Queridos lectores, sé que están hartos de la crisis. Tanto por la repercusión mediática, como a nivel personal en la medida en que les haya afectado. Sin embargo, ya que no he entrado en el tema, permítanme que les haga llegar uno de esos aspectos que son dignos de mi realidad a tientas. Un aspecto distinto, aunque tal vez tópico y peliculero –saben que me pierde la frivolidad-, que sirve de metáfora de un concepto que me fascina: la incongruencia.
Reconozco que, quizás al vivir mi vida como una ficción sin especialistas, me ocupo más de los aspectos efectistas o llamativos. No tengo miedo de ser tendencioso, sé que lo soy y jamás trataría de disimularlo. En cambio, sí tengo miedo de no saber hacerles llegar mis sensaciones de una manera clara, para que ustedes puedan experimentar, si no el desasosiego, por lo menos sí la extrañeza. Porque la extrañeza nos devuelve la fe en que no vivimos en un universo prefabricado. El mundo Ikea a la medida de todas las personas es terriblemente tedioso al lado del mundo personalizado y artesanal de cada uno.
Hace unas noches, me decidía por uno de esos paseos nocturnos que me llevan por Madrid como a un Dorian Gray sin posibles. La mala conciencia no me dejaba dormir y los imposibles me estiraban de las pestañas en direcciones opuestas. No me quedaba otra y decidí ceñirme a mi radio de acción en materia de paseos. Un jersey y un abrigo más tarde, las suelas de mis zapatos castigaban las aceras adormecidas de una ciudad desierta y congelada. De nuevo el silencio ajustado a mi cuello y las manadas de taxis fantasmas recorriendo Príncipe de Vergara con ansia de clientes alimenticios.
Enfilé la calle cuesta arriba, esperando encontrarme con el méndigo del paseo anterior. Tal vez para responder afirmativamente a su enigmática pregunta*. Pero no había rastro de su cárcel de cartón, lo que me hizo plantearme su existencia. “Hombre, no tiene por qué estar siempre en el mismo sitio”. Y comencé a jugar con la posibilidad de un mendigo fantasma que interrogaba transeúntes taciturnos acerca de cuestiones que los atormentaban. Me dije que lo hacía en un vano intento de encontrar la solución a la pregunta que un día le hizo perder la cabeza. Y sólo había dos posibles desenlaces: o bien obtenía la respuesta que buscaba y conseguía purgar su alma y descansar en paz, o bien el transeúnte perdía la cabeza y lo sustituía en su infausta suerte.
En esos delirios andaba cuando llegué a la altura del Auditorio Nacional, frente a la colonia de chalets de Cruz del Rayo, que es junto al Viso uno de los rincones más exclusivos de la zona norte de la ciudad. Acompañando el trazado de las aceras, un reguero de coches carísimos formaba una suerte de seto de acero con llantas de aleación. La luz de las farolas relucía sobre su brillante pintura e iluminaba los lujosos interiores huérfanos de pasajeros. Pero, de improviso, mis ojos frenaron en seco al topar con un imponente Mercedes Clase E azul marino. Entre sus exquisitos guarnecidos se guarecían cuatro personas fuera de lugar. Una familia entera cubierta por dos edredones nórdicos que imaginé arrancados de la cama en el último momento. (Hijos míos, nos desahucian).
Pensé en la oscuridad del maletero cerrado y en los contornos de las maletas llenas que lo ocupaban. Pensé en cómo las había hecho el padre días antes, sabedor de lo inevitable, sin decir nada a su familia. Hasta el último momento no pudo enfrentarse con las miradas desconcertadas de sus hijos ni de su mujer. Quizá conducía cada mañana su flamante Mercedes para asistir a ningún trabajo, preguntándose cómo arreglar la situación. Y no sabiendo qué responderse.
Yo no quería mirar, pero miré a través de los cristales tintados. Detrás los niños dormían y la mujer delante también. Pensé en aquella familia modelo, durmiendo en mitad de la zona residencial modelo, a unos metros de su casa, sobre los asientos de cuero de su coche modelo y me agaché un poco para mirar al hombre. Él no estaba durmiendo. No podía ni podría volver a hacerlo porque buscaba una respuesta a todo aquello. En ese momento aparté mi mirada de la suya, incapaz de aceptar que miraba los ojos del mendigo con quien hablé meses atrás. Tal vez entonces sólo era un fantasma del futuro que huía de sus pesadillas. Un sosias escapado de los sueños que lo atormentaban, mientras su cuerpo dormía en una cama con fecha de caducidad.
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*En referencia al artículo Madrid y silencio. La realidad a tientas, 22 de Diciembre de 2009.
un relato muy chuliii, se me ha hecho corto
ResponderEliminarCrisss
Gracias, Cris. Me alegra mucho que te guste.
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