La memoria es toda una sala de cine a nuestro alcance. Podemos sentarnos solos en una de los centenares de butacas vacías. Podemos sentir el terciopelo usado de la tapicería, posar nuestros brazos sobre los del sillón y esperar a que se encienda la pantalla. Y ya, por poder, podemos escuchar el sonido del proyector en el silencio negro y ver las partículas de polvo en suspensión, al ser heridas por el haz de nuestros recuerdos. Podemos hacerlo todo, podemos acomodarnos en nuestra imaginación y dejarnos llevar sin saber qué parte es memoria y cuál invención.
En mitad de esta sala es posible sentir corrientes de aire frio en los tobillos. Son fugaces, leves, pero reiteradas. Al principio cuesta apercibirse, pero, una vez sentidas, se reconocen sin dudar. Como también se reconoce esa sensación de ser observado. Al fin y al cabo estamos rodeados de penumbra y asientos vacíos. Y hay pocas cosas más inquietantes que un asiento vacío, porque va contra su propia naturaleza, que es la de estar ocupado. Los hay que piensan en monstruos grotescos de ojos rojos. Yo, sinceramente, no veo a semejantes bichejos sucios plácidamente sentados, sólo esperando. Sólo para inquietar.
En mi sala, los monstruos que me acompañan son mi posibles “yos”. Todos aquellos Nachos que pudieron ser y no fueron. Los mismos que, por una decisión aparentemente banal o por otra realmente importante, dejaron de ser posibles. Ellos sí saben esperar, pues es lo que llevan haciendo desde que pudieron ser y es lo que harán hasta que yo muera. Entonces estarán a la altura de mi yo real, porque dejaré de ser y ya no podré existir. Quizá entonces se cobren su venganza y vengan a exigirme explicaciones. Puede que también a robarme las experiencias que fueron vitales, a despojarme de lo que me hizo ser más real que ellos. Pero, hasta entonces, tendrán que ver la película pacientemente. En cualquier caso, a ellos no les importa qué parte es imaginación y cuál recuerdo. A mí, cada vez menos.
(Bien mirado son mejores compañeros que los monstruos hediondos y horribles. Seguro que aquellos devoran palomitas con la boca abierta –su boca llena de sarro-).
De nuevo vuelvo a sentir la ráfaga de aire y no puedo evitar girarme para encontrarme con nadie. Butacas vacías y esa corriente fría en los tobillos. Un escalofrío me sube por la nuca y un pensamiento me revela el miedo real a mis dobles imposibles: no soportaría que alguno de ellos fuese mejor que yo. Uno siempre espera ser la mejor opción. Sería terrible reconocer un triunfo o una felicidad mayor en otro cuyo tiempo ya pasó. No creo que pudiera aguantarle la mirada; su reproche. Su legitimidad frente a mi existencia sería incontestable.
Menos mal que ya empieza esa ridícula cuenta atrás sobre la pantalla blanca. Al principio se hace necesario entornar los ojos y, al llegar al cero, no hay trailers. Tampoco principio ni final, sólo un instante perdido en mi pasado. En este cine se pueden oler las tostadas y el zumo de naranja de una mañana estival. También puede sentirse el sol a través de la ropa y el frio o la humedad de unas sábanas de invierno. El doblaje es genial: mis abuelos hablan como mis abuelos y mis amigos se imitan perfectamente. Su actuación es impecable. Puede ser un recuerdo, sin duda. Pero, sin duda, puede no serlo.
La sensación se acrecienta cuanto más perdido sea el recuerdo. Golpea su rotundidad, su certeza, aunque no podamos saber qué pasó antes ni después. Entonces parece un cuadro en movimiento y la intensidad de sus sonidos, olores y colores es abrumadora. En ese instante de ese momento antiguo me giro y veo la sala llena. Cientos de personas. Y mi cara en todas ellas y mis manos junto a mis manos en las butacas contiguas. No me prestan atención. La luz parece hipnotizarles. Cada uno en su edad: muchos tienen la misma, otros distinta. Hay bebés, niños, adolescentes, hombres... Incluso ancianos. Sus ropas son dispares, sus peinados, hasta las arrugas de los mayores parecen difererir en su recorrido. No se mueven, intentan encontrarse en mis recuerdos, experimentar lo que pudo ser suyo o atrapar el momento en el que su existencia se hizo imposible. Intentan vivir, como lo intentamos todos, hasta que se funde la pantalla. Si mi memoria se apaga, ellos dejan de existir. Es la magia del cine.
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