miércoles, 28 de abril de 2010

El juicio final.

Los españoles tenemos la sana costumbre de ponernos verdes a nosotros mismos. Desde fuera, donde el orgullo patrio impide estos desmanes, se ve como una falta de respeto a las instituciones nacionales, a los pilares mismos de la democracia. Pero nosotros no somos así, que va. Aquí, con tal de hablar mal de todo –sin voluntad de hacer nada para remediarlo, claro- se dice lo primero que se le pasa a uno por la cabeza.

Una de esas instituciones machacadas es la justicia. No digo que su funcionamiento sea ni mucho menos perfecto, pero nuestra ignorancia nos lleva en muchas ocasiones a decir auténticas barbaridades con tal de apoyar nuestra despreciativa perorata. Sí, queridos lectores, todo esto viene a colación del tema estrella del mes. Y sí, lo sé, ya están hartos del Juez Garzón, del Tribunal Supremo y del Juicio Final –que es inapelable-.

Lo cierto es que el tema de fondo no es el canoso y mediático juez, sino el caso que intentó instruir sobre la posibilidad de investigar los crímenes del Franquismo. Hay muchos aspectos de su Señoría que no me entusiasman, sin embargo debo reconocerle una valentía y un esfuerzo que debería ser ejemplo para según qué magistrados de butaca y mazo. Como tiendo a pensar mal, se me ocurre que esa faceta loable pueda venir del gusto por las cámaras, pero en cualquier caso a ella me remito. De hecho, por puro frívolo, prefiero pensar que las virtudes profesionales vienen más de un culto a su propio personaje que de una lealtad a los principios generales del Derecho. Me quedo más tranquilo y me siento más identificado.

Además estoy harto de escuchar que el Juez Garzón elige los casos que le prestan mayor protagonismo. No porque no me agrade que lo hiciera, sino porque es falso, porque simplemente se ocupa de los casos que le llegan durante su turno o cuando está de guardia. Y dejando de lado las denuncias por prevaricación y las consiguientes reacciones del mundo progre, me gustaría que por una vez no fuese el juez estrella el que se hubiera ocupado de este caso. Y me gustaría por dos cosas. La primera, porque le resta protagonismo al trasfondo real de la problemática histórica. Y la segunda, porque tengo la impresión de que cualquier otro juez no hubiera sido objeto de semejante campaña de acoso y derribo.

Me da miedo pensar que Falange pueda provocar la suspensión de un juez que investiga unos crímenes que nadie se atreve a tildar de genocidio, cuando sólo tendrían que leerse la definición. Ni siquiera pido que hablen de crímenes contra la humanidad, que lo son. Y no lo pido porque nadie habla claro y no espero que lo hagan a estas alturas. Porque aquí nunca hubo un juicio de Nuremberg, porque aquí los asesinos y torturadores murieron plácidamente es sus camas sostenidas por el régimen fascista. Y murieron asistidos por los santos sacramentos –para variar- y la conciencia bien tranquila. Murieron como vivieron, sin vergüenza.

Ejerceré de español de bien y pondré verde a nuestra propia democracia. Porque, si bien es cierto que nuestra transición se considera modélica allende los mares, no podemos olvidar las concesiones que se hicieron. Las bocas que se callaron y que ya no pueden hablar. Es verdad, quizá entonces primara la estabilidad, la posibilidad de alcanzar una democracia real, pero ahora debería primar la justicia que no hubo entonces. Pero, claro, es difícil que se imponga la voz de unos cuantos muertos, por muy razonables que sean. Eso ya se sabía cuando se los mató.

martes, 20 de abril de 2010

Vivir sin pensar en respirar.

Dejar la vida en manos de la casualidad tiene algo de romántico y de tonto a partes iguales. Hay quien dice que son conceptos inseparables, aunque haya personas románticas inteligentísimas. No obstante, en esos extraños casos –extraños por la falta de inteligencia generalizada-, el romanticismo viene de un amor que, una vez pasado por el tamiz de la intelectualidad, nos parece más razonable, menos casual. Supongo que es una manera de convencernos de nuestro control sobre la situación.

Hace unos meses le confesé a un amigo mi condición de persona enamorada casi por determinismo histórico. Se quedó callado, bajó la mirada y dio una calada lenta y densa a su cigarrillo. Yo bebí con desgana un sorbo de mi gin-tonic para acompañar la reflexión y nuestras miradas se cruzaron a la vez. El humo del tabaco se deshacía en jirones blanquecinos, al tiempo que sus grandes ojos oscuros lo atravesaban con gravedad. “No te preocupes, se te pasará”. Yo intenté convencerlo de lo maravilloso de la situación, de la felicidad que me proporcionaba semejante estado de ánimo. “El amor podría considerarse enajenación mental transitoria”.

Aquello fue demasiado para mi almibarada visión del mundo. Le invité a callarse y a morirse de envidia y me entregué a rumiar razones de por qué mi romanticismo estaba plenamente justificado. Me dije que la casualidad no manejaba mi vida, que tenía que existir algo más. De improviso, me vi a mí mismo –adalid del escepticismo- buscando razones irracionales. Bien saben ustedes, queridos lectores, que vivo de contradicciones, que me encantan, pero también vivo de incertidumbre, de indeterminación. De libertad, en definitiva. No me gusta estar supeditado a los intereses de un ente sobrenatural que condicione mi vida, por muchas razones irracionales que me aporte.

Mi amigo se debió dar cuenta de que intercalaba cada vez menos palabras entre sorbo y sorbo. Los hielos ya tintineaban y la corteza de limón asomaba entre las burbujas de la tónica. Yo miraba el fondo del vaso y los hielos menguados como quien busca el sentido de la vida en los posos del café –más determinación y futuro escrito-. “Ahí no vas a encontrar nada que no hayas visto ya”. “Lo sé, tienes razón, pero me fastidia que mi vida sea fruto de la casualidad, que el amor lo sea”. Mi amigo se limitó a sonreír y a reírse de mi condición de ateo y descreído practicante.

“¿Quieres quedarte más tranquilo?” Obviamente le contesté que sí, que por favor. “¿No es lo que has estado buscando toda la vida? Pues ahí lo tienes, lo has encontrado porque lo buscabas, la casualidad también nace del empeño. Se pueden propiciar las casualidades”. Vale, lo reconozco, me tranquilizó en el momento, pero ahora he vuelto a mi ser escéptico habitual y el Karma empieza a sonarme a Carmen en Catalán –festival del humor-.

El caso es que me gusta que mi realidad sea fruto de una casualidad, de una gran carambola interplaneraria, y aun más: me gusta entregarme con todo mi ser a los brazos de las casualidades. Y lo hago con todo el romanticismo y toda la tontuna del mundo. Porque el romanticismo, en este caso, no es más que la expresión intelectual de una ilusión que escapa a nuestra razón. Y la tontuna, en este caso, no es más que la inteligencia de aprovechar la casualidad sin pretender justificarla. Vivir sin pensar en respirar y respirar sin pensar en vivir.

martes, 13 de abril de 2010

El señor Braque. (Parte II).

Todo empezó una mañana de 1942, mientras luchaban contra los alemanes junto a otros compañeros soviéticos y franceses. Tras una ensordecedora detonación, ocurrió algo que ninguno de los presentes esperaba. Antonio, un amigo murciano de Eduardo, reconoció a alguien al otro lado de la alambrada de espino que protegía la trinchera. Era su primo, combatiente de la División Azul. Al principio se miraron a los ojos muy fijamente. Ninguno de los dos daba crédito a lo que estaba viendo. Pero todo siguió como en España. El primo le gritó: “¡Voy a matarte, comunista hijo de puta!”. Antonio giró la cabeza hacia Eduardo y sus miradas se cruzaron. En ese preciso instante, con los ojos llenos de la tristeza más profunda que nadie había visto jamás, se escuchó un sonido metálico. Ninguno quitó los ojos del otro, pero Eduardo vio el agujero en el casco de su compañero y el hilo de sangre que se frenaba al llegar a la ceja derecha. Fueron décimas de segundo. Se desplomó inmediatamente. Sin embargo, aquel instante ocupó años en los pensamientos de Eduardo, impotente por no saber en qué momento habían dejado de verle los ojos que lo miraban.

Semanas más tarde, cuando los franquistas perdieron las posiciones de la línea Pulkovo y Aleksandrovskaya en el norte, el señor Braque se quedó un tiempo más, trabajando de incógnito. Recabando información e intentado vengar a sus muertos, que ya compartían más de cuatro cementerios con sus aliados nazis en aquella región. Cuando todo parecía acabado en las calles de San Petersburgo, la figura encorvada del señor Braque abandonaba la oscuridad de su refugio en Pavlovsk, junto al cementerio del palacio, y se encaminaba hacia la ciudad imperial. Una vez allí, localizaba a sus víctimas y les suministraba una droga paralizante que les impediría defenderse cuando las descargas sacudieran sus cuerpos.

El militar mantenía a sus presos drogados durante días en una habitación del sótano. Nada más entrar, a las cuatro y diez, ponía un disco de Glenn Miller en el gramófono y comenzaba con las torturas de manera aleatoria. Algunos morían enseguida y eran apilados en una gran despensa. Así fue como Eduardo consiguió salvarse. El señor Braque lo dio por muerto al perder el conocimiento. Dos días después se despertó sin poder apenas respirar por el peso de los compañeros muertos. Jamás olvidaría aquel olor. “El olor de la humanidad degradándose”, pensó. Luego lo escuchó salir y, casi sin fuerzas, llegó hasta una sede del partido comunista. Allí presentó su acreditación de ex-combatiente y desveló la presencia del señor Braque.

Aun seguía en la sede, donde le habían proporcionado agua y una patata hervida, cuando vio a dos soldados llevando en volandas a su torturador. Lo entraron por el pasillo y lo sacaron a un pequeño patio trasero. Al poco tiempo, escuchó gritos de súplica, primero en ruso y después en castellano. Tras unos minutos que se hicieron interminables, apareció el que había sido su teniente en el frente y le pidió que lo acompañara. Lo tomó del el brazo y lo condujo hasta el patio. En el suelo, bajo un cielo plomizo, el señor Braque se encontraba llorando boca a bajo, con la cara apoyada sobre un charco de sangre. El teniente le tendió una pistola a Eduardo y le hizo un gesto con la barbilla. “Mátalo”.

En un principio pensó que no podría asesinar a nadie de aquella manera, pero recordó la mirada de Antonio y pensó en lo que estaría pasando en las cárceles españolas. Eduardo se acercó al señor Braque y esté levantó la cabeza. Lo miró y soltó una carcajada.

Eduardo escuchó un comentario a su espalda. Era su teniente quien había dicho: “Qué se puede esperar de un pueblo que mata a sus poetas y es incapaz de matar a sus asesinos”. Entonces se agachó y puso el cañón del arma contra el ojo derecho del señor Braque. “Lo último que veas, va a ser por la izquierda, cabrón”. Y disparó.

II. La realidad convencional.

A Marta no le gustaba nada la enfermera que cuidaba a su padre. No se atrevía a decir que lo maltratara, pero creía que no lo cuidaba como se merecía. El pobre hombre había perdido la cabeza hacía dos años, aunque todavía tenía momentos de lucidez. A ella la reconocía y, de vez en cuando, le contaba historias de Rusia. Para ella, más que un padre, era un mito. Lo adoraba. De hecho, había pensado en llevarlo a vivir consigo los últimos días o en internarlo en un centro donde pudiera estar debidamente atendido. Sin embargo, Eduardo siempre se negaba. Al igual que se negaba a quitarse aquel reloj que ya no funcionaba y que llevaba años parado a las cuatro y diez.

Definitivamente había algo que no le gustaba en aquella enfermera. Los vecinos comentaban que los gritos nocturnos se habían intensificado últimamente y que cada vez eran más y más desgarradores. Pero Marta no podía pagar una enfermera mejor. Quizás miraba para otro lado.

Al igual que miraba para otro lado cuando su hijo pequeño le hablaba del señor Braque.

-¿Otro amigo imaginario?
-No, mamá, es un enemigo.
-¿Un enemigo imaginario?
- Dice el abuelo que los enemigos nunca son imaginarios.
- No le hagas caso al abuelo.

FIN.

martes, 6 de abril de 2010

El señor Braque. (Parte I).

Esta semana, con vuestro permiso y con precedente, me paso a la narrativa con un pequeño relato que os ofreceré en dos entregas. Espero que os guste.

I. La realidad.

Otra vez sonaba In the mood de Glenn Miller en su cabeza. Quizás no fuera en su cabeza, quizás todos le engañaban y realmente sonaba y se adueñaba de cada partícula del aire sucio de la habitación. Y Eduardo ya sabía lo que sucedería después. Lo mismo que ocurría cada vez que la notas de aquella canción lo despertaban en mitad de la noche. Siempre a las cuatro y diez.

Se encontraba tumbado boca arriba en la enorme cama de matrimonio. Su mujer hacía años que había dejado de vivir y él jamás invadió su lado. Ya estaba muy mayor y no le gustaba entristecerse con todos los recuerdos que le rodeaban, pero aun menos quería ser internado en una residencia. Ni siquiera teniendo que aguantar lo que tenía que aguantar.

Eduardo sacó el brazo de entre las pesadas mantas y trató de atisbar la hora en su viejo Boctok del cuerpo de infantería soviético. Le fue imposible. La tenue luz de la luna no era suficiente para permitir a sus maltrechos ojos distinguir las manecillas del reloj que lo había acompañado durante la segunda guerra mundial. Cuando conoció al Señor Braque.

El viejo soldado se llevó la muñeca al oído y no distinguió ningún tic-tac. Eso era la señal inequívoca de que lo que más temía en el mundo estaba a punto de suceder. El tiempo se había parado. La ropa de cama comenzaba a pesar como los cadáveres de los compañeros bajo los que un día se vio obligado a esconderse. Le oprimía el pecho y le hacía sudar gotas heladas que poco a poco perlaban su frente hasta formar pequeños hilillos que se deslizaban entre el fino cabello blanco.

Eduardo no podía moverse, sólo observar, como había pasado en Rusia en 1944. Tampoco esta vez tardó en escuchar los pasos de las botas en el pasillo. Acercándose desde la puerta y helándole la sangre en las venas. El anciano imaginó el marcapasos dando descargas inútiles a su corazón, incapaz de aguantar una vez más semejante suplicio. Entonces una figura negra cruzó por delante de la puerta, pero no se detuvo. Al fin y al cabo había veces que no entraba.

Sin embargo, en esta ocasión no tendría tanta suerte. Los pasos regresaron del lado contrario y la negra silueta del señor Braque se recortó en el umbral. Eduardo comenzó a temblar y el señor Braque se acercó con pasos lentos y firmes. A pesar de la oscuridad, aquel hombre irradiaba una luz amarilla y enfermiza que dejaba ver su terrible aspecto. Bajo el uniforme de oficial de Falange, se escondía un cuerpo marchito y delgado. Sus rasgos eran afilados y sus ojos dos finos surcos vacíos. Su mirada era un abismo negro que lo atrapaba todo, convirtiendo en invisible cualquier otro elemento de la habitación.

El señor Braque, altivo, levantó el mentón y miro a Eduardo con sus dos ojos llenos de nada. Luego tomó el maletín de cuero que siempre llevaba en su mano izquierda y lo acarició ante la mirada horrorizada del anciano. Por fin, abrió el maletín y sacó un pequeño aparato para dar descargas eléctricas. El viejo soldado vio aquella maquina infernal y se orinó sin poder evitarlo. El líquido caliente empapó su pijama y el colchón, pero él no podía dejar de mirar la aguja del medidor de intensidad y la rueda para seleccionar la corriente.

Sin perder el tiempo, el señor Braque encendió el aparato y, pese a no estar enchufado, una luz verde se iluminó en el frontal. El zumbido eléctrico deshizo el sonido de los jadeos. Después, retiró las mantas y pegó los electrodos sobre los genitales de Eduardo, tal y como había ocurrido en el sótano de San Petersburgo. También, al igual que entonces, era incapaz de defenderse. Sólo podía mover los ojos, el resto del cuerpo no respondía a las órdenes de su cerebro. Tan sólo podía limitarse a ser un espectador impotente de su propia tortura.

Con las primeras descargas vinieron los primeros gritos.

-El señor Braque...Ha venido el señor Braque- Alcanzó a decir en un alarido desgarrador.

No gritaba para ser escuchado por los vecinos. Ni siquiera para que vinieran en su auxilio. Lo hacía porque había perdido la noción del tiempo. Lo hacía para que el resto de compañeros republicanos trataran de huir o de amotinarse. No en vano, ellos habían sido su única compañía desde que tomaron aquel apestoso carguero en el puerto de Alicante. Había compartido con ellos el dolor del exilio durante un viaje en el que casi mueren de hambre. Había visto en sus caras la desolación del que ve perderse su tierra en el horizonte. Uno jamás piensa que verá el horizonte del revés. Cuando la tierra es la línea que se junta con el cielo y cada vez se va haciendo más pequeña, se añora todo. Todo lo que se deja. A todos a quienes se deja.

Para Eduardo seguía siendo 1944 y seguía luchando contra los nazis en el frente San Petersburgo, la ciudad más bonita que había visto en su vida. Aquel hombre de rasgos afilados y piel apergaminada que se erguía frente a él seguía siendo el señor Braque, destacado dirigente de Falange y mandamás de la División Azul. El cruel militar, después de mandar a morir a sus hombres en la helada estepa, había decidido continuar con su guerra civil a miles de kilómetros de casa. Había encontrado a los que habían huido por los pelos y tenía la oportunidad, no ya de matarlos, sino de verlos sufrir.
(Continuará...)