Todo empezó una mañana de 1942, mientras luchaban contra los alemanes junto a otros compañeros soviéticos y franceses. Tras una ensordecedora detonación, ocurrió algo que ninguno de los presentes esperaba. Antonio, un amigo murciano de Eduardo, reconoció a alguien al otro lado de la alambrada de espino que protegía la trinchera. Era su primo, combatiente de la División Azul. Al principio se miraron a los ojos muy fijamente. Ninguno de los dos daba crédito a lo que estaba viendo. Pero todo siguió como en España. El primo le gritó: “¡Voy a matarte, comunista hijo de puta!”. Antonio giró la cabeza hacia Eduardo y sus miradas se cruzaron. En ese preciso instante, con los ojos llenos de la tristeza más profunda que nadie había visto jamás, se escuchó un sonido metálico. Ninguno quitó los ojos del otro, pero Eduardo vio el agujero en el casco de su compañero y el hilo de sangre que se frenaba al llegar a la ceja derecha. Fueron décimas de segundo. Se desplomó inmediatamente. Sin embargo, aquel instante ocupó años en los pensamientos de Eduardo, impotente por no saber en qué momento habían dejado de verle los ojos que lo miraban.
Semanas más tarde, cuando los franquistas perdieron las posiciones de la línea Pulkovo y Aleksandrovskaya en el norte, el señor Braque se quedó un tiempo más, trabajando de incógnito. Recabando información e intentado vengar a sus muertos, que ya compartían más de cuatro cementerios con sus aliados nazis en aquella región. Cuando todo parecía acabado en las calles de San Petersburgo, la figura encorvada del señor Braque abandonaba la oscuridad de su refugio en Pavlovsk, junto al cementerio del palacio, y se encaminaba hacia la ciudad imperial. Una vez allí, localizaba a sus víctimas y les suministraba una droga paralizante que les impediría defenderse cuando las descargas sacudieran sus cuerpos.
El militar mantenía a sus presos drogados durante días en una habitación del sótano. Nada más entrar, a las cuatro y diez, ponía un disco de Glenn Miller en el gramófono y comenzaba con las torturas de manera aleatoria. Algunos morían enseguida y eran apilados en una gran despensa. Así fue como Eduardo consiguió salvarse. El señor Braque lo dio por muerto al perder el conocimiento. Dos días después se despertó sin poder apenas respirar por el peso de los compañeros muertos. Jamás olvidaría aquel olor. “El olor de la humanidad degradándose”, pensó. Luego lo escuchó salir y, casi sin fuerzas, llegó hasta una sede del partido comunista. Allí presentó su acreditación de ex-combatiente y desveló la presencia del señor Braque.
Aun seguía en la sede, donde le habían proporcionado agua y una patata hervida, cuando vio a dos soldados llevando en volandas a su torturador. Lo entraron por el pasillo y lo sacaron a un pequeño patio trasero. Al poco tiempo, escuchó gritos de súplica, primero en ruso y después en castellano. Tras unos minutos que se hicieron interminables, apareció el que había sido su teniente en el frente y le pidió que lo acompañara. Lo tomó del el brazo y lo condujo hasta el patio. En el suelo, bajo un cielo plomizo, el señor Braque se encontraba llorando boca a bajo, con la cara apoyada sobre un charco de sangre. El teniente le tendió una pistola a Eduardo y le hizo un gesto con la barbilla. “Mátalo”.
En un principio pensó que no podría asesinar a nadie de aquella manera, pero recordó la mirada de Antonio y pensó en lo que estaría pasando en las cárceles españolas. Eduardo se acercó al señor Braque y esté levantó la cabeza. Lo miró y soltó una carcajada.
Eduardo escuchó un comentario a su espalda. Era su teniente quien había dicho: “Qué se puede esperar de un pueblo que mata a sus poetas y es incapaz de matar a sus asesinos”. Entonces se agachó y puso el cañón del arma contra el ojo derecho del señor Braque. “Lo último que veas, va a ser por la izquierda, cabrón”. Y disparó.
II. La realidad convencional.
A Marta no le gustaba nada la enfermera que cuidaba a su padre. No se atrevía a decir que lo maltratara, pero creía que no lo cuidaba como se merecía. El pobre hombre había perdido la cabeza hacía dos años, aunque todavía tenía momentos de lucidez. A ella la reconocía y, de vez en cuando, le contaba historias de Rusia. Para ella, más que un padre, era un mito. Lo adoraba. De hecho, había pensado en llevarlo a vivir consigo los últimos días o en internarlo en un centro donde pudiera estar debidamente atendido. Sin embargo, Eduardo siempre se negaba. Al igual que se negaba a quitarse aquel reloj que ya no funcionaba y que llevaba años parado a las cuatro y diez.
Definitivamente había algo que no le gustaba en aquella enfermera. Los vecinos comentaban que los gritos nocturnos se habían intensificado últimamente y que cada vez eran más y más desgarradores. Pero Marta no podía pagar una enfermera mejor. Quizás miraba para otro lado.
Al igual que miraba para otro lado cuando su hijo pequeño le hablaba del señor Braque.
-¿Otro amigo imaginario?
-No, mamá, es un enemigo.
-¿Un enemigo imaginario?
- Dice el abuelo que los enemigos nunca son imaginarios.
- No le hagas caso al abuelo.
FIN.
Semanas más tarde, cuando los franquistas perdieron las posiciones de la línea Pulkovo y Aleksandrovskaya en el norte, el señor Braque se quedó un tiempo más, trabajando de incógnito. Recabando información e intentado vengar a sus muertos, que ya compartían más de cuatro cementerios con sus aliados nazis en aquella región. Cuando todo parecía acabado en las calles de San Petersburgo, la figura encorvada del señor Braque abandonaba la oscuridad de su refugio en Pavlovsk, junto al cementerio del palacio, y se encaminaba hacia la ciudad imperial. Una vez allí, localizaba a sus víctimas y les suministraba una droga paralizante que les impediría defenderse cuando las descargas sacudieran sus cuerpos.
El militar mantenía a sus presos drogados durante días en una habitación del sótano. Nada más entrar, a las cuatro y diez, ponía un disco de Glenn Miller en el gramófono y comenzaba con las torturas de manera aleatoria. Algunos morían enseguida y eran apilados en una gran despensa. Así fue como Eduardo consiguió salvarse. El señor Braque lo dio por muerto al perder el conocimiento. Dos días después se despertó sin poder apenas respirar por el peso de los compañeros muertos. Jamás olvidaría aquel olor. “El olor de la humanidad degradándose”, pensó. Luego lo escuchó salir y, casi sin fuerzas, llegó hasta una sede del partido comunista. Allí presentó su acreditación de ex-combatiente y desveló la presencia del señor Braque.
Aun seguía en la sede, donde le habían proporcionado agua y una patata hervida, cuando vio a dos soldados llevando en volandas a su torturador. Lo entraron por el pasillo y lo sacaron a un pequeño patio trasero. Al poco tiempo, escuchó gritos de súplica, primero en ruso y después en castellano. Tras unos minutos que se hicieron interminables, apareció el que había sido su teniente en el frente y le pidió que lo acompañara. Lo tomó del el brazo y lo condujo hasta el patio. En el suelo, bajo un cielo plomizo, el señor Braque se encontraba llorando boca a bajo, con la cara apoyada sobre un charco de sangre. El teniente le tendió una pistola a Eduardo y le hizo un gesto con la barbilla. “Mátalo”.
En un principio pensó que no podría asesinar a nadie de aquella manera, pero recordó la mirada de Antonio y pensó en lo que estaría pasando en las cárceles españolas. Eduardo se acercó al señor Braque y esté levantó la cabeza. Lo miró y soltó una carcajada.
Eduardo escuchó un comentario a su espalda. Era su teniente quien había dicho: “Qué se puede esperar de un pueblo que mata a sus poetas y es incapaz de matar a sus asesinos”. Entonces se agachó y puso el cañón del arma contra el ojo derecho del señor Braque. “Lo último que veas, va a ser por la izquierda, cabrón”. Y disparó.
II. La realidad convencional.
A Marta no le gustaba nada la enfermera que cuidaba a su padre. No se atrevía a decir que lo maltratara, pero creía que no lo cuidaba como se merecía. El pobre hombre había perdido la cabeza hacía dos años, aunque todavía tenía momentos de lucidez. A ella la reconocía y, de vez en cuando, le contaba historias de Rusia. Para ella, más que un padre, era un mito. Lo adoraba. De hecho, había pensado en llevarlo a vivir consigo los últimos días o en internarlo en un centro donde pudiera estar debidamente atendido. Sin embargo, Eduardo siempre se negaba. Al igual que se negaba a quitarse aquel reloj que ya no funcionaba y que llevaba años parado a las cuatro y diez.
Definitivamente había algo que no le gustaba en aquella enfermera. Los vecinos comentaban que los gritos nocturnos se habían intensificado últimamente y que cada vez eran más y más desgarradores. Pero Marta no podía pagar una enfermera mejor. Quizás miraba para otro lado.
Al igual que miraba para otro lado cuando su hijo pequeño le hablaba del señor Braque.
-¿Otro amigo imaginario?
-No, mamá, es un enemigo.
-¿Un enemigo imaginario?
- Dice el abuelo que los enemigos nunca son imaginarios.
- No le hagas caso al abuelo.
FIN.
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