miércoles, 26 de mayo de 2010

Esnobismo literario.

Debo reconocerles, queridos lectores, que mi gusto literario es variopinto –por decirlo de forma elegante-. Por ello alterno grandes obras de la literatura con grandes bodrios de exitosa comercialización. No me avergüenzo de mi perversión porque me proporciona horas de placer clandestino y me permite diseccionar la novela en busca del secreto del éxito. ¿Qué es mejor, ser un gran literato o ser un gran vendedor de libros? Yo no soy un purista, no soy un extremista de la literatura, pero si destaco una característica por encima de todo. Las novelas deben de ser entretenidas, aunque sólo sea por su propia supervivencia.

No estoy dispuesto a aburrirme con sesudas divagaciones que se tornan en una autosatisfacción casi sexual del autor. Tampoco estoy dispuesto a leer un libro de texto por el mero hecho de llevar un disfraz de ficción. En cambio, sí estoy dispuesto a leer con interés los ágiles razonamientos de un escritor que sea capaz de conectar con el lector, que tenga la capacidad para universalizar su visión del mundo y hacerla accesible para cualquiera. También leeré gustosamente cualquier novela histórica que tenga algo de novela y no sea un torrente de datos. Entiendo que la labor de documentación en este campo es ardua y laboriosa, pero vomitar hechos, lejos de componer una trama, la entierra viva.

Con esto no quiero decir que no haya maravillosos tesoros lejos de los cauces mayoritarios de comercialización (de hecho se suelen encontrar las sorpresas más agradables), sino defender que no todo lo popular es tan malo. Por mucho que los modernillos y pseudointelectuales se empeñen en leer cosas aburridísimas –ellos mismos dicen pertenecer a una “subcultura”, por algo lo dirán-, existe un tipo de obra que llega a todos los estratos culturales. No hace falta una carrera universitaria para leerla, tampoco ningún máster del universo. No tiene pretensión de aleccionar a nadie ni de demostrar los increíbles conocimientos de su autor. Desde luego, tampoco suele ser un prodigio de la narrativa. Sin embargo, llega al público y despierta el gusanillo de la lectura en personas que no tienen ningún hábito.

De ahí que no entienda el acoso y derribo generalizado a los Best Sellers. Nadie dijo que fueran los mejores libros, pero sí tienen una virtud: la generalización de la cultura, el potencial de crear nuevos lectores. Una vez adquirido el hábito, esos nuevos lectores podrán ampliar sus horizontes hacia corrientes literarias menos difundidas y, sobre todo, menos publicitadas. También sentirán curiosidad acerca de los grandes escritores; de aquellos que fueron grandes por sí solos y sin necesidad de enormes esfuerzos editoriales. Gracias a ello, esas obras de menor difusión tendrán un mayor plantel de lectores dispuestos a recomendar y popularizar su lectura.

Por eso sigo sin entender la endogamia cultural de algunos sectores de la –pretendida- intelectualidad española. Porque sólo se me ocurren dos razones para tanto odio: una, que sólo quieran ser ellos los elegidos para disfrutar de según qué obras maravillosas olvidadas/desconocidas/inéditas y, la otra, que nadie más que ellos sea capaz de digerir las obras que tan lejos quedan del esnobismo literario.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Desenchufado.

Se empiezan a desdibujar los contornos de los objetos. Primero parece algún tipo de enfermedad ocular, como si el fino velo de una catarata prematura filtrase las formas que se dibujan en nuestro cerebro. Pero, más tarde, nos damos cuenta de que no es así, porque el resto del objeto lo seguimos viendo claro y nítido. Son sólo los contornos, que parecen nublarse y derretirse a un tiempo. Entonces nos levantamos preocupados y nos acercamos. Palpamos las aristas en un intento de ver con las manos lo que deberíamos de ver con los ojos y tampoco funciona.

Nuestras manos tocan, sí, pero no saben lo que tocan. Diría que nuestras terminaciones nerviosas han sido anestesiadas y no dudaríamos en afirmar que nuestros dedos están hechos de corcho, en lugar de carne y huesos. De hecho, empezamos a dudar de tener sangre circulando por las venas. Así que, metidos en esta vorágine de curiosidad y extrañeza, buscamos una navaja bien afilada, la cogemos con nuestros dedos acartonados y exponemos su filo bien cerca del ojo. Ni a esta distancia podemos distinguir con claridad la perfección del acero afilado, pero sí un destello sobre la hoja en forma de nebulosa brillante que nos llega amortiguado.

Los dedos son torpes, porque no sienten, pero todavía hacen bien su trabajo. No les pedimos precisión, no hay problema. Tenemos dos intentos porque tenemos dos ojos. Y, si fracasamos dos veces, tampoco pasa nada, porque no es que ahora veamos mucho. Intentamos pensárnoslo, a lo mejor es una situación transitoria, a lo mejor sería preferible ir al médico en lugar de operarse uno mismo en casa con una navaja de Albacete (de esas que hacen “clac, clac, clac, clac” cuando las abres). Pero pensamos en qué día es. Tampoco está muy claro, hace tiempo que se solapan las noches y los días y no somos capaces de situarnos. Quizás sea domingo y no esté abierto. “Bueno, siempre puedes ir a urgencias”. Me sorprende la rapidez de mi mente y por primera vez me doy cuenta de que llevo días hablando en primera persona del plural. Me extraña. Y me extraña porque no es el plural mayestático que tanto va conmigo, sino el plural de vasta colectividad. El plural del rebaño.

Ahora sé que he tenido un momento de lucidez. Es posible que mi mente, al percibir –aunque con dificultad- el filo de la navaja casi rozando mi globo ocular derecho, haya decidido demostrarme que todavía puedo pensar con claridad. Bajo el arma y miro a mi alrededor. Ya no hablo en primera persona del plural y eso me da fuerzas para distinguir con criterio los objetos que me rodean. Entonces lo veo: todo parece sumido en una pesada y salada bruma marina excepto el televisor. Su pantalla se distingue con una luminosidad nítida. Las imágenes parecen irreales, de tan contrastadas, y los sonidos parecen surgir en mis propios oídos, de tan claros. No lo dudo, tiro la navaja y corro con torpeza hacia el televisor. Ni siquiera lo apago del botón. Lo desenchufo y aprieto los ojos con fuerza. Los ruidos de la calle se dibujan en mi cabeza con perfecta definición. Sí, sé que he hecho lo correcto. Abro los ojos y la bruma ha desaparecido. El sol irradia su calor sobre mi cuerpo y lo siento en cada poro de mi piel. Veo el cielo de un azul infinito. Veo las vetas de la madera en los muebles, su fibrosidad. Veo cada punto de mi odiado gotelé y lloro de emoción. La vida es preciosa, clara y distinta con el televisor desenchufado.

martes, 11 de mayo de 2010

Grandes palabras, palabras pequeñas.

Muchas de las personas que se dedican a escribir o que sienten la escritura como su vocación desean a menudo ser interrogadas acerca de sus comienzos en el universo literario. Les gusta pensar en la mística respuesta que darían y en las posibles repercusiones entre sus admiradores –largos suspiros de adoración-. Apasionados detonantes mezclados con azarosas existencias salen a relucir aderezadas con influencias determinantes de escritores con quienes querrán ser comparados, pero con los que no aguantarían comparación alguna. Ellos, esos abnegados trabajadores que se autodenominan escritores, esperarán hasta que alguien les haga la pregunta mágica –como si pudiera tener algún interés-. Yo, en cambio, carezco de la dignidad suficiente o de la vergüenza conveniente y les contesto sin necesidad de que pregunten –saben que me puede el altruismo-.

Mis comienzos en esto de juntar letras fueron en verso, en esa época de nuestra vida en la que todos tenemos algo de poeta, debido generalmente a un trastorno de la personalidad. Durante la adolescencia, cuando se empieza a ver la vida de una forma amenazante, la poesía se erige como baliza del camino idealista que muchos queríamos seguir. Pues, bien, de repente me encontré con que sólo podía expresar mis sentimientos mediante figuras poéticas. Tal vez no me sentía capaz de aceptar la rotundidad de las palabras en la prosa, su frialdad y su cadencia metálica. O, tal vez, -y prefiero pensarlo- la poesía es capaz de transmitir con más precisión lo abstracto. No se puede generalizar con los sentimientos, hacen falta palabras desprovistas de las ataduras de su significado literal. Hace falta contexto para generar nuevos significados con palabras convencionales, porque es la relación entre ellas lo que crea imágenes –a veces hasta escalofríos- en nuestra cabeza.

Aquellos comienzos estuvieron prácticamente desprovistos de influencias. Me limitaba a hacer lo que yo creía que era poesía y terminó por convertirse en una costumbre. Si bien es cierto que ha sufrido los altibajos propios de cualquier actividad creativa, nunca ha dejado de existir en mí la necesidad de ese tipo de expresión, aunque poco a poco me fui inclinando hacia la prosa. Y caí en la cuenta de que no eran modalidades reñidas, ni siquiera complementarias, sino completamente opuestas. Porque digan lo digan “los estudiosos” –adoro esta expresión académico/sectaria-, la poesía siempre será el vehículo ideal para contar sentimientos y la prosa lo será para contar historias. Cuando la prosa necesita hablar en abstracto suele echar mano de figuras poéticas y cuando la poesía necesita hablar de hechos históricos suele ser mala o aburrida.

He escuchado en muchas ocasiones que la poesía tiene un problema como herramienta comunicativa y es que, como las formas de arte más puras, tiene múltiples interpretaciones. No negaré que hay algo de verdad en ello y que, sin lugar a dudas, existe un ruido comunicativo que parte del carácter tremendamente personal de la poesía, sin embargo en su ambigüedad está también su universalidad. Su capacidad de adaptarse al estado de ánimo del lector es mayor que la de la prosa. Siempre podremos sentirnos identificados, darle la vuelta, obtener distintos significados dependiendo del momento en que la leamos y eso consigue que volvamos una y mil veces a un poema. Siempre obtendremos un matiz que no habíamos sabido mirar.

Si la posibilidad de interpretación en la poesía me parece algo positivo, en la prosa me parece algo tremendamente inconveniente. Tal vez me pueda mi visión radical de la vida, pero me gusta lo concreto de la prosa. Me da seguridad, me permite fantasear con la sensación de verosimilitud que deben de adquirir los sueños. Y si esto ocurre en la ficción, más preocupante me parece la manía periodística y política de hacer suya una ambigüedad que nada tiene que ver con la poesía, pero sí con la multiplicidad de interpretaciones. Hace tiempo escuché de un periodista (al que se le llenaba la boca de grandes palabras) que el público tiene que ser lo suficientemente inteligente como para saber leer entre líneas. Seguramente él no era lo suficientemente inteligente como para saber que la ambigüedad en la información no es universalidad -por más que se tiña de prosaica verosimilitud-, sino desinformación, cuando no cobardía o censura.

Yo seguiré con mi poesía –tan mala o peor que al principio- y seguiré con mi prosa –juzguen ustedes-. Pero seguiré con cada una en su sitio y hablando claro cuando quiera decir algo. Me gusta soñar con una forma distinta de ver la vida que cada vez se me hace más real. Pero no me gusta que me hagan ver la vida de una forma distinta que cada vez me parece menos real y más interesada. Nunca diré que soy poeta, ni escritor, ni siquiera periodista. Se me quedan grandes esas palabras –y pequeñas las que uso para hablar-, pero sé de lo que hablo y no intento hablar de lo que no sé.

(Las pequeñas palabras inspiran grandes actos, las grandes palabras justifican los pequeños).

martes, 4 de mayo de 2010

La espera.

Hay veces en la vida en las que a uno se le olvida que vive. Parece que se encuentra en una situación de permanente espera, como un corredor arrodillado a la salida de la pista, esperando el disparo que dé comienzo a la carrera. Los sentidos alerta y los músculos tensos, la respiración acelerada y una sensación de vacío en el estómago. Tal vez una minúscula gota de sudor cae por la frente mientras el resto se perla y los segundos se arrastran por la esfera del reloj -como si la aguja rozase con el dial-.

En ese preciso momento no hay nada más que el momento que se espera. No existe presente, sólo futuro y el instante nos parece un mero trámite, un tiempo perdido que hay que dejar pasar en beneficio del Gran Momento. Entretanto vegetamos con una sensación de ansiedad narcotizada. Es entonces cuando hay que levantarse. Da igual que el estadio esté lleno, que todos esperen el sonido de la pólvora y que los demás salgan corriendo. Da igual porque el Gran Momento puede ser cualquiera y la espera sólo es una excusa para no vivir.

Quizás se trate de miedo al fracaso futuro, es posible que el miedo a que las expectativas no se cumplan nos atenace y nos haga aferrarnos a una espera continua. Sería un aplazamiento de los sueños para no frustrar las ilusiones. Sin embargo, no vemos que el aplazamiento en sí nos imposibilita ilusionarnos de forma real. Es cierto que la realización sigue ahí, pero somos nosotros mismos los que no nos atrevemos a dar el paso. Esperamos y pensamos: “Mañana”.

Entonces, ¿qué es capaz desbloquearnos y hacernos levantar? Como siempre, parece que el primer paso es darse cuenta de la situación. El segundo sería hacerse una pregunta a la que no pudiéramos responder de forma negativa, por ejemplo: ¿Quieres vivir o esperar hasta que sea demasiado tarde? De acuerdo, puede que sea algo dramática, pero me parece efectiva. Y, de acuerdo también, seguramente sería razonable no limitar tanto nuestra capacidad de respuesta. Y, más de acuerdo aun, se debería de tener en cuenta un sinfín de condicionantes propios de cada caso. Hay miles de razones para no dar el paso, pero sólo una respuesta que nos haga progresar.

Lo mejor es simplificar, sacar el denominador común de nuestros intereses, y darnos cuenta de cuánto deseamos vivir y de cuánta vida perdemos viviendo de trámite. Todo suele ser más sencillo de cómo lo vemos en nuestra cabeza y la ilusión debería de poder con las trabas –trabas que en la mayoría de las ocasiones nos autoimponemos-. Se trata de no mirar más el futuro sin vivir el presente. Se trata de estirar del futuro hasta hacerlo presente y ser conscientes de ello, del paso dado y de los muchos que nos quedan por dar. Y, tal vez, de mirarse a uno mismo con cierto levantamiento de ceja cuando empiece a escribir artículos de autoayuda –en lugar de sonreír teniendo tantos motivos-.