Los españoles tenemos la sana costumbre de ponernos verdes a nosotros mismos. Desde fuera, donde el orgullo patrio impide estos desmanes, se ve como una falta de respeto a las instituciones nacionales, a los pilares mismos de la democracia. Pero nosotros no somos así, que va. Aquí, con tal de hablar mal de todo –sin voluntad de hacer nada para remediarlo, claro- se dice lo primero que se le pasa a uno por la cabeza.
Una de esas instituciones machacadas es la justicia. No digo que su funcionamiento sea ni mucho menos perfecto, pero nuestra ignorancia nos lleva en muchas ocasiones a decir auténticas barbaridades con tal de apoyar nuestra despreciativa perorata. Sí, queridos lectores, todo esto viene a colación del tema estrella del mes. Y sí, lo sé, ya están hartos del Juez Garzón, del Tribunal Supremo y del Juicio Final –que es inapelable-.
Lo cierto es que el tema de fondo no es el canoso y mediático juez, sino el caso que intentó instruir sobre la posibilidad de investigar los crímenes del Franquismo. Hay muchos aspectos de su Señoría que no me entusiasman, sin embargo debo reconocerle una valentía y un esfuerzo que debería ser ejemplo para según qué magistrados de butaca y mazo. Como tiendo a pensar mal, se me ocurre que esa faceta loable pueda venir del gusto por las cámaras, pero en cualquier caso a ella me remito. De hecho, por puro frívolo, prefiero pensar que las virtudes profesionales vienen más de un culto a su propio personaje que de una lealtad a los principios generales del Derecho. Me quedo más tranquilo y me siento más identificado.
Además estoy harto de escuchar que el Juez Garzón elige los casos que le prestan mayor protagonismo. No porque no me agrade que lo hiciera, sino porque es falso, porque simplemente se ocupa de los casos que le llegan durante su turno o cuando está de guardia. Y dejando de lado las denuncias por prevaricación y las consiguientes reacciones del mundo progre, me gustaría que por una vez no fuese el juez estrella el que se hubiera ocupado de este caso. Y me gustaría por dos cosas. La primera, porque le resta protagonismo al trasfondo real de la problemática histórica. Y la segunda, porque tengo la impresión de que cualquier otro juez no hubiera sido objeto de semejante campaña de acoso y derribo.
Me da miedo pensar que Falange pueda provocar la suspensión de un juez que investiga unos crímenes que nadie se atreve a tildar de genocidio, cuando sólo tendrían que leerse la definición. Ni siquiera pido que hablen de crímenes contra la humanidad, que lo son. Y no lo pido porque nadie habla claro y no espero que lo hagan a estas alturas. Porque aquí nunca hubo un juicio de Nuremberg, porque aquí los asesinos y torturadores murieron plácidamente es sus camas sostenidas por el régimen fascista. Y murieron asistidos por los santos sacramentos –para variar- y la conciencia bien tranquila. Murieron como vivieron, sin vergüenza.
Ejerceré de español de bien y pondré verde a nuestra propia democracia. Porque, si bien es cierto que nuestra transición se considera modélica allende los mares, no podemos olvidar las concesiones que se hicieron. Las bocas que se callaron y que ya no pueden hablar. Es verdad, quizá entonces primara la estabilidad, la posibilidad de alcanzar una democracia real, pero ahora debería primar la justicia que no hubo entonces. Pero, claro, es difícil que se imponga la voz de unos cuantos muertos, por muy razonables que sean. Eso ya se sabía cuando se los mató.