Imagínense a media luz, ya de noche, en el salón de su casa. Tal vez con el resplandor amarillo de las farolas intentando atravesar las cortinas. No está la televisión encendida, tampoco la radio. Apenas hay ruidos y los objetos se difuminan entre las sombras. Si fuera posible, me gustaría que hubiese espacio a su espalda, no una pared. Y, también fuera del alcance de su visión, una puerta, el hueco de un pasillo, incluso un armario. Es decir, un hueco, una entrada, que no controlen. También necesitarán algo de sugestión y, para ello, lo mejor será algún miedo de la infancia. De cuando lo razonable era el absurdo, porque se veía el mundo tal cual es.
¿Cuánto tiempo tardarán en darse la vuelta? No es necesario que escuchen ningún ruido. Aunque durante la espera tendrán el oído tan agudizado que escucharán el más mínimo crujido. Yo no tardaría mucho. De acuerdo, soy miedoso. Pero no soy creyente, ni siquiera supersticioso. Y, aun así, no puedo evitar girarme. No puedo dejar de sentir una mirada en la nuca.
Eso no sería ningún problema si sólo se tratase de sugestión- pensaría antes de darme la vuelta. Pero entonces se me vendrían a la cabeza todas las veces que he acertado. Todas las ocasiones que en las que me sentí observado y, efectivamente, había alguien mirándome. Alguien físico, claro. Mis nervios irían en aumento y a mi mente racional poco le importarían ya los argumentos lógicos. “Si siento la mirada y no puedo ver nada, eso no significa que no haya alguien observándome”. Puro y duro autocondicionamiento.
Como sería consciente de ello, me pararía a pensar. Podrán suponer que el silencio ayuda, pero más bien distrae. Se me ocurre ahora que esta percepción no demostrada puede ser algún mecanismo de defensa transmitido desde el principio de la humanidad, cuando nos acechaban más peligros que ahora. Pero pensar en esa posibilidad implica creer en una percepción portentosa. Y sin embargo todos la hemos experimentado.
Podría decir que ha de ser la mezcla de muchos factores y con la ayuda de otros sentidos. Un olor, un ruido o cualquier otro estímulo que no percibimos conscientemente nos hacen girarnos y encontrarnos con unos ojos clavados en los nuestros. De hecho, también existe la posibilidad de que el pretendido acechador fuera ajeno a nuestra presencia y que sea nuestro propio movimiento el que lo obliga a fijarse en nosotros.
Caben miles de posibilidades para explicar el fenómeno. Quizás sea más aterrador girarse y encontrarse con una persona observándote en la oscuridad de tu casa, pero siempre será más inquietante tener la certeza de ser observado y no encontrar a nadie. Sin estímulo no hay explicación, más allá de la oscuridad, los ruidos y nuestro cerebro, siempre dispuesto a imaginar nuestros miedos más inconfesables. Supongo que no hay nada que nos haga darnos la vuelta, pero creo que seguiré mirando tras de mí. Aunque sólo sea por empirismo.