El otoño tiene mala fama. De hecho se lo considera una estación transicional, como la primavera, pero en formato triste. Durará lo mismo, hará más o menos la misma temperatura y los árboles se comportarán de manera extraña. Aunque al revés. Los niños cargarán de nuevo con mochilas que les enseñarán a caminar de la misma manera en que afrontarán la vida, con la cabeza gacha y el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Qué cura de inocencia. Los padres empezarán a olvidar los placeres estivales y las pasadas vacaciones y sólo querrán perder de vista a sus pequeños monstruos. Y se volverán locos para aparcar, porque ya ha vuelto todo el mundo, y no encontrarán sitio en el metro ni en el autobús. Y pasarán frío por la mañana y calor a mediodía. En definitiva, el otoño cabrea a la gente, pero no se engañen, no lo hace más que las otras épocas del año.
Lo que pasa es que nos quejamos de todo, pero sobre todo del tiempo. Especialmente con los desconocidos. Hace ya unos cuantos artículos, hablaba en mi blog de La realidad a tientas acerca de las conversaciones de ascensor. Más concretamente, relataba mi costumbre de decir: “Cómo está el tiempo”, nada más entrar, para luego contradecir a mi interlocutor en su observación. Así, si el interpelado sugiere: “Es verdad, menudo frío que hace”, yo optaré por decir: “¿Si? Pues yo tengo un calor terrible” y viceversa. La cara de la víctima siempre merece la pena, aunque conforme pasa el tiempo, me va pareciendo todo un ataque al principio mismo de la concordia humana; el enemigo común, un blanco de las quejas compartido. Algo que nos une contra otra cosa, sea cual sea. Y el tiempo es el objetivo perfecto.
En invierno, que si hace mucho frío, que si los días son muy cortos, que si llueve mucho, que si “ojalá llegue pronto la primavera”... En primavera el problema serán las alergias o los “no se qué ropa ponerme” -¿alguien sabe que es el entretiempo?¿tiene algo que ver con los entremeses? Aparentemente sí-. En verano las quejas se extreman con el calor; no se puede dormir, se suda te vistas como te vistas y los mosquitos son aviones. Es cierto. Todas y cada una de las quejas están fundadas y son lícitas. Parece mentira que a ningún estadounidense se le haya ocurrido demandar al planeta por daños y perjuicios. Será que la cosa no está tan mal, al fin y al cabo.
Porque ahora los días se acortan y la noche enfría las fachadas de las casas a su debido tiempo. Las sabanas están tibias y una suave brisa invita a taparse y a compartir la piel. Las mañanas son bulliciosas de nuevo, se descarga fruta en la calle, huele a pan y a prisas y los coches dejan mellada la calzada hasta la tarde. El sol ha decidido acariciar en lugar de golpear. Dentro de poco los árboles empezarán a colorearse y a diferenciarse del resto en una guerra de egos. Aquí, en Madrid, el Retiro o los Jardines del Moro se convertirán en un lienzo impresionista sobre nuestras cabezas. Mientras tanto, las calles lucirán sobrias alfombras pardas. Los cárteles luminosos parecerán tener más sentido, intentando ocupar el mayor espacio de oscuridad en lo alto de los edificios –en esta ciudad no hay más estrellas-. Y, en mi otra ciudad, en Alicante, las playas empezarán a parecerlo. Se vaciarán de gente como si la arena y el agua hubieran decidido tragarse a tanto pelmazo. Por la noche, la humedad y una ligera bruma emborronará la luz amarilla de las farolas. Y todo parecerá extraño, extraño y maravilloso.
El otoño es una etapa indecisa, ambigua e irreal a ratos y no hubiera existido la poesía sin indecisión, ambigüedad e irrealidad. No hubiera existido poesía sin otoño.
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