Debo reconocerles, queridos lectores, que mi gusto literario es variopinto –por decirlo de forma elegante-. Por ello alterno grandes obras de la literatura con grandes bodrios de exitosa comercialización. No me avergüenzo de mi perversión porque me proporciona horas de placer clandestino y me permite diseccionar la novela en busca del secreto del éxito. ¿Qué es mejor, ser un gran literato o ser un gran vendedor de libros? Yo no soy un purista, no soy un extremista de la literatura, pero si destaco una característica por encima de todo. Las novelas deben de ser entretenidas, aunque sólo sea por su propia supervivencia.
No estoy dispuesto a aburrirme con sesudas divagaciones que se tornan en una autosatisfacción casi sexual del autor. Tampoco estoy dispuesto a leer un libro de texto por el mero hecho de llevar un disfraz de ficción. En cambio, sí estoy dispuesto a leer con interés los ágiles razonamientos de un escritor que sea capaz de conectar con el lector, que tenga la capacidad para universalizar su visión del mundo y hacerla accesible para cualquiera. También leeré gustosamente cualquier novela histórica que tenga algo de novela y no sea un torrente de datos. Entiendo que la labor de documentación en este campo es ardua y laboriosa, pero vomitar hechos, lejos de componer una trama, la entierra viva.
Con esto no quiero decir que no haya maravillosos tesoros lejos de los cauces mayoritarios de comercialización (de hecho se suelen encontrar las sorpresas más agradables), sino defender que no todo lo popular es tan malo. Por mucho que los modernillos y pseudointelectuales se empeñen en leer cosas aburridísimas –ellos mismos dicen pertenecer a una “subcultura”, por algo lo dirán-, existe un tipo de obra que llega a todos los estratos culturales. No hace falta una carrera universitaria para leerla, tampoco ningún máster del universo. No tiene pretensión de aleccionar a nadie ni de demostrar los increíbles conocimientos de su autor. Desde luego, tampoco suele ser un prodigio de la narrativa. Sin embargo, llega al público y despierta el gusanillo de la lectura en personas que no tienen ningún hábito.
De ahí que no entienda el acoso y derribo generalizado a los Best Sellers. Nadie dijo que fueran los mejores libros, pero sí tienen una virtud: la generalización de la cultura, el potencial de crear nuevos lectores. Una vez adquirido el hábito, esos nuevos lectores podrán ampliar sus horizontes hacia corrientes literarias menos difundidas y, sobre todo, menos publicitadas. También sentirán curiosidad acerca de los grandes escritores; de aquellos que fueron grandes por sí solos y sin necesidad de enormes esfuerzos editoriales. Gracias a ello, esas obras de menor difusión tendrán un mayor plantel de lectores dispuestos a recomendar y popularizar su lectura.
Por eso sigo sin entender la endogamia cultural de algunos sectores de la –pretendida- intelectualidad española. Porque sólo se me ocurren dos razones para tanto odio: una, que sólo quieran ser ellos los elegidos para disfrutar de según qué obras maravillosas olvidadas/desconocidas/inéditas y, la otra, que nadie más que ellos sea capaz de digerir las obras que tan lejos quedan del esnobismo literario.