Después de una temporada disfrutando de un encantador destierro mesetario, regresé a tierras levantinas con ánimo renovado y el corazón henchido de orgullo mediterráneo. Haciendo gala de ese esnobismo semifantasmal de exposición pública tan valenciano, ya me veía a lomos de mi vespa, surcando el aire salado en dirección a alguna fiesta con mis amigos de siempre. Pero el destino tenía sus propios planes.
Salí de Madrid con un sol radiante y una sonrisa idem en los labios. El viaje, en la mejor compañía, se extendía ante mí en forma de autovía, lleno de días plenos y acariciantes bajo la bóveda estrellada que se estira más allá de horizonte, sobre la superficie del mar menos salvaje del mundo. Y allí llegué, con la misma sonrisa, aunque ya torcida por la maraña de nubes densas que amenazaba el azul del cielo.
Mi jocosidad infantil se fue desvaneciendo y en algún momento –más o menos cuando una ráfaga de viento helado me la arrancó de la cara- la sustituí por la envenenada indolencia de costumbre. Esta vez algo teñida de intransigencia. Y es que los días se tornaron grises y plomizos, y con ellos mi visión del mundo. Porque realmente había olvidado los estragos que un agravio estético puede causar en mí.
A ustedes, sufridos lectores, ya les he mencionado que, por fortuna o por desgracia, soy esclavo de mi sensibilidad estética. Partiendo de esa premisa, entenderán que un paseo por Alicante pueda dañar seriamente mi ánimo. No les ocultaré que es mi ciudad favorita, que la tengo completamente idealizada y que me parece uno de los mejores lugares del mundo. Sin embargo, a veces, cuando el sol deshace su pacto de permanencia y abandona las fachadas de los edificios y la arena de las playas, el panorama es dantesco –que dirían mis compañeros de licenciatura-.
Entonces, se produce un efecto fascinante. Resulta que el sol, en lugar de resaltar los detalles, los oculta. La luz blanca consigue que no miremos directamente su reflejo en los cristales de los bodrios arquitectónicos con los que han sembrado las calles. Así, una vez libres del escudo del sol cegador y desnudos a la luz tamizada de un día nublado, los caprichos del urbanismo descontrolado lucen con particular protagonismo. Y lucen cubiertos de sordidez, una sordidez que sólo la ceguera puede ocultar.
Es en ese momento cuando veo los desmanes cometidos. Y pienso que mi ciudad sólo puede ser bonita por el emplazamiento y por la luz que la define. Sólo puede serlo por los pocos ejemplos de arquitectura anteriores a los años sesenta, porque desde entonces existe una campaña de destrozo estético. Por supuesto, soy consciente de que toda la mierda que han cimentado sobre antiguas casas –algunas de gran belleza-, sobre las murallas de la ciudad y sobre la propia arena de la playa, se ha convertido en dinero para muchos bolsillos. Bueno, más bien en mucho dinero para pocos bolsillos. Los bolsillos de los mismos de siempre. De los amigos de los amigos. De los que no necesitan permisos para obtener permisos.
Entonces, para no dinamitar basura y dejar sin hogar a personas inocentes en su mayoría, saco mi vena frívola a relucir y pienso en la necesidad de un Tribunal de Salud Estética. No me refiero a que prohíban salir a la calle a los horteras, aunque podría estudiarse y en según qué zonas dejaría las aceras desiertas. Me refiero a la creación de un organismo independiente que estudie los proyectos urbanísticos que se presenten. Un ente cualificado y de mentalidad abierta que valore no sólo la estética, cosa subjetiva –salvo casos sangrantes-, sino, sobre todo, la integración del edificio o plan urbanístico en su entorno. En Alicante no se ha construido, se ha destrozado.
Yo mientras tanto sigo dando un paseo por la antigua ciudad romana de Lucentum, a orillas de mi querido mediterráneo. Con cierta pose cínica, me giro hacía la preciosa mujer que me acompaña y le pregunto si sabe dónde enterraban los romanos alicantinos a sus muertos. No la dejo contestar: “Debajo de ese edificio de 25 plantas”. Ya lo decía Astérix: “Están locos estos romanos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario