacío, hundiéndome en una lámina de agua que cae conmigo y ahogándome en el mismo aire y me falta la costumbre. Antes controlaba estas caídas e incluso las aprovechaba para sacar electricidad. Pero ahora braceo errático, porque creía que podía volar y resulta que no.
Les hablo mientras caigo y les ruego paciencia, porque no entenderán nada. Pero yo tampoco y de eso se trata. No entenderán nada de mí, pero sin ningún esfuerzo encontrarán una situación parecida en el cesto de recuerdos. No hace falta que me digan cómo fue el aterrizaje. Tal vez sea mejor que no lo sepa. Me declararé agnóstico en la fe del vértigo emocional. No ateo, que de eso ya tengo mi dosis.
Y mientras caigo, como suele decirse, veo la película de mi vida en tecnicolor y es una pasada. Sobre todo la parte de cuando era pequeño. Una parte a la que, por otro lado, siempre he restado importancia. Caigo con toda la sala llena de butacas y la pantalla hundiéndose en la misma lámina de agua ingrávida que yo. Y me da igual, porque me ha enganchado mi historia. Me gusta mi vida.
Cuando era pequeño, podía ver colores sobre la oscuridad. Los puntos sorteaban las cuchillas de luz de los agujeros de las persianas y nadaban suspendidos sobre mi cama. Yo estiraba las manos y quedaban a la distancia justa como para no poder rozarlos con la punta de los dedos. Pero me daba igual, eran capaces de formar figuras y yo creo que lo hacían a mi voluntad.
De aquella época tengo recuerdos que no son contagiados. Me explico: todos recordamos cosas que nos han contado, aunque no seamos conscientes, aunque las veamos con nitidez. De alguna manera, hemos hecho nuestro el relato y lo hemos asimilado. Pura cuestión nutricional de la memoria. Sin embargo hay recuerdos genuinos, que los sabemos únicos. Porque no había nadie para vernos mientras los creábamos.
Sé que tuve una amiga invisible, que me gustaba. Una amiga que era invisible hasta para mí y que se llamaba LA NUNCA –no sé por qué, pero les prometo que va en mayúsculas-. Aun hoy me recorre un escalofrío al rememorar su nombre. Supongo que por lo infinito del trasfondo. Aquella niña vivía en la torre de una casa solariega que se veía en la lejanía, desde el chalé de mis abuelos. Una torre cuadrada con tres ventanas verdes y tejas ocres. Una vez traté de ir con mi padre, pero llegamos a una verja que aumentó aún más la sensación de lugar inalcanzable. Porque, por aquel entonces, todo tenía esa condición de absoluto.
Años más tarde llegué a la decadente casa. Un plan parcial había seccionado su pinada y había dejado a la finca desangrándose sobre el asfalto. Ascendí por una escalera aún majestuosa y llegué a la torre. Entre escombros, mi cabeza emergió en la habitación de la torre y me asomé a una de las ventanas verdes. Desde allí vi algo increíble, aunque yo lo crea. Desde allí vi el chalé de mis abuelos en el horizonte y a una chica preciosa asomada a la terraza que yo solía ocupar. Me miraba con el mismo desasosiego que yo a ella.
Fue hace ya ocho años y era invierno. Jamás había llegado a verla hasta entonces y casi la había olvidado, pero no dudé de mi certeza. No había nadie en el chalé. No, no había nadie, excepto LA NUNCA. Quizá había ido a buscarme justo cuando yo había conseguido llegar a su casa. Quizá nuestros ojos se cruzaron en la mitad de nuestros universos paralelos y lamentamos la sincronía de nuestra decisión. Aquella tarde juré que si volvía a verla, correría a besarla y a convertirla en SIEMPRE.
Ahora la veo y me dejo llevar. ¿Alguien más se deja llevar?
no sé, no sé si dejarme llevar, que tu NUNCA me da miedo jij me gusta cómo rememoras tu pasado.
ResponderEliminarCrisssss
Muchas gracias, Cris. El nombre es ciertamente inquietante.
ResponderEliminarBesos.
me encanta este relato!!!
ResponderEliminarpero no paro de pensar... de que tú y yo sabemos lo que pasó en esa casa... y es que la quemamos!!! xDDD
Jajajaja. Me alegra mucho que te guste. Pero no, esa no es la casa que quemamos. Esta estaba más lejos y se la cargó una maldita excavadora. Ese monstruo terrible que invadió Alicante y se quedó a vivir.
ResponderEliminarUn abrazo.
Fantástico, opinamos la Señorita Santolaria y yo.
ResponderEliminarNo hay mucho más que decir... es tan fílmico y sería tan eficaz...
Marco
Muchísimas gracias. Me alegra mucho que os guste y me alegra mucho saber de vosotros. Estoy deseando veros.
ResponderEliminarBesos para los dos.
Despues de tanto tiempo sin pasarme por aqui(bueno y desaparecida del mundo también),ya me e puesto al dia de todas tus nuevas entradas!Pero esta me a gustado especialmente!Me encanta leerte! Felicidades un poquito atrasadas y a ver si hablamos vale?
ResponderEliminarSoy María(la aficionada a la fotografia)jajajja