miércoles, 24 de noviembre de 2010

¡Qué cruz!

No es la primera vez que les llamo la atención sobre la querencia que se tiene últimamente por la indignación gratuita. Da igual lo estúpido, irrelevante o incluso risible que sea el hecho, porque siempre encontraremos a un grupo de exaltados dispuestos a rasgarse las vestiduras. De hecho, cuánto más minoritaria sea la reivindicación y más se grite, tanto mejor. Supongo que este comportamiento parte de la necesidad de sentirse visionarios en tierra de ciegos, o pioneros entre reaccionarios, o vaya usted a saber qué. Lo realmente importante es hacer ver que se tienen valores elevados y profundas convicciones, aunque sean sobre chorradas elevadas o profundas idioteces.

No se confundan, no me indigna tal comportamiento. Sería poco consecuente. Pero andaba pensando en ello a raíz de la última petición de un grupo de inconscientes sobre la memoria histórica. Estos señores, alegando que el Valle de los Caídos es un símbolo del franquismo, pretenden dinamitar –sí, sí, dinamitar nada menos- la cruz que lo corona. La verdad es que indignarme no me indignó, pero si me sorprendió. Y es de agradecer, dados los aburridos tiempos que corren. A uno le hace sentir vivo no haber perdido la capacidad de sorprenderse.

Así que, después de imaginarme al mismísimo Chuck Norris descolgándose sin arnés y dejado pegotones de explosivo plástico a diestro y siniestro, me paré a pensar. Es algo que no suelo hacer muy a menudo, pero tenía el día reflexivo, así que llegué a una conclusión muy sencilla: estas personas no entienden bien el concepto de “memoria histórica”. O yo lo entiendo muy mal. Porque entiendo que es una ley (insuficiente) concebida para resarcir en la medida de lo posible al bando republicano. Esto es, reconocer que su lucha, no solo fue lícita –pues eran el gobierno del país-, sino que además estaban legitimados por una constitución votada por los españoles. Asimismo, se pretende denunciar los daños causados por el bando fascista, que no sólo contó con el apoyo de gente maja y de posibles –Hitler, Mussolini…-, sino que tuvo cuarenta años para ocultar todo tipo de barbaridades.

Durante ese tiempo, la represión franquista fue brutal y despiadada, pero también lo fue la labor propagandística del régimen. Imagino que cuando tienes que defender lo indefendible es mejor atacar que explicar. Luego llegó la transición y tal vez no era el momento. Es cierto que fue una época complicada, y que todos tuvieron que ceder, pero los crímenes de guerra siguieron impunes. No digo con esto que fueran los únicos que mataran, por supuesto que no, sólo digo que son los únicos que no fueron juzgados por ello. Y que alguien lo intente hoy en día... Pregúntenle a Garzón. Se dijo que la Ley de la Memoria Histórica abría viejas heridas. Claro, que eso lo decían quienes tienen un interés brutal en cerrarlas a toda costa. Porque les conviene.

Sin embargo, en el otro extremo, nos encontramos con unos señores que quieren volar un monumento. Pero sólo la cruz, ojo. Y no se dan cuenta de que eso, de memoria histórica, no tiene mucho. Si fuera perverso –dios me libre-, pensaría que tienen dificultades para entender conceptos abstractos, pero prefiero pensar que el extremismo les nubla la mente. Porque esa no es la manera de denunciar los crímenes franquistas. Una explosión hace mucho ruido, pero dura muy poco. El granito, en cambio, es silencioso, pero su presencia es casi eterna. Lo que hay que hacer es explicar el significado de ese lugar y utilizar su potencial icónico para destruirlo simbólicamente. Porque yo cuando pienso en el Valle de los Caídos no pienso en la presunta grandeza de Franco y sus acólitos, pienso en la sangre de los españoles que murieron para levantarlo. Para mí, Cuelgamuros, cruz incluída, es el símbolo de la barbarie franquista, de cómo se empleó a presos políticos, maestros e intelectuales, no para levantar un país, sino para cavar una tumba. La suya y la de su verdugo.

A lo mejor lo que pasa es que yo todavía soy más extremista, pero eliminar los símbolos no elimina la historia, si acaso la distorsiona. Si dinamitamos el Valle de los Caídos, se olvidará el sufrimiento y la injusticia que representa. Si desenterramos a Lorca y le hacemos una mausoleo de lujo, olvidaremos que los fascistas lo mataron y lo enterraron como a un perro. No es resentimiento, es presentimiento. El presentimiento de que si olvidamos, corremos el riesgo de repetir. No hay que destruir la voz de los que hablaron, sino dársela a los que amordazaron. Eso es memoria, lo otro es sesgo.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Verborrea sexual.

No me gusta hacerme eco de la actualidad, no me gusta repetirme ni repetirles cosas que ya hayan leído. Saben de sobra que no quiero aburrirles con lo mismo que podrían ver en cualquier sitio. Es más, conocen mi egocentrismo y pueden beneficiarse de, por lo menos, leer algo de lo que no hablarían en ningún telediario: yo mismo –sí, a mí también me sorprende-. Sin embargo, hoy, como en otras pocas ocasiones, haré una excepción y hablaré de lo que hablan los demás.

Hace unas pocas semanas, Sánchez Dragó hizo de las suyas en un libro de los suyos. Precisamente por este planteamiento ni me sorprendió ni me escandalizó su relato de pedofilia manga. Llámenme indolente. Me dije: otra vez Dragó con sus idioteces soeces y sus fanfarronerías políticamente incorrectas. No se equivoquen, no quise con ello disculpar al presunto escritor. Tampoco me creí su cobarde justificación al decir que tan sólo se trataba de ficción en mitad de un libro de anécdotas. Pero es que me resultaba todavía más increíble que dos japonesas de trece años violasen [sic] al atractivo literato.

Me pareció una salida de tono muy típica del personaje, ya casi aburrida por lo tedioso del protagonista. Habría sido un poco más divertida si se hubiese reafirmado en lo relatado, pero el tono cobarde venía de antes. Ya en el propio texto decía que lo contaba porque habían prescrito los hechos y luego, siguiendo con el ataque de arrojo y valentía, negaba directamente la posibilidad de que hubieran ocurrido. Supongo que los delitos pueden prescribir, pero las fantasías insatisfechas de un enfermo se mantienen siempre vigentes.

Y hoy más de lo mismo. En el telediario se emitían las imágenes de un programa de Telemadrid, presentado por Isabel San Sebastián, durante un corte publicitario. Sólo con el nombre de la presentadora ya puede uno hacerse a la idea de la catadura moral de los colaboradores. En este caso, el que habla es Salvador Sostres, otro presunto escritor, más conocido como columnista de El mundo y ex de Crónicas Marcianas. Y lo dicho, una sarta de barbaridades muy a la altura de su currículum.

Gracias a su incontenible verborrea sexual –la nueva enfermedad venérea-, a la filtración de las imágenes y a la denuncia interpuesta por UGT, ahora sabemos que le gustan las “chicas jóvenes en su punto de tensión sexual”. Además, le gustan porque “parecen lionesas de crema, limpias, todo dulce”. Aunque, sin duda, lo que le fascina es “esa tensión de la carne, esas vaginas que aún no huelen a ácido úrico, que están limpias, que tienen este olor a santidad de primer rasurado, que aún no pican. Esta carne que rebota, joven. Y ese entusiasmo, que te quieren enseñar que están liberadas, que ya son mayores”. A mí personalmente no me aporta nada, si acaso una nausea. A su mujer quizá le sugiera algo más.

Lo grave no es lo que diga un tertuliano insustancial y triste. Doy por hecho que existen personas así. También doy por hecho que tienen cierta ansia de protagonismo. Incluso doy por hecho –como no podría ser de otra manera- que Pedro J. lo tenga en plantilla o que Telecinco lo hiciera en un pasado. Digamos que son cosas de la línea editorial. Lo realmente grave es que se dé pábulo y palabra a semejantes elementos bajo el auspicio de una cadena pública. Aunque, claro, con Telemadrid ya se sabe. No es que no me indigne lo dicho, es sólo que no me sorprende. Cada cosa tiene su lugar.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El cairo. (Parte IV).

No lo puedo evitar, me encantan las cosas decrépitas. El extrarradio era distinto, no menos chocante, pero sí más ajeno. Me explico: aquellas construcciones nuevas eran pura obra desnuda, sin ornamentación, sin personalidad más allá de una personalidad de conjunto. Sin embargo, cuando vi aquellos monumentales edificios occidentales, todavía sentí más extrañeza. Todo en ellos me era familiar. No tenían nada de oriental, podían estar en cualquier ciudad europea, pero no en ese estado. El estado al que me refiero no era de ruina, ni siquiera de abandono, era de agotamiento.

Todas esas cornisas, voladizos, cúpulas, marquesinas y ventanales no habían sido dejados a su suerte, sino que habían sido utilizados hasta la extenuación. En las ciudades occidentales, estos ejemplos urbanísticos suelen encontrarse en los distritos más distinguidos y, en consecuencia, mejor cuidados. En cambio, en El Cairo, se encontraban en una zona céntrica, sí, pero absolutamente popular y humilde.

El día que vi aquella plaza, la vi desde el coche y, aunque suene raro, la vi a vista de pájaro. Esto se debe a que un enorme scalextric la sobrevuela a cinco pisos de altura y tan cerca de las fachadas que casi se puede tender la ropa en el guardarraíl. Supongo que soy dado a ver la realidad a través de prejuicios y categorizaciones –qué le vamos a hacer-, así que mi mente procesó la visión de una forma bastante curiosa. Quizás de ahí venga mi fascinación por esta localización en concreto.

Lo que yo vi fue una calle de El Cairo con un edificio modernista achaflanado rematado por una cúpula. Lo que mi mente decidió regalarme fue una imagen post-apocalíptica de la madrileña Gran Vía. Imagínense la monumental calle de Madrid con los edificios negros de polución y los grandes ventanales rotos. Imaginen los viejos carteles luchando por seguir anclados a las fachadas, letras de bronce sueltas, muebles desvencijados en los balcones y barandillas y rejas herrumbrosas. A todo ello sumen un mercadillo a la altura del Edificio Metrópolis, un mercadillo de cientos de puestos unidos unos a otros por toldos de distintos colores. Por último, añadan basura y desperdicios varios, un enorme puente elevado cargado de coches y una multitud abarrotando los estrechos pasillos entre puesto y puesto. Surrealista, ¿verdad?

Pues no y eso era lo bueno, que era la realidad, sin más, sólo que muy diferente a todo cuanto había visto hasta ese momento. Aquella fue mi última sensación en El Cairo. Después al hotel, un hotel como los de aquí, y al aeropuerto, un aeropuerto como los de aquí –sin terminar y en obras-. Sin embargo, mi cabeza se quedó en mitad de la plaza, suspendida en el aire, intentando en vano encajar a la fuerza una imagen extraña en un esquema inútil. Definitivamente, mi manera de entender las cosas no sirve como guía para comprenderlo todo. Por eso todavía me cuesta volver, aunque llegase hace tiempo.

He descubierto que padezco un jet-lag cognitivo y que en ese conflicto radica lo interesante de la situación. Existe una falta absoluta de concordancia entre lo vivido y mis categorías y prejuicios. Debo admitir que me queda mucho por aprender, por fortuna. Que mi visión del mundo es sólo eso, una visión. Que mis categorías mentales se quedan ridículas para encasillar la inmensidad de lo individual. Que seguramente haya visto muchas cosas, pero eran variaciones de la misma. Que vivimos en el mundo de los moldes en lugar de modelar el mundo. Se nos pierden las individualidades, los rasgos únicos de cada uno. Se nos olvida que todavía podemos aprender mucho de nosotros mismos, aprendiendo de los demás. Que nuestra capacidad para ser diferentes nos iguala. Que las diferencias son sólo aquel camino que un día pensamos y decidimos no tomar. Y que los demás son la forma de conocer todos esos caminos.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Cairo. (Parte III).

Sin embargo –y sin tratar de justificarme-, fuimos por nuestra cuenta en taxi, lo que resultó ser toda una aventura. Yo disfruté de lo lindo por primera vez arriesgando mi vida. Me sorprendió la paciencia de los conductores cairotas, que encajaban las maniobras ajenas con sorprendente templanza. Por menos de la mitad de lo que vi en aquellos veinte minutos, en España te bajas del coche dispuesto a arrancarle la cabeza al otro conductor.

Así pues, tras casi estrellarnos seis veces, casi atropellar a dos personas y casi ser arrollados por tres autobuses, llegamos a la plaza desde la que se accede al mercadillo. El conductor, según lo acordado, nos esperaría durante una hora y nos llevaría de vuelta al hotel –o por lo menos lo intentaría-. El asunto de esperar es bastante común en El Cairo, pero no deja de llamarme la atención, sobre todo por un detalle: el taxista se negó a aceptar el pago hasta haber completado el servicio. Nos dejó irnos sin más, dijo que ya le pagaríamos luego y adujo una razón que me enternece por lo cándido: “Los españoles sois de fiar”. Todavía no puedo parpadear del asombro.

El mercadillo de Khan el Khalili presentaba un aspecto muy diferente al del día anterior. Por la mañana todo parecía distinto y bastante más agradable. Este agrado se debía sin lugar a dudas a la increíble diferencia de público. Las interminables manadas de borregos que colapsaban las estrechas calles debían estar pastando en alguna excursión mañanera. Ahora se respiraba un ambiente tranquilo y el sol se filtraba tenue a través de las telas que cubrían las calles a modo de toldos improvisados. Nada de agobios, nada de ruido, más autóctonos que foráneos. Por consiguiente, no dudé en ejercer de borrego a destiempo y nos dirigimos prestos hasta la tienda de Jordi.

Lo sorprendente fue que no hubo necesidad de preguntar nada a nadie. Los propios comerciantes te veían la cara de españolito ávido de Jordis y te decían: “¿Jordi, no? Es por ahí, luego ven a mi tienda”. Supongo que Jordi-Mohammed debe de estar bañándose en oro en este momento, pero lo cierto es que no puedo decir nada malo de su negocio.

Subimos por un pequeño pasadizo que ascendía hasta un patio interior porticado lleno de pequeños comercios. Nuevamente todos nos guiaron hasta el santa sanctórum del turista ibérico. El gurú del no-regateo posee tres tiendas contiguas en las que da bastante igual entrar a una u otra, pues todas tienen casi lo mismo. Lo cierto es que nos entregamos a una orgía consumista de la que no me arrepiento por varias razones. El trato fue excelente, el precio más que razonable, la variedad considerable, no había gente y, la de más peso, nos invitaron a un té. Soy así de protocolario, si me invitan a algo, me tienen ganado. Y, hablando de ganado, luego supimos que las manadas del día anterior habían sufrido horribles torturas, sólo imaginables entre profesionales de las rebajas. Donde nosotros nos movíamos con absoluta libertad, ellos se aplastaban como en un vagón de metro. Donde nosotros elegíamos, ellos se quitaban las cosas de las manos. Y, para colmo de males, no hubo té para la muchedumbre.

Salimos contentos y cargados en dirección al punto en el que habíamos quedado con el confiado taxista. También supongo que, si no llegamos a aparecer, nos hubiera buscado él mismo cimitarra en mano, pero quizás me puedan los prejuicios cristianos. No hubo sorpresas, allí estaba, puntual y sonriente, dispuesto a darnos otro emocionante paseo hasta ese oasis de autocomplaciente occidentalización que es el Hotel Conrad Hilton. El recorrido fue igual de escalofriante, pero, una vez acostumbrado a la sombra de la guadaña, pude disfrutar los detalles urbanísticos del centro de la ciudad. Me fijé en los edificios y descubrí auténticas joyas modernistas, detalles Art decó en la ornamentación de las fachadas e incluso interesantes ejemplos de arquitectura racionalista. Eso sí, todo ello en un estado lamentable, en un nivel de decadencia que me atrajo irremediablemente. A partir de ese día supe que quería volver y que podía prescindir en lo sucesivo de todo lo visto a lo largo del Nilo. Había visto cosas increíbles, majestuosas, sobrecogedoras, pero no tenía duda: mi próxima vez en Egipto sería sólo en El Cairo.

(Continúa...)