Hay veces en la vida en las que a uno se le olvida que vive. Parece que se encuentra en una situación de permanente espera, como un corredor arrodillado a la salida de la pista, esperando el disparo que dé comienzo a la carrera. Los sentidos alerta y los músculos tensos, la respiración acelerada y una sensación de vacío en el estómago. Tal vez una minúscula gota de sudor cae por la frente mientras el resto se perla y los segundos se arrastran por la esfera del reloj -como si la aguja rozase con el dial-.
En ese preciso momento no hay nada más que el momento que se espera. No existe presente, sólo futuro y el instante nos parece un mero trámite, un tiempo perdido que hay que dejar pasar en beneficio del Gran Momento. Entretanto vegetamos con una sensación de ansiedad narcotizada. Es entonces cuando hay que levantarse. Da igual que el estadio esté lleno, que todos esperen el sonido de la pólvora y que los demás salgan corriendo. Da igual porque el Gran Momento puede ser cualquiera y la espera sólo es una excusa para no vivir.
Quizás se trate de miedo al fracaso futuro, es posible que el miedo a que las expectativas no se cumplan nos atenace y nos haga aferrarnos a una espera continua. Sería un aplazamiento de los sueños para no frustrar las ilusiones. Sin embargo, no vemos que el aplazamiento en sí nos imposibilita ilusionarnos de forma real. Es cierto que la realización sigue ahí, pero somos nosotros mismos los que no nos atrevemos a dar el paso. Esperamos y pensamos: “Mañana”.
Entonces, ¿qué es capaz desbloquearnos y hacernos levantar? Como siempre, parece que el primer paso es darse cuenta de la situación. El segundo sería hacerse una pregunta a la que no pudiéramos responder de forma negativa, por ejemplo: ¿Quieres vivir o esperar hasta que sea demasiado tarde? De acuerdo, puede que sea algo dramática, pero me parece efectiva. Y, de acuerdo también, seguramente sería razonable no limitar tanto nuestra capacidad de respuesta. Y, más de acuerdo aun, se debería de tener en cuenta un sinfín de condicionantes propios de cada caso. Hay miles de razones para no dar el paso, pero sólo una respuesta que nos haga progresar.
Lo mejor es simplificar, sacar el denominador común de nuestros intereses, y darnos cuenta de cuánto deseamos vivir y de cuánta vida perdemos viviendo de trámite. Todo suele ser más sencillo de cómo lo vemos en nuestra cabeza y la ilusión debería de poder con las trabas –trabas que en la mayoría de las ocasiones nos autoimponemos-. Se trata de no mirar más el futuro sin vivir el presente. Se trata de estirar del futuro hasta hacerlo presente y ser conscientes de ello, del paso dado y de los muchos que nos quedan por dar. Y, tal vez, de mirarse a uno mismo con cierto levantamiento de ceja cuando empiece a escribir artículos de autoayuda –en lugar de sonreír teniendo tantos motivos-.
Salgamos a escena, querido. Se requiere nuestra presencia en el escenario (y se acabo lo de vivir entre bastidores).
ResponderEliminarYa se escuchan los aplausos del público, ¿vienes?
Sonríe(me).
Nuestro querido foco nos espera, suspendido en plena Gran Vía, en permanente première de cada segundo que estrenamos. Claro que voy.
ResponderEliminarY sí, querida, (te) sonrío.
Te dejé un correo...
ResponderEliminarY aparte de eso, argh! es fastidioso leer tu última entrada. Me veo obligada a dejar de esperar que pase algo......
ResponderEliminarEstoy esperando a Godot
ResponderEliminarCrisss