A veces empiezo a escribir atendiendo tan sólo a la
lenta cadencia de las palabras –puro ritmo-. Es como tomar el diccionario con
las dos manos, sujetarlo por encima de la cabeza y agitarlo con fuerza, con
mucha fuerza. Luego, con un viejo cortaplumas cromado, heriremos la tapa y
empezarán a derramarse letras. El secreto está en contener la hemorragia, en no
dejar que se desborden el “amor”, el “placer” o la “belleza”, pues siempre
tienden a eso, a desbordarse. Pero tampoco descuidar los malditos adverbios
acabados en “mente”, ni la “idiosincrasia”, ni el “consenso”, ni el “género”,
ni la “crisis”, ni todas esas palabras de moda. Esas palabras que, de tanto
oírlas, empezamos a repetirlas hasta cuando no vienen a cuento. Porque al fin y
al cabo todo acaba siendo un cuento.
Por eso parece mejor el ritmo, la musicalidad. No se
le presupone sentido. Poco importa que todo el texto sea un absurdo mayor,
tanto mejor en efecto. Por lo menos se podrá leer en voz alta sin que
sobrevenga la náusea habitual. Porque desde hace un tiempo, tengo la impresión
que el miedo a hablar en público no nace de la inseguridad y los nervios, sino
de la absoluta certeza de que se va a hablar en vano. De que todo cuanto se
dirá será vacío, el paraíso de los lugares comunes, el infierno más común a
todos los lugares. Así y todo, no se preocupen, la audiencia ya está
acostumbrada. Es más, serán compresivos, sobre todo aquellos que ya hablaron
una vez y que desde entonces siguen hablando sin decir nada. Incluso puede que se
acerquen a felicitarles tras su intervención –la palmadita en el hombro-. A
cambio sólo les pedirán su alma y que su discurso siga yermo de sentido.
Porque todo se basa en la convención. Hasta el
mismísimo diccionario que sigue desangrándose sobre mi escritorio –cuánta tinta
y qué negra-. Somos así, vulgares, homogéneos y aburridos. Nos da tranquilidad
la rutina y estabilidad la inactividad. No somos conscientes de que el
equilibrio está en el movimiento, en la tensión y hasta en el vértigo. Si no,
jamás existirían las cosas más maravillosas; las bicicletas, las motos, el
sexo, el amor, el vino y hasta el universo. Por más que nos lo quieran ocultar,
nosotros mismos somos movimiento. Por más que se nos olvide, fue tan importante
aprender a andar como aprender a hablar. Por más que lo obviemos, hasta parados
somos movimiento. Nuestro corazón también orbita alrededor del sol. Somos parte
de todo y todo se mueve, se tensa y da vértigo.
Y casi
todo lo que da vértigo termina por ser adictivo, desde enamorarse hasta saltar
de un acantilado. Porque el vértigo es una de las formas de la curiosidad, es
una manera fisiológica de advertir del peligro y es, en definitiva, otra forma
más de sentirnos vivos. Ustedes ya serán libres de decidir si quieren seguir
adelante, si quieren apuñalar diccionarios y hacer un sacrificio rítmico –quizá
den a luz un poema-. No se preocupen por el sentido, porque la tinta va
buscando su cauce y las palabras terminan por ordenarse. Poco a poco dejaran de
depender de la aliteración y la homofonía y se entregarán a la lujuria de la
rima, que al final es lo más resultón. No se atormenten, las apariencias
también son importantes, aunque en la tele se empeñen en decir que no y siempre
lo diga gente guapa. Hagan pues un bello texto con la sangre de su idioma y
luego búsquense en ese sinsentido que ha emborronado el folio. Seguramente, en
mitad del absurdo, les guiñe un ojo aquella persona que siempre quisieron ser.
Porque sigue dentro de cada uno de ustedes, esperando, latiendo, tamborileando con
los dedos en las paredes de sus cráneos. Sólo espera a que la dejen salir. En
realidad es algo más que puro ritmo.
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