Desde hace unos días el mundo real empieza a verse en letras, como testigo de un cambio imparable que está por venir. Todos los que alguna vez hemos escrito ficción sentimos inevitablemente una sensación de triunfo, ingravidez y desazón cuando damos por terminada la historia de turno. La euforia es la primera en marcharse, para ir dejando, como el café que se posa, un regusto amargo. Tras la corrección, la recorrección y mil y una lecturas, el que les habla termina pensado lo siguiente: “Es lo mejor que he escrito, no creo que pueda repetirlo”. Desde luego no es un pasamiento motivador, porque ni la obra concluida es tan buena, ni la venidera será tan mala. Es más, para quienes nos hallamos en un permanente proceso de aprendizaje, lo más seguro es que sea mejor según se avance.
Así y todo, cuando va pasando el tiempo y no se tienen ideas nuevas, se tiende a considerar que las anteriores fueron desperdiciadas. Algo así como: “Si lo pudiera escribir ahora, le sacaría mucho más jugo”. Pero yo, personalmente, no me veo con fuerzas de retomar ningún relato pasado, menos aún de destriparlo y recomponerlo. Eso sería un monstruo literario. Y los monstruos literarios nunca vienen solos, qué va; les encanta ir de la manita, por si se pierden. Y a mí se me echa encima el fantasma del fracaso, ese mismo que me ha impedido presentarme a concurso alguno. No porque me crea malo, sino por miedo a ser peor de lo que creo. Por miedo a saber con certeza que todo el trabajo sólo vale en cuanto a los buenos ratos que he pasado escribiendo. Pero que nunca llegará más allá. No es tampoco afán de posteridad, eso es pretencioso e idiota. Es más una cuestión de someter tu identidad, tu oficio y tu talento a la posibilidad de su inexistencia. La negación de la escritura me dejaría sin saber quién he sido, quién soy y sin ganas de saber quién seré.
No obstante, hay un momento, que es el actual, en el que no había pensado hasta ahora. Siempre me quedaba reflexionando sobre el posterior a la ficción. Nunca sobre el previo. Y es que la literatura, como cualquier arte pasional, es como el sexo; nadie se pararía a divagar antes. No se tiene la mente clara, esa es la razón. Pues bien, para variar, tenía ganas de dejar por escrito este antes de sinrazón, de expectativas, de calentón y de sueños. Porque luego llegará el después, con sus consabidos monstruos hermanados. Y después del después llegará otro más y luego otro antes del siguiente antes. Así, una vez más, perderán sentido todas las palabras que una vez utilicé para inventarme un mundo entero y a sus habitantes que no existen. Una vez más dejaré de ser Dios para convertirme en mortal, en un mortal con miedo a ser mediocre, vulgar y negligente. Es duro el despido divino.
Pero todo eso hoy no importa, porque lo he vuelto a sentir. Tengo la idea en la punta de los dedos y esto es sólo un calentamiento. No puedo pensar en lo que pasará después, en sí servirá para algo o en si será una buena novela. ¿Qué más da? De momento empieza a ser inevitable, casi incontenible. Será mejor disfrutarlo. La historia que barajo será sombría, como la última. Volveré a teclear al ritmo de algún que otro tango de Gardel. Retiraré el reloj de mi muñeca para que no me afecte el tiempo de los mortales y prepararé café. Buscaré alguna bombilla tenue, que no dé más luz que la que ilumina mis manos. Las mismas manos que me parecerán autónomas, las mismas que miraré desde un lugar mágico que no existe aunque lo haga existir. Las miraré sin reconocerlas siquiera y, al final, las miraré esperando que no se vuelvan contra mí.
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