Hace algún tiempo, cuando vivía solo, siempre había una ventana abierta en casa. Bueno, tal vez no siempre, pero sí casi todas las noches. Esa ventana daba directamente al cine clásico norteamericano de los años cuarenta, cincuenta y sesenta. No lo podía evitar, necesitaba vivir sus vidas con más ahínco que la mía y sentía una asombrosa debilidad por las películas en blanco y negro.
En aquella época vivía más de noche que de día. No es algo extraño para mí, pues ya desde pequeño la oscuridad producía un efecto magnético sobre mi imaginación. Con el tiempo, la espera para ir a dormir se fue alargando, a la vez que crecía la hora en el despertador. Noche tras noche vi cientos de películas. Fui un mujeriego empedernido. Pasé veladas encantadoras junto a Audrey Hepburn, Verónica Lake, Joan Fontaine o Ingrid Bergman. Y, como era de esperar, todas me dieron calabazas. Cada vez que eso ocurría, solía irme de copas con Humphrey Bogart. Sólo él me comprendía.
De alguna manera, se convirtió en un hábito. Me gustaba ver el salón iluminado por el gris acerado de la pantalla. Me gustaban los cruces de miradas, el doblaje antiguo, los sombreros y los sofisticados clubes al otro lado del cristal. Disfrutaba tomando un gin-tonic mientras James Stewart investigaba un asesinato en plena fiesta hitchcockniana. Poco a poco y sin darme cuenta empecé a necesitarlo. Empecé a sentirme parte de aquella realidad alternativa y a experimentar un poco de aprehensión hacia el mundo en color que me aguardaba a la mañana siguiente. Empecé a vivir en blanco y negro.
Y pensé que no sólo vivía en blanco y negro en sentido figurado, sino también en el real. Se me ocurrió que, de noche, ciertamente percibimos nuestro mundo en blanco y negro y deduje que de ahí venía mi amor por el cine clásico. Es un hecho que todo parece distinto entrada la madrugada, que se excitan los sentidos y los pensamientos se tornan agudos, inspirados y, en cierto modo, mágicos. A mí siempre me había gustado pasear en plena noche, bajo la luz mortecina de la luna. Quizás fuera el preludio de mi refugio cinematográfico. Tal vez, sólo hacía que pasearme por la pantalla de un viejo cine cerrado. En soledad, pero a gusto, ajeno al desierto de butacas vacías del otro lado.
Por supuesto que de vez en cuando me daba mis baños de luz. Sobre todo en el mar. Aunque también es cierto que prefería pasear por la orilla bajo las estrellas. Ahora me veo desde una de esas butacas polvorientas, con el cañón de luz atravesando el polvo en suspensión de la sala, y soy consciente de que vivía en una película. La única ventaja es que tan sólo yo era el protagonista.
Sin embargo, una noche, hace casi un año, salí de casa. Me vestí como lo hacían mis referentes. Elegí para la cita un abrigo gris cruzado –cómo no- de anchas solapas. Me puse guantes, cogí un paraguas y deseché el sombrero por considerarlo extravagante en exceso. Llegué pronto a mi destino y seguí contemplándome desde fuera. Pensé que tal vez ella no se presentaría y me dije que podría solucionarlo revolcándome en mi atractivo cinismo. Humphrey tenía respuestas para cualquier contingencia.
Dando vueltas al posible plantón, esperé unos minutos con mi cuerpo enmarcado en la puerta del edificio Metrópolis. Me imagine en formato panorámico –qué menos- y, en pleno travelling de aproximación, llegó ella. Con sus ojos se hizo la luz. Madrid se iluminó en plena noche y me coloreé al caminar a su lado. Bebimos un vino tinto de un rubí intenso. Las luces de las farolas eran amarillas. La llevé a caminar ante el mar más azul del mundo. Y descubrí en su mirada que no sólo había matices de gris.
Desde hace un año vivo en technicolor.
¡¡¡¡¡¡oooooohhhhhhhhhhhh!!!!!!
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