Él es uno que intenta captar todo cuanto tiene en mente, todo cuanto le rodea. Hasta el punto de no saber si lo que tiene en mente es lo que le rodea, si vive ajeno a la realidad del común de los mortales. Él es un mortal nada común, que flota en el aire y respira el agua del mar de las puestas sosegadas de un sol cansado. Nunca ceja en su empeño de atraparlo todo. Hasta le parece ver las diminutas partículas de agua que forman la bruma y desenfocan el paisaje marino. Quiere tener la pupila más pequeña que un átomo para internarse entre el vapor y dar contraste a los contornos ondulantes de las superficies ardientes. Él no quiere necesariamente adjetivos, pero los adjetivos lo llaman. Porque son los propios objetos los que recurren a él reclamando su particularidad, su originalidad; su cualidad de únicos. Y en parte lo hacen porque saben de sobra que a él tampoco le gusta generalizar, porque odiaría entrar dentro de una categoría ordinaria, por eso “Él” es Él y no otro cualquiera. No duda en ponerse una gran mayúscula por montera a mitad de frase para demostrarlo, para vestirse dentro de su texto y seguir bailando con las letras, que forman objetos y que pueden ser más grandes que su pupila. Sólo de esta manera puede afinar los contornos de lo indefinido –aunque eso no pueda ser, sí se puede escribir-. Él piensa en las letras como piensa en el vapor del aire porque él mira con los ojos llenos de palabras. De repente se siente sólo e intenta alejar todos los sonidos de sus oídos. Lo consigue. Luego se concentra en la maraña de letras que le impide ver el mundo y se vale de ellas para construirlo. Puede hacerlo, conoce cómo funcionan y sabe manejarlas. En cuestión de segundos, sin ningún esfuerzo, es capaz de dibujar con ellas la silueta de las cosas que ve. Así consigue dibujar con trazos formados por letras cada objeto distinto, adjetivado o no, y lo recorre con su propio nombre que también lo dibuja. Si entorna un poco los ojos, sólo ve la imagen, pero si agudiza la mirada –ya libre de la maraña- puede ver cada letra que forma el nombre del objeto que, a su vez, llega a conformar al sentirlo como un simple trazo. Él llama a las letras “átomos de percepción”, porque no sabe si lo que ve es cierto, pero sabe que lo percibe y sabe de qué está conformado. Por eso sabe cómo transformar la realidad y jugar con ella. Quien conoce la ley conoce como saltársela. Sin embargo, a veces piensa que nunca encontrará la fuerza para dejar de ser Él y empezar a ser Yo. Quizás sea mejor tratar de conocer la realidad que inventar una abarcable.
miércoles, 28 de julio de 2010
miércoles, 21 de julio de 2010
Cerrado por vacaciones.
Estoy deseoso de ver aquel cartel que ponía “Cerrado por vacaciones”. Es parte del verano, una parte que cada vez se deja ver menos. Supongo que la culpa –como de casi todo- es de las grandes superficies, donde nunca hay vacaciones, ni descansos, ni casi festivos, ni aun menos defunciones –los empleados no se mueren, se reciclan en la carnicería-. No me resulta difícil imaginar una cadena de montaje de trabajadores de grandes superficies, ensamblados como playmóbiles supersofisticados a voluntad del empresario, que como siempre ríe en su sillón mientras acaricia a un gato de mirada siniestra.
El problema no es mi imaginación, sino que en realidad ese empresario-malo-de-la-película está deseando poder fabricar empleados sin voluntad propia y sin las palabras “convenio” o “sindicato” en sus encorsetadas memorias cibernéticas. En cierto modo lo va consiguiendo poco a poco, a base de estirar turnos, amenazar con despidos y degradar a los que habían alcanzado un cargo mínimamente remunerado. Y, en ese cargo, mejor poner a un ser sin iniciativa, ni siquiera con un mínimo de inteligencia, por una razón muy simple: algunos jefes no quieren cargos intermedios más válidos que ellos mismos. Porque se sienten amenazados y porque quieren que los subordinados recurran a él como única referencia jerárquica. Quieren absolutismo empresarial.
De hecho, el jefe paternalista, amante del pelota de libro, negligente, injusto y servil con su superior abunda precisamente porque su superior es un calco, sólo que con más dinero y un gato de mirada aún más siniestra. Este hecho no sólo redunda en el malestar del común de los trabajadores, sino que además resulta tremendamente perjudicial para la buena marcha de la empresa; jefes oligofrénicos promocionando a empleados aun más tontos. Así logramos que las ideas se alejen de la ejecutiva y se pierdan por pura frustración de ver como ascienden a ese simpático compañero que besa las posaderas adecuadas. Conseguimos, pues, empresas endogámicas, tiránicas y alegremente ineficientes. Eso sí, bien autosatisfechas de onanismo ejecutivo.
Por eso, entre otras cosas, me falta el “Cerrado por vacaciones”. Porque ya casi no quedan tiendas de barrio de esas en las que el dueño guarda la compra de la “Señora Paca” con un papelito en una bolsa de plástico. O aquellas panaderías a las que llevabas tu bolsa de tela, las colgaban junto a otras tantas en la pared y todos los días recogías el pan acordado, con la sensación de estar en tu propia casa. Quizás me haya puesto nostálgico en demasía, porque es bien cierto que esas tiendas te dejaban tirado un mes, justo el mismo mes que el dueño se pasaba tirado en la playa. También es verdad que las grandes superficies siempre están ahí, dispuestas a venderte lo que pidas a precios mucho más razonables. Sin embargo, no me fio de los medios para abaratar tanto los costes, porque veo la mirada perdida de los empleados, porque oigo reír por megafonía al jefe del gato de mirada siniestra. Y entonces siento que me van a reciclar en la picadora de carne.
miércoles, 14 de julio de 2010
Una electricidad nada corriente.
Como muchos de ustedes, queridos lectores, quien les habla ha iniciado hoy mismo sus vacaciones de verano. Para no variar, he recalado en el chalet que mis abuelos tienen en la playa de San Juan, en Alicante. Es posible que algunos de ustedes recuerden tan querida localización, ya que creo haberla mencionado con anterioridad en no pocas ocasiones. Reconozco que no puedo ser imparcial y asumo la total y absoluta idealización de lo que considero paraíso terrenal y prueba fehaciente de que no hace falta vender la vida a cambio del divino.
Para ponerles en situación, les explicaré que existe una habitación exenta de la edificación principal, donde tengo el gusto de dormir y el placer de escribirles. Pues bien, aquí mismo he descubierto como sería la vida en el siglo XIX si hubieran existido las linternas y los ordenadores portátiles. De acuerdo, no les negaré que el supuesto que planteo no es sólo bastante absurdo, sino que además carece de cualquier interés científico o antropológico –lo que confirma mi vocación docente y mis aptitudes para ocupar cualquier cátedra de humanidades-.
Sin embargo, nunca les he ocultado mi fascinación por el absurdo y les aclaro que el supuesto estúpido referido es fruto de combinar los adelantos tecnológicos contemporáneos con la falta de electricidad decimonónica. Y todo ello viene de una estancia anterior en esta misma habitación. Por aquel entonces, las bombillas refulgían como gloriosas teas en los apliques y los enchufes chisporroteaban de eléctrico regocijo. Pero tuve que estrenarme como electricista.
Todo ocurrió por los rigores del invierno, que hacían imperioso el uso de la calefacción. Nunca un simple gesto había ensombrecido mi vida de una forma tan radical. Recuerdo a cámara lenta como mis dedos conducían el enchufe del radiador hasta el enchufe hembra de la pared. Cuando copularon, saltaron chispas y tuvo lugar la muerte súbita de toda la instalación eléctrica. Entonces subí al cuadro de luces y fui conectando las distintas fases, hasta llegar a la tercera, que hacía saltar el automático. Tras verlo saltar dos o tres veces, decidí que el problema tenía que estar en el famoso enchufe hembra –típico de un hombre, pero es lo que pensé-.
Mi solución fue sencilla: eliminar el enchufe. Así que desconecté las demás fases y, armado de destornillador, saqué el humeante cadáver de su nicho particular y lo destiné a una fosa común. En aquel instante, todavía orgulloso de mi pericia como electricista, subí a retomar mis encuentros en la tercera fase –tenía que decirlo, pido comprensión-. Pero el resultado fue el mismo, con el añadido de haber hecho un estropicio en la pared. Por supuesto, no hubo calefacción y así descubrí que el amor y las fundas nórdicas pueden ser mucho más efectivos. Ahora, en pleno verano no hay ventilador, tampoco las fundas nórdicas refrescan y el amor, por suerte, todavía no enfría. Y da igual. En consecuencia, puedo decirles sin miedo a equivocarme que en la electricidad, como en la vida, es fundamental encontrar las conexiones adecuadas. Y que, por desgracia, no se puede tener todo.
(Qué bien se vive sin corriente eléctrica, movido por una electricidad nada corriente).
martes, 6 de julio de 2010
A mano o a máquina.
Supongo que el ordenador es un gran avance también en lo que al oficio de escribir se refiere. Huelga decir –pero lo diré, aunque sólo sea por rellenar- que la posibilidad de corrección, unida a la comodidad del teclado, facilita en gran medida el proceso de escritura. No duele la mano de tanto escribir, como sucedería aferrados al bolígrafo. No hay que tirar folio tras folio cada vez que se empieza a teclear y nos asalta el horror ante la basura que acabamos de escribir. Nada de ello es necesario, pues tenemos el blanco nacarado, luminescente, diáfano y nuevo al primer golpe de tecla.
Sin embargo, cuando nos apremia la urgencia de escribir, recurrimos al bolígrafo y al cuaderno. (Al cuaderno, al margen del periódico, a la servilleta o a la piel humana más cercana –hasta la lista de la compra es poesía en según qué cuerpo-). El tacto del papel y la tinta dibujando las letras; nuestras letras, que son como huellas dactilares del pensamiento. Ellas no emergen mediante binaria intercesión, no son estándar. Son parte de nosotros y reflejan nuestro estado de ánimo, la realidad que nos envuelve en el momento de trazarlas. Se curvan en cursivas, mecidas por el viento de nuestra muñeca, que sujeta el papel más inclinado que de costumbre. Se estiran, desperezándose en el blanco, casi desvelando los hilos que las componen y que tejen la trama que son los textos. Se quiebran y se tambalean, antes de recuperar el equilibrio al borde del margen. A veces, hasta conquistan la mesa y huyen del papel que las hará perdurables, o se intentan repetir en bajorrelieve sobre la siguiente hoja.
Sí, es cierto, son caprichosas, ininteligibles, frágiles, cambiantes, confusas, vacilantes… Pero tienen personalidad. La personalidad de su dueño. Es decir, son objetos con características humanas, porque son parte de nosotros, una parte que conseguimos materializar fuera de nuestras fronteras físicas –la tinta es la sangre del papel-. Nos pueden reconocer por nuestras letras, más que por el propio contenido de nuestras palabras. Sin embargo, cada vez se escribe menos a mano. Hasta las pocas cartas que se mandan hay quien las mecanografía, imprime y envía –para eso, manda un correo electrónico-.
En mi caso sigue siendo un placer tomar un bolígrafo y tantear el pulso sobre el papel, aun inmaculado. En ese momento todavía no sé si dibujaré, escribiré o simplemente ensuciaré con garabatos –preciosa palabra- la superficie clorada. Me da igual, al fin y al cabo tiene algo de mirarse en un espejo y yo siento debilidad por los espejos. Me puede el narcisismo y disfruto moldeando mi letra, pensando en quién pueda llegar a leerla sin haberme conocido. Me miro y sé que la letra me viste, que condiciona a mi presunto lector. La cuido, la hago elegante, interesante… Y aquí me tienen ahora, en Word, porque sólo hay algo que me gusta más que los espejos: las pantallas gigantes. Y ésta no deja de guiñarme el cursor de una manera tan sugerente…