La justicia divina está infravalorada entre los ciudadanos de a pie, pero no entre los altos cargos. Ellos saben que, en contra de todos los principios democráticos, no responden ante el pueblo, sino ante Dios. A no ser que ellos mismos sean Dios, en cuyo caso cualquier tropelía habrá pasado ya por el tamiz divino de su propia persona y habrá obtenido vía libre.
Este último caso se da menos desde que los fascistas se maquillan de demócratas. Aunque todavía no sé muy bien si es por quedar bien y ganar dinero o porque no encuentran un líder con suficiente carisma para derrocar gobiernos legítimos. Quizás sea eso. En cualquier caso, los fascismos gustan de la justicia divina y sus mandamases gozan del paraguas del palio –Generalísimo guarecido-. Nada es fruto del azar, tal vez sí de la mala conciencia, aunque me permitiré dudarlo.
El cristianismo es contradictorio. Se supone que el devenir de la vida determina tu futuro en el Más Allá, lo que convierte nuestra existencia –lo otro es inexistencia, por tanto- en una carrera de méritos para dormir a la derecha de Dios. La mayoría de las cosas que nos hacen gozar de la vida están terminantemente prohibidas. Se empeñan en disfrazar los placeres, las conductas e incluso las necesidades biológicas de una inmoralidad que en la mayoría de los casos va contra natura.
Y si eso pasa con los seglares, imagínense con los religiosos. Esos ya no pueden hacer nada –por voluntad propia, si es que les queda-, porque viven por y para Dios. Y claro, luego pasa lo que pasa: desde la consabida homosexualidad, a la que yo no veo ningún problema y ellos sí, a la pederastia, a la que yo le veo todos los problemas y ellos no tanto. Pero es comprensible. Si miras a otro lado mientras matan a millones de judíos en Alemania o mientras fusilan y torturan a intelectuales y poetas en España, qué importan unos pocos niños. Es aquello de dime con quién andas…
Por eso los que creemos en la justicia de los hombres más que en la justicia de los dioses terminamos dudando aún más de la segunda. Tampoco es que la nuestra sea una maravilla, pero los placeres no están prohibidos, siempre que no agredan la libertad de los demás. Se basa en el respeto, no en la fe. Y, por supuesto, se equivoca. El Papa no se equivoca, es infalible. Lo decidieron en el siglo XIX y, desde entonces, ni un error. Créanme, tengan fe.
Lo que más me tranquiliza es que en la justicia de los hombres no cabe el arrepentimiento, sino la responsabilidad. San Pedro no te abre las puertas de la prisión hasta que no toca, por mucho que le llores. Por eso ciertos curas y ciertos políticos recurren a la diplomacia divina sabedores de que esa si la pueden comprar, mientras que la de aquí resulta más complicada. No imposible, por desgracia, pero sí más complicada.
Tanta genuflexión con la visita del Papa a Valencia -y su infalibilidad a cuestas- dará sus frutos en un futuro si fallan los consabidos amiguismos. Es cierto, ya no se ponen bajo palio, pero si se cobijan a la sombra de la cruz. Quien perdona y esconde a los pederastas bien podrá entender una tontería de corruptela chapucera. Yo, mientras tanto, seguiré haciendo méritos para ir al infierno, que eso sí hay que ganárselo. Además, en el cielo no conozco a nadie.