Debía de tener cinco años la primera vez que soñé con aquel patio interior. Era el de la casa de mis padres, en Madrid. En el sueño, me acercaba poco a poco a la enorme ventana y me dejaba bañar por la claridad del amanecer. Era una luz acerada que hasta parecía oler a metal. A través de los cristales se veía la persiana cerrada de la ventana de enfrente, enmarcada por el muro de ladrillo ocre. Estaba en el quinto y último piso, no necesitaba asomarme para ver el cielo. Pero me asomé.
Abrí con cuidado la ventana y me subí a un taburete de plástico azul que existió, pero que nunca estuvo en aquel dormitorio. Nada más auparme, me puse de puntillas y apoyé el pecho sombre el alfeizar. Enseguida pude levantarme a pulso sobre los brazos y subir las piernas, hasta quedar completamente sentado, de medio lado, sobre el hueco de la ventana. El abismo comenzaba donde terminaban los dedos de mi mano.
Durante aquellos minutos interminables, la luz no cambio tan rápidamente como suele ocurrir. No había viento, ni voces o ruidos, tan sólo una calma densa y fría, con el tiempo detenido en un presente continuo. Entonces miré hacia abajo y vi el fondo del patio, con las losas de cerámica roja y unas pocas plantas moribundas que todavía siguen muriéndose hoy en día. Y salté.
La aceleración fue brutal. Mi cuerpo caía sin dejarme tomar aire. Creo que no llegué a gritar cuando me di cuenta de que, a pesar de la caída, el suelo permanecía a la misma distancia. Y, de pronto, nada más haberlo pensado, el pavimento pareció subir hacia mí a la misma velocidad con la que yo descendía. Sé que el suelo no podía acercarse, es más; ni siquiera en el sueño era posible. En ese momento sí grité y me desperté, incorporándome bruscamente en la cama. Era verano y estaba en Campello, en el chalet de mis abuelos. Aquel fue el primer sueño cuya verosimilitud me sorprendió. Después lo soñé otra vez más, muchos años después, ya en la casa de Alicante, que no tenía ningún patio interior. En aquella ocasión, los detalles fueron los mismos y la realidad percibida también. Desde entonces no he vuelto a soñarlo.
En eso pensaba esta misma mañana, cuando me he despertado sin saber muy bien si anoche soñé o viví otro extraño episodio en ese mismo patio. En estas circunstancias, siempre me planteo la autocensura, hasta que descubro que mis comportamientos son tan censurables como los de la mayoría. No tengo perversiones sofisticadas, ni siquiera especialmente reprobables o repugnantes. Soy un tipo sencillo y, cómo tal, me pierde la curiosidad. Además, no es la primera vez que les hablo de mis vecinos; un vecino es un ser molesto por definición, pero también es un arquetipo, un desconocido aséptico cuyos ruidos se nos presentan para dar cuenta de su intimidad más oculta. Y eso me puede, si no, no habría estudiado periodismo, claro.
En cualquier caso hoy no hablaré de mis vecinos de enfrente. A ellos es más fácil verlos como en una película, casi como un simple fotograma –uno por ventana-, unas veces nítido y otras velado. Pero los vecinos de al lado se sienten como algo próximo, hasta propio si me apuran. Son un contexto palpable, cercano, y por eso son más íntimos que el cine. Son como la radio o cómo un cómic. Sus sonidos en la noche llegan a nuestros oídos como si portáramos cascos y sus ventanas en el patio interior semejan viñetas hiperrealistas. Aunque no lo queramos, nos pertenecen y les pertenecemos. Por más que lo neguemos y pese a que nunca lleguemos a cruzar una palabra, nos pertenecemos. Nuestra relación es mutua y nuestra aparente indiferencia, también.
Desde hace unos meses, cerca de la medianoche, me desvelaban unos sonidos muy característicos. Se trataba de cuatro golpes espaciados, ni más ni menos. Cuatro caídas del mismo objeto, o de objetos similares, algo hueco y de plástico duro. Al principio me exasperaba, pero con el tiempo fui acostumbrándome a su presencia en mitad de la negrura. Incluso empecé a agudizar el oído, a contar su número y a aventurar el por qué de su reiteración.
Pues bien, ayer estaba levantado cuando escuché el primer golpe. Sabía que luego llegarían los demás, así que saque la cabeza por la rendija que dejaba la persiana –una guillotina sobre mi cuello- y examiné las luces encendidas. Eran pocas, por lo que no me costó encontrar lo que buscaba: dos pisos por debajo del mí, tras los ventanales de una cocina, un anciano se tambaleaba apoyándose en la encimera. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se dirigió hacia el extremo más alejado de la cocina, junto a la puerta de entrada. Allí me era imposible ver su cabeza, sólo sus piernas, su cuerpo y sus brazos y, en su mano, un bote de plástico blanco.
Sin previo aviso, comenzó a balancear el brazo del bote, adelante y atrás, suavemente, hasta que alcanzó la inercia precisa. Después lanzó el objeto hasta una papelera previamente destapada que se encontraba próxima a mi posición. Y no encestó. Tampoco pareció molestarse por su falta de pericia, al fin y al cabo no era más que el segundo intento. “El segundo intento”, pensé. Siempre eran cuatro, sin variación posible. Se me antojó extraño, pero sólo me quedaba esperar para confirmar mi teoría. De nuevo, lo vi tambalearse hasta la papelera, recoger el bote y regresar al sitio de lanzamiento. Lo vi lanzar y fallar una vez más y lo vi repetir el proceso y acertar. A la cuarta, claro.
Ese hecho, tan esperado como sorpresivo, me hizo cuestionarme hasta qué punto los fallos eran tales. Parecía más bien un ritual cuidadosamente practicado y de gran precisión –es difícil acertar-. No dejaba de ser extraño que siempre errase los tres primeros intentos y que siempre acertara a la cuarta. Tenía que ser intencionado, pero al mismo tiempo tenía que ser fruto de años de ensayo. Un ensayo según el cual eran necesarios tres errores para conseguir el éxito.
Imaginen que por una vez, un día cualquiera, fallase el cuarto intento. ¿Cuál sería su reacción?
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