miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Cairo. (Parte III).

Sin embargo –y sin tratar de justificarme-, fuimos por nuestra cuenta en taxi, lo que resultó ser toda una aventura. Yo disfruté de lo lindo por primera vez arriesgando mi vida. Me sorprendió la paciencia de los conductores cairotas, que encajaban las maniobras ajenas con sorprendente templanza. Por menos de la mitad de lo que vi en aquellos veinte minutos, en España te bajas del coche dispuesto a arrancarle la cabeza al otro conductor.

Así pues, tras casi estrellarnos seis veces, casi atropellar a dos personas y casi ser arrollados por tres autobuses, llegamos a la plaza desde la que se accede al mercadillo. El conductor, según lo acordado, nos esperaría durante una hora y nos llevaría de vuelta al hotel –o por lo menos lo intentaría-. El asunto de esperar es bastante común en El Cairo, pero no deja de llamarme la atención, sobre todo por un detalle: el taxista se negó a aceptar el pago hasta haber completado el servicio. Nos dejó irnos sin más, dijo que ya le pagaríamos luego y adujo una razón que me enternece por lo cándido: “Los españoles sois de fiar”. Todavía no puedo parpadear del asombro.

El mercadillo de Khan el Khalili presentaba un aspecto muy diferente al del día anterior. Por la mañana todo parecía distinto y bastante más agradable. Este agrado se debía sin lugar a dudas a la increíble diferencia de público. Las interminables manadas de borregos que colapsaban las estrechas calles debían estar pastando en alguna excursión mañanera. Ahora se respiraba un ambiente tranquilo y el sol se filtraba tenue a través de las telas que cubrían las calles a modo de toldos improvisados. Nada de agobios, nada de ruido, más autóctonos que foráneos. Por consiguiente, no dudé en ejercer de borrego a destiempo y nos dirigimos prestos hasta la tienda de Jordi.

Lo sorprendente fue que no hubo necesidad de preguntar nada a nadie. Los propios comerciantes te veían la cara de españolito ávido de Jordis y te decían: “¿Jordi, no? Es por ahí, luego ven a mi tienda”. Supongo que Jordi-Mohammed debe de estar bañándose en oro en este momento, pero lo cierto es que no puedo decir nada malo de su negocio.

Subimos por un pequeño pasadizo que ascendía hasta un patio interior porticado lleno de pequeños comercios. Nuevamente todos nos guiaron hasta el santa sanctórum del turista ibérico. El gurú del no-regateo posee tres tiendas contiguas en las que da bastante igual entrar a una u otra, pues todas tienen casi lo mismo. Lo cierto es que nos entregamos a una orgía consumista de la que no me arrepiento por varias razones. El trato fue excelente, el precio más que razonable, la variedad considerable, no había gente y, la de más peso, nos invitaron a un té. Soy así de protocolario, si me invitan a algo, me tienen ganado. Y, hablando de ganado, luego supimos que las manadas del día anterior habían sufrido horribles torturas, sólo imaginables entre profesionales de las rebajas. Donde nosotros nos movíamos con absoluta libertad, ellos se aplastaban como en un vagón de metro. Donde nosotros elegíamos, ellos se quitaban las cosas de las manos. Y, para colmo de males, no hubo té para la muchedumbre.

Salimos contentos y cargados en dirección al punto en el que habíamos quedado con el confiado taxista. También supongo que, si no llegamos a aparecer, nos hubiera buscado él mismo cimitarra en mano, pero quizás me puedan los prejuicios cristianos. No hubo sorpresas, allí estaba, puntual y sonriente, dispuesto a darnos otro emocionante paseo hasta ese oasis de autocomplaciente occidentalización que es el Hotel Conrad Hilton. El recorrido fue igual de escalofriante, pero, una vez acostumbrado a la sombra de la guadaña, pude disfrutar los detalles urbanísticos del centro de la ciudad. Me fijé en los edificios y descubrí auténticas joyas modernistas, detalles Art decó en la ornamentación de las fachadas e incluso interesantes ejemplos de arquitectura racionalista. Eso sí, todo ello en un estado lamentable, en un nivel de decadencia que me atrajo irremediablemente. A partir de ese día supe que quería volver y que podía prescindir en lo sucesivo de todo lo visto a lo largo del Nilo. Había visto cosas increíbles, majestuosas, sobrecogedoras, pero no tenía duda: mi próxima vez en Egipto sería sólo en El Cairo.

(Continúa...)

4 comentarios:

  1. Querido, has olvidado mencionar que, además del té, el bueno de sub-empleado de Jordi nos obsequio con una pahmina de inagualable calidad egipcia made in Taiwan :-)
    Y ya dudo...no sé si fue porque eramos los únicos comprando o porque nos gastamos una autentica fortuna (esta vez europea, nada de egipcia).

    Besos, bombón!

    Sigue traduciendo el mundo (y nuestro viaje) en letras.

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  2. "Los españoles sois de fiar" jajaj es que tenemos fama de tontos...
    Tú y la arquitectura, por no decir Tú y las ruinas jej
    En fin, que suertudo,si es que algunos nacen con estrella.
    Crisss

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  3. Y yo que creo que si vuelves al Cairo es para quedarte.....

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  4. Mayte, cierto, la pashmina de Taiwan es un souvenir típico de Egipto. Maravillas de la globalización. Besos.

    Cris, gracias por pasarte y comentar como siempre. Un placer.

    Chechu, pues vente y a vivir de aire de cachimba.

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