Muchas gracias por su comprensión.
Nacho Carratalá.
A Mayte, gracias.
La atracción por las ventanas de enfrente es más fuerte que mi ya de por sí laxa moral. Desde que llegué a Madrid y recuperé mi estatus de madrileño impasible, descubrí con gran ilusión la estrechez de la calle que me une y me separa de mis vecinos. Al principio uno se refugia tras cortinas y persianas, pero llega un momento en el que se siente acompañado y olvida la vergüenza y la privacidad. Salvo honrosas situaciones, claro.
El caso es que día tras día me asomo al balcón en mitad de la noche. Sobre mi cabeza, el cielo rojizo y manco de estrellas y, en el ático de enfrente, un solitario punto de luz. Una especie de Marte artificial que cobra intensidad y la pierde, cobra intensidad y la pierde. Como un pequeño planeta que respira. Si fuerzo un poquito la vista, reconozco de inmediato a la abuela fumadora y su pequeño Marte de bolsillo en forma de cigarro que nunca termina de matarla. Cada noche se acerca cojeando a la terraza, apaga las luces y se acoda sobre la barandilla a ver si la vida se consume al compás de sus interminables caladas.
También están los vecinos folladores al trasluz de las cortinas y la pareja de ancianos donde ella pinta cuadros y él construye barcos en miniatura. Todo con tal de no hablarse. Ella nunca lo retrata y él nunca la lleva a navegar. Pero, de todo el mosaico de ventanas, una en particular ha acaparado mi atención hasta hace unos días: la ventana del Terrible Hombre de Enfrente.
Es una ventana como las demás. Una cuenca vacía con la misma vulgar carpintería de aluminio, sin pestañas ni párpados. Sin cortinas ni persianas. Siempre abierta y reseca por la falta de parpadeo y, a pesar de todo, con un interior gris que parece girar la cara al sol. Ahora está abandonada, pero antes tampoco había calidez. No había vida y, sin embargo, un corazón se dejaba escuchar reclamando la atención de su dueño. Él ya se había olvidado de que latía, total apenas lo necesitaba y no le importaba mucho que se declarase en quiebra. Quizás porque ya se quebró una vez hace mucho tiempo y esa fue la causa de todo.
Yo no podía evitar mirarlo. Me escondía entre las rendijas de mi persiana, apagaba la luz y pegaba la cara al cristal. En invierno el vaho de mi respiración se convertía en una niebla que acrecentaba el adjetivo que pensaba al invadir la intimidad de mi vecino: “sórdido”. Todo lo que veía lo era. La luz del salón, cuando no era la de la omnipresente televisión, era un frio y aséptico tubo de neón. Parecía que un baño de hielo cayera sobre el impersonal mobiliario de la estancia. Dos sofás negros, una mesa, una mesita, una cinta de andar y el televisor. Todo frio, todo ajeno, con una excepción: una gran bola del mundo que llenaba la esquina más alejada de mi vista.
El Terrible Hombre de Enfrente vivía tumbado en el sofá, bronceándose a golpe de fotograma televisivo. Por eso su piel era blanca. Me fijaba en los detalles que no quería ver. Veía su marchita desnudez, que paseaba sin pudor tras el iris trasparente de la ventana. Lo veía dormirse en el sofá, lo veía respirar y lo veía caminar en la cinta. No salía a la calle, viajaba dentro de casa. Todo en él era terrible, excepto un gesto que no me cuadraba. De vez en cuando lo sorprendía mirando la enorme bola del mundo. La hacía girar y sus dedos la frenaban. Se quedaba con el índice posado sobre algún país y parecía reflexionar –yo quiero pensar que sonreía con nostalgia-. Después se subía a la cinta y caminaba como si quisiera llegar. Como si quisiera mover el mundo bajo sus pies en lugar de mover sus pies sobre el mundo.
En muchas ocasiones me ha asustado la posibilidad de convertirme en el Terrible Hombre de Enfrente. Me asaltaba el miedo de asistir a un enorme espejo en forma de fachada. Un espejo que revelaba mi futuro y me daba un toque de atención. No podía consumirme entre mis letras. No podía crear un mundo tan pequeño y llenarlo de fantasmas. No podía soñar con salir y sólo conseguir caminar sin llegar a andar. No podía vivir de besos imaginarios y de diálogos soñados. No podía ser mi propio universo, porque si no de tanto girar sobre mí mismo, terminaría desorientado, débil, marchito y sólo. Fracasado y amargado, buscando el calor del televisor y olvidándome del de la poesía.
La otra mañana madrugué y vi las persianas cerradas por primera vez en siete años. Me asusté y, con un presentimiento terrible en los labios –se ha muerto, se ha muerto-, me asomé al balcón. Mis ojos bajaron en picado hasta la portería de su casa. Al principio no lo reconocí. Su ropa era la ropa de un hombre que no salía desde hacía mucho tiempo, aunque había algo de elegancia en su porte. El sombrero le ocultaba la cara, pero la bola del mundo esperaba estática a sus pies, junto a una gran maleta de piel marrón.
Un taxi enfiló la calle y el hombre cogió la bola del mundo. La puso sobre un banco y la hizo girar de un manotazo. No espero a que parase, sus dedos no la detuvieron. En lugar de eso, se dio la vuelta, cogió la maleta y subió al taxi. Escuché su voz profunda y desentrenada desperezándose con un “buenos días” para el taxista. Sonreí y me emocioné más de lo que esperaba. Aquella mañana ya me había levantado en un estado de felicidad considerable, pero aquello logró desbordarla. Unas lágrimas se asomaron sobre mis pestañas mientras me ponía el abrigo y corría escaleras abajo para rescatar la bola del mundo.
Cuando llegué, me esperaba ya detenida. La tomé entre mis manos y vi un punto rojo que inundaba Roma. Junto a él, un nombre escrito en una caligrafía alargada y elegante: Isabella.