martes, 30 de marzo de 2010

Iustitia divina.

La justicia divina está infravalorada entre los ciudadanos de a pie, pero no entre los altos cargos. Ellos saben que, en contra de todos los principios democráticos, no responden ante el pueblo, sino ante Dios. A no ser que ellos mismos sean Dios, en cuyo caso cualquier tropelía habrá pasado ya por el tamiz divino de su propia persona y habrá obtenido vía libre.

Este último caso se da menos desde que los fascistas se maquillan de demócratas. Aunque todavía no sé muy bien si es por quedar bien y ganar dinero o porque no encuentran un líder con suficiente carisma para derrocar gobiernos legítimos. Quizás sea eso. En cualquier caso, los fascismos gustan de la justicia divina y sus mandamases gozan del paraguas del palio –Generalísimo guarecido-. Nada es fruto del azar, tal vez sí de la mala conciencia, aunque me permitiré dudarlo.

El cristianismo es contradictorio. Se supone que el devenir de la vida determina tu futuro en el Más Allá, lo que convierte nuestra existencia –lo otro es inexistencia, por tanto- en una carrera de méritos para dormir a la derecha de Dios. La mayoría de las cosas que nos hacen gozar de la vida están terminantemente prohibidas. Se empeñan en disfrazar los placeres, las conductas e incluso las necesidades biológicas de una inmoralidad que en la mayoría de los casos va contra natura.

Y si eso pasa con los seglares, imagínense con los religiosos. Esos ya no pueden hacer nada –por voluntad propia, si es que les queda-, porque viven por y para Dios. Y claro, luego pasa lo que pasa: desde la consabida homosexualidad, a la que yo no veo ningún problema y ellos sí, a la pederastia, a la que yo le veo todos los problemas y ellos no tanto. Pero es comprensible. Si miras a otro lado mientras matan a millones de judíos en Alemania o mientras fusilan y torturan a intelectuales y poetas en España, qué importan unos pocos niños. Es aquello de dime con quién andas…

Por eso los que creemos en la justicia de los hombres más que en la justicia de los dioses terminamos dudando aún más de la segunda. Tampoco es que la nuestra sea una maravilla, pero los placeres no están prohibidos, siempre que no agredan la libertad de los demás. Se basa en el respeto, no en la fe. Y, por supuesto, se equivoca. El Papa no se equivoca, es infalible. Lo decidieron en el siglo XIX y, desde entonces, ni un error. Créanme, tengan fe.

Lo que más me tranquiliza es que en la justicia de los hombres no cabe el arrepentimiento, sino la responsabilidad. San Pedro no te abre las puertas de la prisión hasta que no toca, por mucho que le llores. Por eso ciertos curas y ciertos políticos recurren a la diplomacia divina sabedores de que esa si la pueden comprar, mientras que la de aquí resulta más complicada. No imposible, por desgracia, pero sí más complicada.

Tanta genuflexión con la visita del Papa a Valencia -y su infalibilidad a cuestas- dará sus frutos en un futuro si fallan los consabidos amiguismos. Es cierto, ya no se ponen bajo palio, pero si se cobijan a la sombra de la cruz. Quien perdona y esconde a los pederastas bien podrá entender una tontería de corruptela chapucera. Yo, mientras tanto, seguiré haciendo méritos para ir al infierno, que eso sí hay que ganárselo. Además, en el cielo no conozco a nadie.

martes, 23 de marzo de 2010

Las únicas palabras.

Aquel hombre caminaba trastabillando sobre las losas de granito de las aceras de la Gran Vía. Él mismo habría elegido ese verbo para definir su forma de caminar y él mismo habría pensado que siempre resultaba más reconfortante trastabillar por borrachera que por vejez. Pero, en efecto, ya no había marcha atrás: era un hombre viejo, “un anciano” le decía su cabeza reprochona. Y mientras paseaba con dificultad se miraba los pies, enfundados en unas ridículas zapatillas deportivas. Entonces, empezó a pensar.

Pensó en sus pies, en los dedos artríticos apiñados dentro de los calcetines grises e hizo un esfuerzo. Quería verlos en su juventud y lejos del pavimento de color Madrid-centro. Quería verlos en la orilla de su playa, jugando con la sombra de su cabello y mojados intermitentemente por el vaivén de las olas. No le costó demasiado, ya casi podía sentir la brisa de levante salando sus labios. Se los lamió y siguió con la mirada puesta en los pies jóvenes. Tan absorto iba que no se dio cuenta de que ahora pisaba cemento fresco. De todas formas, daba igual, para él era arena húmeda y la arteria de Madrid una playa de levante. ¿Quién se extrañaría de dejar huellas?

Precisamente, al darse la vuelta y mirar sus huellas, no pudo evitar levantar las manos y mirarlas. Lo que vio no casaba con sus pies jóvenes y soleados. No, qué va, aquellas manos eran manos nudosas. “Sí –pensó- nudosas es el adjetivo. Son como los nudos de la madera de un encofrado sobre el hormigón armado: inalterables”. Esa última palabra lo asustó. Si sus huellas (como vetas) eran inalterables, significaba que nada en él iba a cambiar. Tuvo esa certeza cuando decidió hacer otro esfuerzo más.

Se centró en sus manos y apretó los párpados hasta ver lo que quería ver: los dedos largos jóvenes, en armonía con sus pies, libres de la erosión del tiempo. En la mano izquierda, advirtió la presencia de los callos de cuando tocaba la guitarra. En ambas, las uñas muy cortas para no mordérselas. Y, entre las dos, un mundo de posibilidades que había dejado escapar. Ya no quedaba agilidad en los dedos, ni para pulsar cuerdas ni para pulsar teclas. Aquel hombre, que tanto creía saber de palabras, intentó hablar y sintió que le faltaba el aire. No pasaba nada, no era problema. Es más, hacía años que no reconocía su voz. Mejor imaginarla. “Esa sí es”, reconoció mientras se escuchaba pronunciando un discurso de agradecimiento que nunca llegó a pronunciar. –Tanto y tanto ensayo estúpido frente al espejo-.

Entonces abrió los ojos de nuevo y se encendieron todas las luces. Al principio lo cegaron, pero después los vio. Eran todos los que ya no estaban. Las caras que amaba, las sonrisas que lo reconfortaron, las manos que lo llevaron en volandas por una vida fácil. Estaban todos rodeándolo, allí, en mitad de la playa. También estaba ella, que salió del grupo y lo cogió de la mano. De los ojos de él brotaban lágrimas de emoción mientras se agachaban juntos. Ella escribió su nombre sobre la arena y el hizo lo mismo justo debajo. Después, sin hacer ruido, llegó una gran ola y las luces se apagaron para siempre.

En aquel trozo de cemento siguen las únicas palabras que consiguió publicar. Las palabras en las que habría resumido su vida si alguien se lo hubiera pedido.

martes, 16 de marzo de 2010

Crisis.

A veces pienso en la posibilidad de poner las manos encima del teclado y dejarlas hablar, librarlas de las ataduras de mi cabeza y entregarles el territorio que les pertenece. Pensar con las manos como quien razona con la boca, a fuerza de labios y dientes. Me bastaría con la inercia, podría poner la tele y revolcarme en el colmo del sedentarismo. Pero eso no sería escribir y me cuesta cambiar mi pantalla por la otra.

Aun así, se me ocurre que bien mirado no sería descabellado dejar hacer a nuestras extremidades lo que les parezca, al menos durante unos minutos. Sería una anarquía física, pero, por primera vez, nuestro cerebro estaría en disposición de hacer lo que debe sin distracciones: pensar.

No obstante, no sería una cosa que pudiéramos hacer cada dos por tres, sino que deberíamos reservarlo a situaciones de máxima urgencia y no menos máxima excepcionalidad. Imagínense las consecuencias que podría tener la libertad de cada órgano. El pie izquierdo caminando hacia la izquierda, mientras el derecho hace lo propio en sentido contrario. Nuestras piernas se abren, mientras las rodillas no pararan de flexionarse.

Tampoco podemos obviar los histéricos aspavientos de nuestros brazos, golpeándose entre sí. Y, pese a mi ideal planteamiento inicial, dudo mucho que las manos se dediquen a escribir. No, más bien intentan estrangularse entre ellas, o decidir quién se corta las venas a base de pulsos gitanos. Los ojos lo ven todo sin poder hacer nada, porque el cerebro está a la suya –“pensando”-. La boca escupe palabras ininteligibles, porque la lengua ya ha sido atacada por los dientes, perfilados de sangre.

Las cuerdas vocales se estremecen a lo largo de la escala musical, desgarrándose sin que los oídos les presten demasiada atención. O quizás sí, Tal vez lo están escuchando todo, pero ya he dicho que el cerebro no atiende siquiera a gritos ineludibles. “De verdad, ya lo solucionaré cuando recuperé el control. Esto es una situación excepcional que requiere medidas excepcionales”.

Y en esas seguimos, contando los segundos, cuando el pelo empieza a crecer sin control y, poco a poco, nos impide ver nada más allá de nuestra propia oscuridad. El corazón late desbocado y los lagrimales lagriman a chorros. Las glándulas salivares quieren comida y disuelven la sangre, que llega al estómago incapaz de digerirla.

Si prolongamos más esta situación, el cuerpo entero acabará destrozado y, cuando queramos utilizarlo, no obedecerá a nuestra voluntad. Así que más nos vale llegar pronto a la solución. Más nos vale haber pensado con la libertad pretendida. Porque es posible que nos lo hayamos buscado nosotros mismos, pero estamos en plena crisis y desde fuera nos recomendarían asistencia médica.

Si en lugar de personas hablamos de países, la crisis pasa de epilepsia. Si en lugar de cuerpo hablamos del conjunto de nuestros políticos (piernas, brazos, manos…), estamos avocados a la paraplejia. Y si en lugar de cerebro, hablamos de nosotros, de los ciudadanos desentendidos e indolentes, dudo mucho del eslogan esto lo arreglamos entre todos. No quería ser soez, pero al final de las crisis los esfínteres se relajan.

martes, 9 de marzo de 2010

Están locos estos romanos.

Después de una temporada disfrutando de un encantador destierro mesetario, regresé a tierras levantinas con ánimo renovado y el corazón henchido de orgullo mediterráneo. Haciendo gala de ese esnobismo semifantasmal de exposición pública tan valenciano, ya me veía a lomos de mi vespa, surcando el aire salado en dirección a alguna fiesta con mis amigos de siempre. Pero el destino tenía sus propios planes.

Salí de Madrid con un sol radiante y una sonrisa idem en los labios. El viaje, en la mejor compañía, se extendía ante mí en forma de autovía, lleno de días plenos y acariciantes bajo la bóveda estrellada que se estira más allá de horizonte, sobre la superficie del mar menos salvaje del mundo. Y allí llegué, con la misma sonrisa, aunque ya torcida por la maraña de nubes densas que amenazaba el azul del cielo.

Mi jocosidad infantil se fue desvaneciendo y en algún momento –más o menos cuando una ráfaga de viento helado me la arrancó de la cara- la sustituí por la envenenada indolencia de costumbre. Esta vez algo teñida de intransigencia. Y es que los días se tornaron grises y plomizos, y con ellos mi visión del mundo. Porque realmente había olvidado los estragos que un agravio estético puede causar en mí.

A ustedes, sufridos lectores, ya les he mencionado que, por fortuna o por desgracia, soy esclavo de mi sensibilidad estética. Partiendo de esa premisa, entenderán que un paseo por Alicante pueda dañar seriamente mi ánimo. No les ocultaré que es mi ciudad favorita, que la tengo completamente idealizada y que me parece uno de los mejores lugares del mundo. Sin embargo, a veces, cuando el sol deshace su pacto de permanencia y abandona las fachadas de los edificios y la arena de las playas, el panorama es dantesco –que dirían mis compañeros de licenciatura-.

Entonces, se produce un efecto fascinante. Resulta que el sol, en lugar de resaltar los detalles, los oculta. La luz blanca consigue que no miremos directamente su reflejo en los cristales de los bodrios arquitectónicos con los que han sembrado las calles. Así, una vez libres del escudo del sol cegador y desnudos a la luz tamizada de un día nublado, los caprichos del urbanismo descontrolado lucen con particular protagonismo. Y lucen cubiertos de sordidez, una sordidez que sólo la ceguera puede ocultar.

Es en ese momento cuando veo los desmanes cometidos. Y pienso que mi ciudad sólo puede ser bonita por el emplazamiento y por la luz que la define. Sólo puede serlo por los pocos ejemplos de arquitectura anteriores a los años sesenta, porque desde entonces existe una campaña de destrozo estético. Por supuesto, soy consciente de que toda la mierda que han cimentado sobre antiguas casas –algunas de gran belleza-, sobre las murallas de la ciudad y sobre la propia arena de la playa, se ha convertido en dinero para muchos bolsillos. Bueno, más bien en mucho dinero para pocos bolsillos. Los bolsillos de los mismos de siempre. De los amigos de los amigos. De los que no necesitan permisos para obtener permisos.

Entonces, para no dinamitar basura y dejar sin hogar a personas inocentes en su mayoría, saco mi vena frívola a relucir y pienso en la necesidad de un Tribunal de Salud Estética. No me refiero a que prohíban salir a la calle a los horteras, aunque podría estudiarse y en según qué zonas dejaría las aceras desiertas. Me refiero a la creación de un organismo independiente que estudie los proyectos urbanísticos que se presenten. Un ente cualificado y de mentalidad abierta que valore no sólo la estética, cosa subjetiva –salvo casos sangrantes-, sino, sobre todo, la integración del edificio o plan urbanístico en su entorno. En Alicante no se ha construido, se ha destrozado.

Yo mientras tanto sigo dando un paseo por la antigua ciudad romana de Lucentum, a orillas de mi querido mediterráneo. Con cierta pose cínica, me giro hacía la preciosa mujer que me acompaña y le pregunto si sabe dónde enterraban los romanos alicantinos a sus muertos. No la dejo contestar: “Debajo de ese edificio de 25 plantas”. Ya lo decía Astérix: “Están locos estos romanos”.

martes, 2 de marzo de 2010

Simple acontecer.

Muchas veces, para eludir responsabilidades, dejamos las cosas “en manos del destino”. Esto viene de nuestra costumbre –tan española- de echar balones fuera. “No, yo no fui, estaba bebido/drogado/enamorado”. “No tenía conocimiento de ese asunto, me enteré por la prensa”. “Verá usted, eso no depende de mí, es cosa de mis superiores/subordinados”. Y mi preferida: “No he podido hacer nada, soy un juguete en manos del destino”.

Así pues, suponiendo que en realidad todos somos juguetes en manos del destino; pobres marionetas desorientadas que ven subir y bajar sus extremidades sin control, ¿qué margen de acción nos queda? ¿Hasta qué punto somos dependientes de un ente indeterminado y determinante por naturaleza? La respuesta es harto sencilla –somos unos cínicos- y el citado margen es directamente proporcional al éxito del plan. Como plan podemos entender un proyecto determinado, una estrategia de conquista amorosa, o la propia vida entera, si nos ponemos tremendistas.

A menor éxito, menor margen de acción. Es más sano pensar: “No, yo no pude hacer nada, estaba escrito” que: “No puse suficiente empeño, no soy capaz de hacerlo, está fuera de mis posibilidades”. Porque de eso va el asunto, de posibilidades. Eso es el destino en realidad, puro azar, por fortuna. Nada está escrito en ningún sitio, nosotros vamos escribiendo con esfuerzo, latidos, respiraciones, sin lápiz ni bolígrafo. De nosotros depende aprovechar las posibilidades, sobre todo cuando la estadística no se pone de nuestro lado.

Entonces, en lugar de pensar en el destino, debemos de pensar en el azar y jugar nuestras cartas con inteligencia. Desconocemos los condicionantes ajenos que determinan nuestra suerte, pero conocemos nuestros condicionantes y podemos hacerlos influir en ella. Porque sí, existe la suerte, al igual que existe el azar, pero nosotros también somos variables del sistema.

Y desde ese punto de vista tenemos que enfrentarnos al presunto destino. No hay nada escrito, pero sí se pueden adelantar las jugadas. Sí se puede propiciar la suerte. Hace un par de años, sorprendí a una amiga leyendo una libro titulado La magia del poder psicotrónico. Tras aconsejarle tratamiento psicológico y alertarla acerca de los múltiples peligros de las sectas, le dejé que me explicase sucintamente el fundamento del panfleto en cuestión.

Ella, profundamente convencida, me habló de la necesidad de visualizar los objetivos, de asumirlos antes de conseguirlos. Yo le contesté que asumir objetivos antes de conseguirlos podía conducir a un descalabro de magnas proporciones si se daba la opción del fracaso. Ante esto, ella, aun cargada de razón e imbuida del espíritu chamanesco del extraño libro, contestó: “Pues entonces visualizas cómo serás capaz de salir de fracaso”. A esas alturas era ya un caso perdido.

No negaré que una actitud positiva puede favorecer mucho las cosas. Pero no por mor de ningún poder psicotrónico, sino por la propia confianza en la manera de llevar a cabo las acciones. Huelga decir –pero lo digo- que no se actúa igual bajo la amenaza de un fracaso que pisando firmemente un camino de seguridad e ilusión. La forma de afrontar los retos, la disposición, el esfuerzo y las ganas son determinantes en eso que llaman destino. Son la forma de hacer un borrador para luego escribirlo a base de realidad. Sin embargo no se puede previsualizar confiando ciegamente en nuestra suerte, sino que debemos administrarla; jugar nuestras bazas. Tenemos que ser capaces de soñar con lo imposible, pero sin olvidar que son sueños que quedan fuera de nuestro margen de acción.

Y ahí es donde está la magia de lo indeterminado. Lo que queda fuera de nuestras posibilidades lo hará posible el azar. Nada de destino escrito, nada de determinaciones. Pura casualidad capaz de hacer realidad los sueños. Y entonces, fieles a nuestro cinismo, cuando consigamos un imposible, nos olvidaremos de destinos, azares y piruetas psicotrónicas. Porque en ese momento no dudaremos en atribuirnos todo el mérito de lo que simplemente es acontencer.